Delicioso perfume
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Karina Sacerdote
«Que el sol vuele en mil
pedazos, que todo sea hielo blanco, muy blanco..., muy blanco...».
Repetía, y de a poquito se apagaba su
voz, dejando tras de sí un murmullo, luego un susurro leve, muy
suave, hasta que ganara el silencio y lo reinara todo.
Perduraba en su retina la imagen de aquel
hombre. Ése que le dio esperanzas, que la despertó a la vida; quien
la hiciera refugiarse en la locura, quien quitara la pizca de sensatez
que tambaleaba en su cerebro.
El encuentro fue en el pasillo de los
consultorios externos del hospital para enfermos mentales. A la
espera del turno leía y releía los carteles de los muros. Él se
aproximaba antecedido por un enorme escobillón. Altísimo, erguido,
minucioso, recopilando paso a paso papelitos y polvo.
Cansada de la espera alzó la vista y se
topó con sus ojos, no supo si eran verdes, azules o pardos. Él continuó
camino, y cuando estuvo a su lado murmuró sin detenerse: «delicioso
perfume...».
Las entrevistas con el psicólogo se convirtieron
en la razón de su existencia. Soportaba el análisis tan sólo para
ver al hombre de pijama a rayas, que barría lentamente, no solamente
la mugre del hospicio, si no también sus soledades.
«Delicioso perfume...», decía al pasar
a su lado y una sonrisa se le dibujaba en los labios. Delicioso
perfume se impregnaba en su alma, perfume a ella misma, desnuda
de fragancias, aroma único y suyo.
Ella esperaba un avance, quería más que
dos palabras, deseaba conocer un nuevo vocabulario en la voz profunda
de aquel extraño.
Un día, él se sentó a su lado. Las miradas
se enlazaron como cadenas de hierro fundidas.
—El sábado, aquí en el hospicio dan una
película francesa, sería un honor para mí, hermosa dama, gozar de
su compañía...
—El sábado... —contestó absorta por aquella
mirada.
—No existe el tiempo, mi señora, cuando
es dulce la espera..., a pesar de ser martes..., en unos instantes,
será sábado...
Siguió su marcha por el inmenso pasillo,
ella lo contemplaba alejarse, esperando que el instante pasara.
Nunca supo de qué trataba la película,
el roce continuo de sus brazos la transportaba más allá del éter.
Deseaba más que nada sentir su piel, desahogar
su agonía de deseos en aquellos labios, entregarle sus aromas, disfrutar
de sus manos, la geografía de su cuerpo esbelto y sensual, saciar
su sed de pasión, danzar entre sábanas de seda. El fruto prohibido
del deseo carcomía su carne virgen, líquidos de amor emanaba su
cuerpo cálido. El imán de su antojo lo atrajo al fin, y sus bocas
temblorosas se empaparon de alientos, danzaron las lenguas enardecidas
y las manos exploraron los misterios. Un delicioso perfume traspasó
la pantalla y los amantes de la película también se besaron.
Al encenderse las luces, se marcharon
hacia el parque del lugar. Promesas y juramentos de amor treparon
por las ramas de los robles y saltaron hacia el cielo adormecido.
La cura de todos sus males había sido
descubierta, en instantes sería martes aunque el calendario se empecinara
en anunciar domingo.
Él pasa a su lado sin mirarla, como si
lo hubieran exorcizado del delirio que los unía...
Una mujer está sentada al otro extremo
del banco en el largo pasillo del hospicio. Con la vista fija en
la extraña que también lo mira, sigue su paso y le murmura sin detenerse:
«Delicioso perfume...».
Testigo de todo, no puede evitar suplicar
desde entonces, un manto de nieve que mate de una vez por todas,
la realidad y la vida carentes de aromas.
«Que el sol vuele en mil pedazos, y que
todo sea hielo blanco, muy blanco..., muy blanco...».
Sentada en un rincón, meciéndose incansable
con la mirada fija en nada, repite para olvidar, para apagar el
fuego encendido; para cubrir con destemplanza lo ocurrido aquel
martes; para recuperar la cordura, para depurar la sobredosis de
veneno que él le inyectara, o morir de una vez por todas.
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CONTACTAR CON LA AUTORA: anirakar2002(at)hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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