Un
episodio con
nocturnidad y sin alevosía
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Fernando
L. Pérez Poza
Me desperté a punto de
alcanzar el orgasmo. Ella gemía de satisfacción, todavía
envuelta en la nebulosa del sueño. El vaivén era continuo. Casi
de olas y espuma. La habitación permanecía completamente a oscuras,
como si las paredes trataran de cerrar los ojos y no ver lo que
allí estaba sucediendo. Hacía semanas, meses quizá, que no disfrutaba
tanto. Sus piernas se enredaban en las mías, gateaban por ellas.
Mi esqueleto se desarmaba sumergido en el volcán de su pubis.
El alma se retorcía de éxtasis. Aquello sabía fantástico.
Sentía su piel más suave que nunca y
quizá, por la posición, una variante del misionero, los pechos
se me antojaron más puntiagudos, de pera limonera bien madura
a punto de caer del árbol. Los acaricié, con toda la ternura del
mundo volcada en los dedos. Ella se removió como si fuera una
culebra en plena ejecución en la silla eléctrica. En la casa de
la vecina el reloj marcó las doce campanadas. Una... Dos.... Cuatro...
Hmmmmm... Fantástico... Nueve... Ehhh... doce... Hmmmm... El gong
cesó, pero yo seguí contando... Trece... Hmmm... Catorce... Esa
noche sonaba muy cerca, como si la estupenda vecina de la letra
A hubiera dejado la ventana del patio interior abierta. En plena
faena me vino a la mente su silueta. ¡Qué buena estaba! Me preocupó
que nos pudiera oír en pleno cambalache. Yo era tan cortado que
al día siguiente me ruborizaría al encontrarme con ella en el
portal o en la escalera.
Por un momento pensé que había regresado
a la época de recién casado, cuando los asaltos nocturnos se sucedían
sin tasa ni tregua y te despertabas varias veces en la misma noche
a punto de catar un trozo de eternidad. La textura del camisón
me resultaba especial. Era nuevo y un poco más corto de lo habitual,
una especie de salto de cama. Facilitaba mucho la operación. Noté
su humedad de sirena ardiente resbalando por mis muslos. Al abarcar
su cintura con mis brazos, me di cuenta de que había adelgazado
un poco. Los michelines escaseaban por no decir que habían desaparecido.
¿Tanto tiempo hacía que no nos embarcábamos en una aventura de
aquellas? ¡Con lo rico que estaba! Eso me estimuló.
Olía mejor que nunca. A ramo de violeta
celestial. Todo su cuerpo exhalaba ese aroma. Me envolvía. Un
nuevo perfume. Hmmmm... Fantástico. Esta noche ya no se borraría
nunca de mi memoria. Se escuchaba el rumor del mar al derramarse
en la playa... Glorioso... Ahhhhhhhh... Parecía más cerca, como
si viviéramos en la parte norte del edificio, que daba directamente
al océano. Cuando compramos el piso no había disponible ninguno
de los que orientaban sus ventanas a la fachada y nos conformamos
con este, que daba a la parte trasera. Ella gemía una y otra vez
y volvía a gemir, sumergida en una especie de carnaval multiorgásmico.
Qué diferente resultaba todo. Eso me elevó, me proyectó hacia
el infinito y convirtió mi interior en un jardín pirotécnico.
Entonces, en plena celebración de la cumbre, cuando en una soberbia
traca final rompíamos al unísono, noté que ella se despertaba
y estallaba en un atronador grito de placer mezclado con angustia:
—¡Socorroooooooooooooo! ¡Socorrooooooooooo!
¡Socorroooooooooo...
que me violan!
La bajada fue espeluznante. Me quedé frío. Aquella no era la voz
de mi mujer. La solté inmediatamente. Alargué el brazo para encender
la luz, pero no encontré el interruptor. ¿Dónde demonios se habría
metido la lámpara? Sentí un flash y la estancia se iluminó. Allí
estaba, frente a mí, chillando como una loca o posesa y una mueca
en el rostro en la que se entremezclaban a rabiar la incredulidad,
la sorpresa, el miedo y el placer. Era la vecina de la letra A.
Yo apenas acerté a balbucear:
—¡Perdón, me equivoqué de piso! —y agarré
el pijama y salí corriendo.
Al cabo de un rato, la policía llamó
a la puerta de mi casa y me llevó detenido, acusado de violación.
Padezco un tipo de epilepsia que a veces me produce un estado
crepuscular muy parecido al sonambulismo, durante cuyos episodios
pierdo la consciencia y el control de la voluntad. No sé si el
juez aceptará el certificado de mi psiquiatra en el que se avala
esta circunstancia. La verdad es que es muy difícil convencer
a nadie de que durante una de mis crisis salté desde mi dormitorio
al patio interior y desde allí a la cocina de la vecina y a su
cama. El resto de los hechos ya los conocen ustedes. Pero es la
verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Ahora estoy en
libertad bajo fianza y todos los vecinos me miran con desconfianza.
Hasta el vecino del cuarto D, que está soltero, ha cambiado la
cerradura por temor a llevarse una sorpresa. Y mi mujer, cuando
trato de explicarme, me dice:
—¿A ver? Si te equivocaste de piso...
¿A cuál ibas? ¿Con qué otra vecina andas enrollado? Y quiere separarse
de mí. ¿Qué puedo hacer?
De
FERNANDO L. PÉREZ POZA,
escritor pontevedrés, puedes leer
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Web del autor:
http://www.eltallerdelpoeta.com/
- ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
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M. Martínez ©
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