Elegía
Javier Warleta
Alcina
Do mayor. El pulgar
pulsa la quinta y comienza el baile. La menor. Una pareja se levanta
y se dirige al centro de la pista. Los miro sin verlos. Me duelen
las manos, sobre todo la izquierda, la artritis le pone fuego a
cada cambio de acorde. Sol mayor. Un sólo rasgueo y un respiro.
Ahora viene un arpegio en Fa mayor, la nota más cruel, con el índice
en cejilla. Por más que aprieto no piso bien las cuerdas, y el ruido
sordo del bordón pone nerviosa a la cantante, que gira la cabeza
hacia mí con gesto de súplica. Ojalá se enfadara, podría decirle
que no es culpa mía, que son estos malditos huesos y tendones.
Sigo con la vista al infinito, las gafas
empañadas, sintiéndome todo manos, todo manos y nariz húmeda de
sudor de gafas que resbalan y yo sin manos que las sujeten, aferradas
a su guitarra y a su artritis. Echo la cabeza hacia atrás y arrugo
la nariz, pero las gafas no suben. Cambio a Do mayor. Por encima
de las lentes veo a la gente sentada en la barra, al fondo del local.
Fijo en ellos la mirada, buscando escapar por un instante del dolor,
de la música hecha piel, carne y huesos torcidos. Entre el público,
una joven con la cara pintada de blanco hace de mimo con desgana.
Casi nadie la mira. A mí tampoco. Re séptima.
Desde detrás de la columna se asoma un
rostro femenino vagamente familiar. Su mirada se posa por turno
en cada uno de los músicos. Se detiene en mí. Segunda estrofa, Do
mayor. La miro y veo el rostro de Elena, más joven, como en las
fotos de antes de que yo la conociera. Y vuelvo atrás en el tiempo,
¿cuánto tiempo?, ¿veinte años tal vez, tantos? La menor. Veinte
años sin verla, y serían seis que se fue del todo, sin despedirse
siquiera, y me dejó aquí con mi carga de abrazos pendientes, ya
sin futuro, perdidos, y qué se hace uno con ellos, y con los besos
que nunca le di, qué hago ahora con ellos. Sol mayor, un solo rasgueo.
Arquea las cejas y sus ojos se vuelven tristes, tristes al mirarme,
y mis dedos intentan estirarse desde lejos, sin soltar el mástil
de la guitarra, ella sin apartar la vista de mí, apenada de mi,
y mis dedos estirándose para que ella pueda tocarlos, volverlos
veinte años atrás, liberarlos. Pero desvía la mirada hacia su acompañante
y mis dedos se tuercen y ya no es Elena, ya no es nadie. Arpegio
en Fa mayor.
Para evitar el reproche aprieto fuerte
el índice plano contra las cuerdas. Aliviado, escucho el sonido
limpio del bordón, la cantante no se gira esta vez. Y después, oigo,
o siento, un chasquido. Miro mi mano, con más curiosidad que miedo,
esperándola quebrada, pero se mantiene firme. El chasquido sonó
dentro, no fuera, como de grieta en el alma. La música se aleja,
ahora en Do mayor.
Estoy flotando. Mis dedos se deslizan
ágiles por el mástil, acariciando las cuerdas. Deben estar tocando
una música hermosa, pero apenas puedo oírla. Improviso unas notas
antes de pasar a Re séptima. El contrabajista me mira sonriente
y asiente con la cabeza. No puedo oír nada, la música suena en la
habitación de al lado y alguien ha cerrado la puerta. Miro mis manos,
y sin dolor no las reconozco, ¿quién está tocando esta guitarra,
quién mueve los dedos para colocar el Do mayor en el momento preciso,
en el momento de comenzar la última estrofa?
Tengo miedo. Me siento solo en esta sala,
donde no puedo oír la música que toco, donde ni mi propio cuerpo
me extraña, y el alma se me encoge bajo el peso del tiempo malgastado.
Alguien cambia a La menor. Te busco entre la gente, pero no te encuentro,
¿dónde estás, Elena, dónde? Ahora veo a tu pareja, habla contigo,
pero a ti te oculta la columna, déjame verte, por favor, sólo
una vez más, antes de que termine esta canción que se me antoja
elegía, y ya llega Sol mayor y tú sigues
oculta, y él sigue hablando, interminable, nunca calla, nunca, y
ahora te mira y ríe, y tu risa estalla detrás de la columna, y cabalga
sobre la música, galopa entre las voces de la gente y el arpegio
en Fa mayor, que ya ni duele, y tu pelo asoma tras la columna, y
después tu cara, los ojos cerrados por la risa, y cambio a Do mayor,
y la canción se consume y tú sigues riendo, y tus ojos cerrados
no me miran, ya nunca me miran y no llego a cambiar a Re séptima.
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jwarleta[at]yahoo.es
Ilustración relato:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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