Alejandra
o
el jardín con flores
Nadia
Contreras
Conocí a mi hermana hasta
hace un par de años y fue porque alguien, para hacerme
sufrir los estragos de la incertidumbre, me dijo dónde podía encontrarla,
pero sin más señas, sin más nada. Jorge, para entonces mi tercer
novio, fue quien se encargó del papeleo y de contactarme incluso
con quien sí conoció a Laura.
Viajamos en autobús las 74 horas siguientes,
pero esto a petición mía, porque los caminos largos en autobús
me permiten escribir más de treinta páginas por hora, algo así,
como el paisaje visto por un tercer ojo.
Llegamos cuando la noche comenzaba su
partida y aquel lugar, olvidado por la misericordia de dios, abría
sus puertas. Y efectivamente. Laura vivió aquí, pero sólo encontré
algunas de sus pertenencias, sus dibujos, mi nombre escrito en
sus diarios. Sí, tengo sus diarios y la historia esa que narra
la vida de una niña oculta siempre del sol, del vuelo de las aves.
Quien ya no está, es Jorge. Se fue cuando
le dije que el amor comenzaba a hacerme daño; que el amor era
como un castigo, una gota de agua clavada a mi cuerpo, en mis
piernas. Pero tenía razón. Tú y yo Laura, estamos condenadas a
vagar siempre, sin alma, sin aliento; y lo digo, mientras cruzas
el umbral sólo para llorar la herida del cuerpo; la gran herida
por donde sangramos, por donde arrojamos hijos al vacío, por donde
la vida se nos escapa como un soplo entre los dedos.
Ahora me miras, me sigues como Alejandra,
palmo a palmo de la añoranza y del pequeño odio hacia una madre
que tampoco conocimos. Pero tú como Alejandra quieres salir, pasear
por La Alameda, ir al cine como aquella vez en que yo salí atacada
de la risa porque el asesino, el más peligroso asesino de Los
Ángeles, no pudo morirse después de una treintena de balas estallando
dentro de su cuerpo.
Y ¡quién no puede morirse así, por dios!
—dije— cuando había concluido que eran mejores las películas de
Mario Almada y Sergio Goyri. Y nos reímos, nos sentimos bien por
un momento. La noche fue una fiesta o un sueño, quizá, pero muy
fuerte.
Siempre existió un amor tan unido a
nuestras voces. Nos gustaba cantar, esperar el aplauso de la gente,
el temblor. Dos días después, el 14 para ser precisos, yo soñé
que era tu mujer y algo más grande te ofrecían mis manos. Pero
quién puede creer en un amor hecho de mentiras.
Yo merecía más, tú un poco menos.
Comenzaron los gritos, la tormenta que
duró ocho años y nos dejó solos, medios vacíos. Dijiste «dame
de comer» pero ya me había ido, quizá.
Tú enfermaste al poco tiempo o eso creí
entender a través de la distancia. Te dolían las piernas, el corazón
extirpado a mitad del desconcierto. Sentada junto a ti, bajo la
sombra azul de tus párpados, hablé de vivir un poco, de reanimar
el cauce de la sangre; de arrebatarse al destino.
Mas el instinto como la vida es vértigo
y a esa tormenta gris le puse alas; y a mis sueños, pájaros venidos
de muy lejos.
Si hubieras visto mis vuelos.
Si hubieras visto el paisaje, los caminos
que conocí leguas adentro.
Ahora sabes que todo es mentira, que
invento una historia falsa entre nosotros, no así la palabra «fin»
concluyente e irreversible.
Para entonces tú habías muerto y yo
abrazado el árbol de la indiferencia porque también los recuerdos
se hacen roca, la nostalgia; porque también hay que olvidarnos
del silencio: ese que queda como un laberinto debajo de la piel
y se oye sólo el eco, la memoria de aquella otra vida.
Tomás llegó para romper la rutina de
la casa. Últimamente los libros nos apartan, nos aíslan. Es como
vivir cada quien una vida, una de otra, inalcanzable.
Él es de Texas. Nació allá, creció,
estudió, pero llegó a la ciudad porque simplemente le gustó el
nombre, su pronunciación, su aire a llovizna y pájaros blancos.
Y así como estamos vestidas, en andrajos como dijera mi madre,
decidimos por la libertad. Yo me tomo cinco ponches de granada
y Alejandra pierde el control con el tequila. Entiendo ahora por
qué los hombres se vienen a ver el fútbol aquí, mientras sus mujeres
se quedan en casa, lavando la ropa de los niños.
