Disfraz
Sergio
Gaut vel Hartman
Estaba distraído,
con la mente extraviada en los laberintos de un dolor reciente.
Por eso, cuando el mendigo ingresó al vagón, farfullando su discurso,
no le prestó atención.
—A mí no me manda nadie; yo pido para
mí. Para mí, pido. Tuve un accidente; necesito que me ayuden. Una
moneda, por favor —las palabras se abrieron paso con dificultad,
por lo que demoró en relacionar la demanda con la figura voluminosa
que se bamboleaba por el pasillo al ritmo del tren—. A mí no me
manda nadie; yo pido para mí. Para mí, pido. Tuve un accidente;
necesito que me ayuden. Una moneda, por favor.
Extraño, se dijo; algo no encaja. Observó
al mendigo a los ojos y percibió el desajuste entre el discurso,
repetido como una cantinela, y los gestos mediante los cuales el
hombre registraba el entorno. Eran más de las seis de la tarde,
la hora pico. El vagón estaba lleno de gente que regresaba a sus
casas, en los suburbios. Pero el mendigo se movía como si el tren
estuviera vacío. Miente, pensó; finge, no hay duda de que está interpretando
a un personaje creado para pedir limosna. No se sintió sorprendido.
Aunque pertenece más al folclore urbano que al ámbito de los estudios
serios, es vox populi que muchas personas trabajan
de mendigos con el mismo profesionalismo con que se reparan relojes
o se lustran muebles. No valía la pena torturarse con una reflexión
tan inclemente, decidió. Buscó algunas monedas y se preparó para
dárselas en cuanto se acercara.
Todo hubiera concluido en ese punto, a
no ser porque el mendigo dejó escapar una exclamación, seguramente
al recibir una moneda falsa. No lo sorprendió la exclamación en
sí misma; no habría ocurrido eso ni siquiera si la exclamación hubiese
sido pronunciada en otro idioma. La extrañeza provino de que por
un instante, una ínfima fracción de segundo, el mendigo osciló en
el límite de la percepción, mostrando que, por debajo de su envoltura
humana, había un artefacto, o algo no humano que parecía uno. Se
refregó los ojos, desconcertado, como si fuera lógico atribuir el
fenómeno a una ilusión óptica. Cuando el mendigo llegó junto a él
trató de descubrir algún otro signo que pusiera en evidencia la
naturaleza oculta del otro, pero sólo vio a un hombre corpulento,
muy deteriorado por un infarto cerebral masivo; arrastraba la pierna
izquierda y el brazo del mismo lado le colgaba como un trozo de
carne muerta. Las dificultades en la dicción quedaban disimuladas
por la costumbre de repetir el mismo discurso, aunque la voz le
temblaba cada vez que pronunciaba la palabra «accidente». Le dio
las monedas que tenía preparadas. El mendigo se detuvo y dijo:
—Dios lo bendiga y le dé el doble —a continuación,
con un movimiento que desmentía la inutilidad del brazo, apretó
el puño y las monedas desaparecieron. No las guardó en el bolsillo
ni las depositó en el morrión que le colgaba de la cintura: desaparecieron.
¿Otra ilusión óptica? Se le ocurrió que no perdía nada encarándolo;
en el peor de los casos recibiría una respuesta incomprensible,
fuera de la programación, o nada. Pero el mendigo ya le había dado
la espalda, siguiendo su camino por el vagón atestado, con la pierna
a la rastra y la mano colgando fláccida en el extremo del brazo.
No pedía permiso: se impulsaba y pasaba entre la gente, como una
máquina programada para cumplir ese objetivo.
Un episodio banal; ha terminado. ¿Tenía
sentido seguir preguntándose acerca de lo que había visto, el supuesto
artefacto disfrazado de mendigo? Una máquina de pedir limosna. Ingenioso.
Una vez amortizados los gastos de diseño y construcción, estaríamos
ante un generador incansable de ganancias, en actividad las veinticuatro
horas, todo el año, años y años, incansable, eficaz. Los gastos
de mantenimiento serían mínimos: las máquinas no comen, no duermen,
no reciben sueldo, no realizan protestas sociales, no reclaman vacaciones,
no se enferman... ¡Perfecto! Alejó la idea por demasiado fantasiosa
y no tardó en recaer en su honda melancolía. En realidad no le importaba;
aunque fuese como lo había imaginado, no le importaba.
