Cine argentino contemporáneo: la estética del perdedor

Guillermo Ortiz López

Desde inicios de los 90, el cine argentino ha conseguido dar un paso adelante en la esfera internacional. Sin ir más lejos, el éxito en España ha sido colosal. Desde el cine comprometido de Adolfo Aristaráin a la comedia ligera de Campanella, durante los diez últimos años las pantallas españolas se han visto inundadas de títulos como El lado oscuro del corazón, Martín (Hache) o más recientemente Nueve reinas y El hijo de la novia. No sólo conocemos a los más importantes directores sino que determinados actores se han convertido en asiduos de los platós de televisión (Ricardo Darín, Darío Grandinetti...) y otros han visto cómo sus carreras reflotaban de nuevo poniéndolos en su justo lugar (Cecilia Roth, Federico Luppi, Héctor Alterio...). Estos son los nombres, intentemos ver exactamente qué es lo que nos quieren contar.

Por supuesto que el cine argentino, como todas las manifestaciones artísticas de ese país, recurre al elemento fantástico cuando es necesario (Eliseo Subiela es un maestro de ese arte), pero nos centraremos en este artículo en la cuestión social que subyace en las historias. Con social no me refiero sólo a las relaciones de poder dentro de la sociedad civil sino también a las relaciones más privadas, reflejo inequívoco de lo que es un país. Es la estética de lo llamado «menos es más», a partir de una anécdota se expone una teoría. De entrada, el cine argentino es contestatario: relata una realidad que no es justa. Cualquiera que sepa un poco del país entiende esa visión. Hay un duro pasado por superar (parece que ahora, por fin, están en ello), y un presente por olvidar. El cineasta argentino se rebela contra ese mundo injusto de manera más o menos sutil.

Una constante en las películas de ese país es la recreación del «perdedor». Esta cuestión se puede afrontar con menor o mayor contundencia o, incluso, con mayor o menor habilidad. En ese sentido, el más contundente, sin duda, es Adolfo Aristaráin, que Héctor Alteriohizo su entrada en España con la celebrada Un lugar en el mundo, se consagró con Martín (Hache) y recientemente estrenó Lugares comunes. Junto a su actor fetiche, Federico Luppi ha creado estilo en un tipo de cine social parecido al que Ken Loach hace en Europa. Los personajes de Aristaráin (generalmente, los interpretados por Luppi) son perdedores. Perdedores en la dictadura, perdedores ante las grandes empresas, perdedores en el amor, en la vida. Aún podríamos hilar más: son personajes traicionados. La traición pasa así a ser un elemento clave en las relaciones sociales de este grupo social. En mi opinión, Aristaráin lo lleva al extremo, pero veremos que
otros autores también hacen hincapié en el concepto de fidelidad como base de una relación. Se parte de la idea de que los perdedores (permítase el uso constante de esta palabra en un sentido meramente estético) se reconocen. Del reconocimiento se pasa a la amistad, que se basa en la fidelidad. Frente a ello está el «lado oscuro»: la traición, el venderse.

Esto nos lleva a una sensación de desconfianza hacia el otro lado, esto es, todo aquel que consigue el éxito o ascender en la escala social, es sospechoso de traición. En realidad, en casi todas las películas, los ganadores (aristócratas, terratenientes, empresarios, dirigentes políticos, mediáticos...) tienen algo que esconder. Y si uno del grupo pasa a ese lado, malo. Esta idea, como digo, no es patrimonio de Aristaráin, aunque quizá la explote en exceso. En la otra línea del cine argentino, la más amable, personificada quizás en Juan José Campanella, nos encontramos con lo mismo: si uno se fija, los personajes de Ricardo Darín en El hijo de la novia o El mismo amor, la misma lluvia son parecidos: forman parte del grupo, caen en el error (marcadamente en el caso de la última película, donde Darín llega a cobrar a un antiguo amigo por una buena crítica) y posteriormente son redimidos ( por sus parejas sentimentales en parte, por su entorno —familia, amigos...— en lo demás).Ricardo Darín

La traición es lo peor que puede suceder en una amistad. Sólo falta que además de que el país se desangre, tus propios amigos te fallen. Ahora bien, salvo quizás en la casi santidad de Federico Luppi, en los demás casos vemos que se fallan continuamente. Es decir, el afán por retratar la sociedad hace que al final la traición se lleve a cabo, haya redención posterior o no. Igual que en cada película argentina hay un amigo que te va a ayudar incondicionalmente ( en esto, Kamchatka es un buen ejemplo), también hay un amigo que, tarde o temprano, te la va a jugar. Insisto, si tenemos en cuenta que las relaciones personales marcan lo que son las relaciones sociales, da una idea de lo que piensan los directores argentinos sobre su país.

La división entre «ellos» y «nosotros» se explicita también en el terreno cultural. Si durante años estuvo en boga la tesis del cine americano por la cual las rubias guapas eran tontas mientras que las morenas eran atractivas, inteligentes y calculadoras, en las películas argentinas la cultura es patrimonio de las clases no dirigentes. Da igual el estrato social al que nos refiramos: los que tienen el poder, por pequeño que sea, son brutos, traidores, corruptos y desprecian la cultura. Sin embargo, los pequeños agricultores dan clase a los niños (Un lugar en el mundo), las putas leen a Onetti y recitan a Benedetti (El lado oscuro del corazón) y, por poner un ejemplo reciente, las vendedoras de las gasolineras ven a Godard y se mueren por Sábato (No sabe/no contesta). Es curioso que un país que ha dado tantos escritores de clase alta (empezando por Borges ) tenga esta visión de lo que es la intelectualidad. Posiblemente sólo se entienda después de esa sangrienta guerra civil que significó la dictadura de Videla.

Para concluir, si bien estos elementos me parecen comunes a buena parte del cine argentino (insisto, hay una tendencia fantástica que se desmarca de esta tendencia social), hay que matizar que no es lo mismo Aristaráin que Subiela o que Campanella, por citar a los más nombrados. Algunos parece que en vez de espectadores piden fieles, mientras que otros utilizan un lenguaje más «inocente» para dejar claras bastantes cosas. En una línea intermedia se mueven películas muy interesantes como Historias mínimas o la recientemente estrenada No sabe-no contesta. El espectador perspicaz reconocerá algunas de las constantes mostradas en este artículo en ambas películas, pero no se sentirá acosado por ellas. Simplemente, las irá descubriendo. Y, en cualquier caso, dará por bien empleados los 5 Euros que ha pagado por la entrada. La sonrisa siempre está asegurada. Y la reflexión, en el país de los psicoanalistas, también.

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▫ Artículo publicado en Revista Almiar (2003). Reeditado en enero de 2020.

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