Sin embargo, cuando el mendigo pasó al
otro vagón, lo siguió con la vista. Había una coincidencia, por
lo menos intrigante. El último vagón a recorrer se ajustaba a la
perfección con la llegada a la terminal. Ocho vagones, dieciséis
estaciones. Matemáticamente exacto; una concesión dramática a la
simetría, que en la realidad, por lo general, se empeña en escurrir
el bulto.
Al descender, prolongó la investigación
ubicándose a veinte pasos del mendigo. El hombre (se resistía a
aceptar que su visión pudiera darse por verificada) permaneció junto
a la última puerta del último vagón. Esa, al invertir su marcha
la formación para recorrer el trayecto de la terminal a la cabecera,
se convertiría en la primera puerta del primer vagón. Las precisiones
matemáticas en el comportamiento del lisiado seguían dándose de
cabeza con la lógica. Si la impresión que trascendía de su aspecto
y comportamiento llevaban a suponer que el hombre a duras penas
podía valerse por si mismo, la forma en que tenía organizado su
trabajo demostraban lo contrario. Creyó vislumbrar, fugazmente,
un cambio en la actitud cuando los nuevos pasajeros fueron ocupando
los coches, pero le restó importancia. Fue en ese momento que decidió
seguir al mendigo hasta el fin del mundo, si resultaba necesario.
No tenía nada importante que hacer, nadie lo esperaba, y le vendría
bien, en todo caso, concentrarse en una empresa novelesca, aunque
fuera una ilusión, una soberana ridiculez.
Cuando la formación estuvo a punto de
partir, en el último segundo, el mendigo abordó el tren, lo que
provocó que él, distraído en sus especulaciones, tuviera que correr
para no perderlo. Sólo el espontáneo apoyo de uno que trabó las
puertas automáticas, le permitió llegar antes de que el tren se
pusiera en marcha.
Ya a bordo, sin posibilidades de ocupar
un asiento, se acurrucó para pasar inadvertido y observar con atención
el accionar del mendigo.
—A mí no me manda nadie; yo pido para
mí. Para mí, pido. Tuve un accidente; necesito que me ayuden. Una
moneda, por favor —las mismas palabras, la misma oscura oscilación
en «accidente». Con una envidiable precisión recorrió el vagón en
el mismo tiempo que el tren demoró en unir las primeras dos estaciones.
Mientras sentía crecer en su interior la excitación que generaba
ir detrás del esclarecimiento de un enigma, por minúsculo que éste
fuera, imaginó tres o cuatro desenlaces posibles, algunos de los
cuales entrañaban cierto riesgo para su integridad. ¿Estaría operando
bajo la influencia de un impulso suicida? Asimiló la idea, aunque
no por completo. Su herida interior era profunda, de las que no
cicatrizan así nomás. Pero estaba seguro de que su afán por conocer
se impondría a cualquier tendencia desafortunada.
Buscó una vez más al mendigo. No lo vio,
por cierto. Debía estar en el tercer vagón y si el modo de actuar
era el previsto, no tenía porqué inquietarse; no lo iba a perder.
En ese punto lo asaltó una nueva duda. Si la teoría del artefacto
era correcta, el mendigo no descendería nunca del tren, o por lo
menos no saldría nunca de las estaciones cabeceras, manteniéndose
en una suerte de circuito cerrado. Seguramente entraría en contacto
con el encargado de recoger la recaudación, pero él no lograría
obtener un sólo dato más. Eran sus propias limitaciones, comer,
dormir, satisfacer necesidades fisiológicas, las que terminarían
por hacerle perder la pista del lisiado. No tenía sentido. Estaba
persiguiendo un fantasma. Sería mejor abandonar en este punto, antes
de que la obsesión encadenara su voluntad.
No obstante, se permitió un último lance.
Si lograba obviar la pesquisa, habida cuenta de que ya sabía que
no lo conduciría a ninguna parte, y descubría entre los otros pasajeros
alguno que hubiera notado el extraño comportamiento del mendigo,
quizá diera con una respuesta satisfactoria sin más trámite. Lo
animó hasta tal punto esa posibilidad que se atrevió a abordar al
que tenía más cerca.
Discúlpeme —le dijo a un joven de ensortijado
cabello rojo que había pasado todo el viaje buscando una posición
adecuada para su gran mochila—: ¿Observó al mendigo que pasó hace
un rato, el afásico, gordo, que repetía un discurso entrecortado?
El muchacho lo miró extrañado, pero no
pareció molesto por la intrusión: —Lo veo todos los días que viajo;
ya no le presto atención. ¿Qué hizo?
—Hacer no hizo nada especial. Es difícil
de explicar. Seguramente vas a pensar que estoy loco o que persigo
alguna cosa rara.
El joven se encogió de hombros.
—Debo haber escuchado cosas peores, con
seguridad.
—Lo único que tengo es una sensación,
un relámpago. Vi algo muy extraño cuando pasó junto a mí, hace un
rato; lo vengo persiguiendo desde entonces.
—Entonces lo dejó ir, porque anda como
tres vagones atrás.
—No importa. Sé donde está en este momento.
No es eso. Maniobra con regularidad, como si fuera una máquina.
—¿Un robot mendigo? —el muchacho había
captado la idea de inmediato—. Suena absurdo.
—Sí, ¿no? —el tren se había ido llenando
en cada estación y la atmósfera ya era irrespirable. Se preguntó
cómo haría el mendigo para cumplir con la pauta: un coche por tramo—.
Según mi cálculo —prosiguió—, en la octava estación habrá llegado
al último vagón, lo que lo obligará a tomar un tren descendente
o el próximo en la misma dirección que éste.
—¿Está seguro de lo que dice? Mire, yo
a usted no lo conozco. Puede ser un lunático al que le dio por ese
lado. Y a mí el mendigo no me hizo nada. ¿Tengo que elegir a uno
de los dos?
—Es cierto, te pido disculpas.
No, está todo bien —el joven pareció advertir que había actuado
groseramente y trató de reparar su conducta. Tendió la mano y se
presentó—. Me llamo Julián; hago este camino todos los días —sonrió—,
estudio en el centro, Sociales.
—¡Qué bien! Yo soy Esteban Gandolfo. Como
ves, pierdo el tiempo con estas tonterías.
—¿Se propone seguirlo? —hizo un ademán
ambiguo, en la dirección probable en que podría hallarse el lisiado
en ese momento. En la pregunta estaba implícita otra.
—No tengo nada mejor que hacer. Enviudé,
hace dos meses. Al llegar a casa me siento en una silla y me quedo
horas mirando el vacío. A veces me acuerdo y enciendo la televisión;
entonces me quedo horas mirando la televisión como si fuese el vacío.
Esto, por lo menos, aunque sea más loco, luce más interesante, ¿no
te parece?
—Lo siento —dijo el joven, incómodo, poco
habituado a expresar una condolencia.
—No hay problema. Me disculpo otra vez
por haberte metido en esto.
El muchacho se acomodó la mochila y se
dispuso a remontar la marea humana que cubría todo el volumen del
coche. Pero no logró dar ni siquiera cinco pasos.
—Va a ser difícil. Él lo tiene bien ensayado.
—Creo que mejor será que lo interceptemos
en la octava estación, afuera del tren.
—Mejor. Cuente conmigo —por lo visto Julián
había decidido confiar en el instinto de su reclutador. ¿Qué lo
habría seducido de la propuesta? ¿Había detectado algo interesante
o era uno de esos comedidos que se prende en todas? Esteban se sintió
invadido por una serie de emociones turbulentas. Considerando que
el mendigo debía hallarse a cinco vagones de distancia, contaban
con el plazo justo para pensar una estrategia. Dos estaciones. Una
y media, en realidad.
Por eso los descolocó ver al mendigo de
regreso, avanzando dificultosamente, fuera de tiempo y distancia,
recitando su cantinela monótona.
—A mí no me manda nadie; yo pido para
mí. Para mí, pido. Tuve un accidente; necesito que me ayuden. Una
moneda, por favor.
—Hablaba de éste, ¿no? —dijo Julián.
—Hablaba de éste —concedió Esteban—. Pero
algo no encaja. No debería estar de vuelta. Registré una forma de
actuar, invariable, o eso creí; esto no obedece al patrón.
—Está volviendo antes de la octava estación.
¿Se habrá dado cuenta? Usted dijo que recorría el tren en una dirección
y en la octava cambiaba a otro.
—Era una hipótesis. Parece que ha sido
refutada.
El mendigo estaba muy cerca, arrastrando
la pierna, el brazo colgando, fláccido, el mismo discurso, con su
desliz en «accidente».
—Si no hay rutina, no hay misterio —dijo
el muchacho—. Sólo un pobre lisiado que trata de ganar unas monedas.
—¡Un momento! El brazo.
—¿Qué tiene?
—Es el otro.
Inesperadamente, una mujer de tez oscura,
largas pestañas y expresión cansada pareció interesada en la conversación,
y sin que nadie le diera pie, decidió intervenir.
—Yo lo noté —dijo—. Cuando pasó a la ida
el brazo y la pierna estropeadas eran las del lado izquierdo, y
ahora arrastra el derecho.
—¡Exacto! —sin profundizar demasiado,
Esteban había sacado un par de conclusiones preliminares: los mendigos
eran dos, idénticos o casi y recorrían el tren en sentido inverso;
el mendigo era uno sólo, pero el patrón no era un coche por estación,
sino que se adecuaba a las decisiones de un operador que lo manejaba
por control remoto. Eso explicaba el cambio del brazo y la pierna
tullidos. ¿Disparatado? No tenía, de momento, nada mejor. Julián
y la mujer parecían haber sintonizado e intercambiaban opiniones,
especulando sobre el fenómeno del mendigo.
—Yo me atrevo a ir más lejos —estaba diciendo
ella—. Creo que no es un ser humano.
—¿Pensó eso, en serio? —dijo Esteban—.
¡No me diga!
—Es muy loco, ¿no?
—Para nada; yo percibí o creí percibir
algo similar.
—Silencio —dijo Julián—. Ahí viene. Encarémoslo.
¿Qué podría pasar?
—Eso. Saquémoslo de la rutina —sin vacilar,
Esteban sacó un billete, no monedas, del bolsillo interior del saco
y lo puso delante de la nariz del mendigo. Éste levantó la mano
izquierda para recoger del dinero, a la vez que recitaba el agradecimiento
de rigor.
—Que Dios lo bendiga... —pero el billete
había desaparecido, escamoteado por un simple movimiento de la muñeca.
No hubo desconcierto en la expresión del mendigo, aunque sí un extraño
y agudo silbido, como si una válvula hubiera liberado aire a presión.
—Una respuesta y el dinero es suyo.
—¿Qué le hace? —dijo una mujer mayor,
de cabello cano—. No sea desalmado. Entregue el dinero y déjelo
en paz. No lo provoque. ¡Es un pobre lisiado!
—A mí no me manda nadie; yo pido para
mí —dijo el mendigo.
—¡Miente! Es una máquina de pedir.
—Para mí, pido. Tuve un accidente.
—¡Nunca vi algo así! —volvió a protestar
la mujer mayor, furiosa—. ¡No lo haga sufrir! Hay que ser una buena
porquería para...
—Pide para una entidad ajena a nosotros,
por motivos que no conocemos. ¡No es un ser humano!
—¿Qué dice? ¿De qué habla? —un hombre
vestido con el uniforme verde y amarillo de una empresa recolectora
de residuos avanzó sobre Esteban con el propósito de golpearlo.
Sin proponérselo, la multitud impidió que lo alcanzara. Así y todo,
algunas personas empezaron a tomar partido por el lisiado, quien,
para cualquiera que observara la escena, era la víctima de un sádico,
de un demente o algo peor. Hasta la mujer de pestañas largas y Julián
empezaron a mirarlo con desconfianza, preguntándose si no habían
quedado del lado de los malos de la película. ¿Estaría trastornado
de antes o el proceso se había iniciado en ese mismo momento?
—¡Déjelo! ¿No se da cuenta de que ya tiene
bastante con su cruz? —intercedió una mujer que estaba embarazada—.
Usted no sabe lo que es el respeto —una fértil ola de protestas
se alzó a coro, fundiéndose con los sonidos propios del tren que
seguía su marcha, ajeno al conflicto desatado en su interior.
—Necesito que me ayuden. Una moneda, por
favor.
—¡Qué alguien llame al guardia! —gritó
un hombre alto y obeso de cráneo afeitado y poblado bigote negro—.
¡Seguridad! ¡Seguridad!
—Esperen —dijo Esteban, acorralado contra
una de las puertas automáticas; sus posibilidades de ser despedido
hacia el andén en el caso de que el tren se detuviera eran enormes:
la presión de la gente iba en aumento y él, con las manos en alto,
no lograba convencer a nadie; más bien todo lo contrario—. No trato
de hacerle daño al lisiado. Sólo escuchen: ocurre algo muy raro
con este hombre. Lo único que me interesa es averiguar. Ellos también
lo notaron —agregó señalando a Julián y a la mujer de tez oscura.
—Necesito que me ayuden. Una moneda, por
favor.
—Yo no —se defendió el muchacho—. Únicamente
lo seguí, por curiosidad —la mujer permaneció en silencio; había
agotado sus argumentos y el cansancio volvía a tomar posesión de
su voluntad.
—A mí no me manda nadie —insistía, obstinado,
el mendigo. El tren se había detenido en una estación, pero las
puertas no se abrían. La detención se prolongaba más de la cuenta,
por lo que no era descabellado suponer que la noticia del tumulto
había llegado a oídos del personal de seguridad; estos se estarían
organizando para tomar cartas en el asunto. El tiempo se agotaba
y a Esteban no se le ocurría nada efectivo. Por fortuna, la agresividad
de la gente, en tensa espera, había decrecido, pero no existían
garantías de que la violencia no se desatara al menor estímulo.
—¡En el primer vagón! —oyó Esteban que
gritaban—. ¡Hay uno que lastimó al Pingüino!
¡El Pingüino! ¿Así lo llamaban? La retorcida
hilaridad que le produjo a Esteban la idea se desvaneció al reparar
en que lo estaban acusando de un abuso no cometido. La gente se
había apartado de él y lo miraba con asco, con aprensión, con resentimiento.
Era todo lo que necesitaba. Le arrebató la mochila a Julián y tomándola
con las dos manos de las correas, la descargó contra la cabeza del
mendigo en el mismo momento en que éste repetía por enésima vez
su letanía:
—Tuve un accidente...
—¡Vas a tener otro! —aulló Esteban.
La mochila hizo impacto y la cabeza salió
volando como un meteoro, rozando a su paso todas las agarraderas
de una fila, que tintinearon musicalmente. El cuerpo del mendigo
empezó a girar sin control y una lluvia de placas, componentes,
capacitores, resistencias y vaya uno a saber qué más, se derramó
sobre los pasajeros del tren. Tornillos y arandelas rodaron por
el piso del vagón, formando un riacho absurdo.
—Una moneda, por favor —seguía rogando
el cuerpo decapitado. Esteban dedujo que el reproductor estaba en
algún punto próximo a la axila. Pero esa deducción pasó a segundo
plano cuando advirtió que casi todos los pasajeros se abalanzaban
sobre los componentes sueltos del mendigo y otros, más osados todavía,
lo desmembraban para apoderarse de los brazos y las piernas. En
la otra punta del vagón, el recolector de residuos vestido de verde
y amarillo, exhibía triunfal la cabeza, imponiendo la superioridad
de su físico sobre los que trataban de arrebatársela. Cuando estuvo
seguro de que todos reconocían su derecho, desenroscó la cabeza
propia y procedió a sustituirla por la del mendigo.
—¡Es de última generación! —exclamó, eufórico.
Un aplauso cerrado coronó la conquista. La mayoría de los pasajeros
se desentendieron de Esteban, a quien minutos antes habían estado
a punto de linchar, y se dedicaron a comparar y ponderar las piezas
obtenidas en el desmantelamiento. Del mendigo sólo quedaba el núcleo
del tronco con la unidad de sonido, que por alguna extraña razón
nadie había reclamado. Esteban se agachó y pudo escuchar, aunque
el volumen ya era muy bajo, el invariable alegato, casi inaudible.
— ...Yo pido para mí. Para mí...
Las puertas se abrieron por fin, y la
multitud se derramó por el andén.
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