Como a los veinte minutos llegó Li,
el amigo chino de Alejandra, por quien ella suspira y aprende
a mover la cadera, así, como a él le gusta. Mira, el chino ya
encontró a su china —digo—. Tomás suelta la carcajada y yo también
ante el rostro desfigurado de Alejandra, su llanto; luego la melancolía.
De regreso Tomás nos muestra los encantos
nocturnos de la ciudad, siempre distinta, cambiante al igual que
la memoria. La ciudad es mi cuerpo, dice Alejandra, cuando se
ha soltado el cabello y subido un poco más la falda. Tomás, sin
embargo, luce cansado y yo también. Me duelen los pies, la cabeza.
Alejandra por su parte quiere más de la noche, más de esta noche
que se abre largamente infinita y desgarradora.
¿Recuerdas la casa: el jardín sin flores,
las paredes, los cuartos vacíos? Así vivía yo, entonces, y la
vida era gris como mis sueños.
La infancia también es gris o quizá
un mar pero gris. Escucha las olas, la añoranza inútil de siempre
llegar más lejos. Y mira cómo tiemblo, como sudan mis manos. Por
fuera, soy la piel que te gusta; tú el cuerpo, la raíz del árbol
que me sostiene.
Qué angustia, qué dolorosa mi estancia
en este mundo. Pero tú me entiendes, te compadeces y lloras conmigo.
Mi madre nunca lo hizo. Nunca entendió lo que es vivir sintiendo
el vértigo, la caída.
Yo le contaba todas mis cosas, le hablaba
del miedo a los espejos, el terror. Sin embargo, la comprensión
fue nula, no así el día en que me ordenó el cuidado de la casa,
las plantas, el jardín. «Esto curará tus males», dijo, y ya nunca
la vi. Mi padre, también, se fue con ella.
Al año siguiente comenzó la búsqueda.
Un amigo, investigador de profesión,
prometió encontrarlos. No obstante, todo ha sido en vano. Laura
y yo, somos la única prueba de que existieron. Nadie dijo nada,
ni siquiera una nota en el periódico, en la radio; sólo la mirada,
esa mirada que nos sentencia a la soledad por el resto de nuestras
vidas.
Tú llegaste después y yo dejé de tocar
puertas, buscándolos, mostrando una a una las fotografías de la
última vez. Pero ¿existe acaso la última vez? Yo suelo pensar
que no, que sólo es una frase tonta como son a veces, los recuerdos.
Aquí está la casa, la misma puerta azul
hacia el jardín, los mismos muebles, la misma cama en que duermes,
pero iluminada. Cuánto ha cambiado, cuánto he cambiado. No cabe
duda que existe la posibilidad de una mujer con otros ojos, otros
labios. Un nuevo nombre, incluso.
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NADIA CONTRERAS
(Quesería, Colima, México, 1976). Egresada de la Facultad de Letras
y Comunicación y de la maestría en Ciencias Sociales por la Universidad
de Colima. Es autora de los poemarios Retratos de mujeres
(Secretaría de Cultura de Colima, 1999); Mar de cañaverales
(La luciérnaga editores, 2000); Figuraciones, eBook (Crunch!
Editores, 2003); Agua inicial (El cálamo, 2003); Lo
que queda de mí y Primeras líneas sobre Olga Lucía (Fondo
Editorial Tierra Adentro, 2003) y En la cicatriz de la luz
(Letras Vivas, 2004). Poemas suyos aparecen en las antologías
Selección de poesía mexicana contemporánea, Español-Portugues
(Bianchi Editores/Ediciones Pilar, 2002) y Árbol de variada
luz, antología de poesía mexicana actual 1992-2002, estudio,
selección y notas de Rogelio Guedea (Universidad de Colima, 2003).
Recibió Mención Honorífica en el Premio Nacional de Poesía Joven
Elías Nandino 2001, y es Premio Estatal de la Juventud Colima,
2002, así como Premio a proyectos culturales en la categoría de
poesía, 2003, otorgado por el Instituto Mexicano de la Juventud.
Tiene inédito el libro de ensayos La otra forma de amar en
la poesía de Alejandra Pizarnik. Actualmente es catedrática
de tiempo completo en la Universidad Autónoma de La Laguna, Torreón,
Coahuila.
WEB DE LA AUTORA:
http://nadiacontreras.blogspot.com/
NOTA:
¿Cuándo escribimos una novela, hacemos relatos también? Este relato
forma
parte de una novela, visita el
blog de la autora para
conocerla. Sobre Alejandra Pizarnik:
Lee el artículo La
cazadora quebrada, de Jaro Godoy, en éstas mismas páginas
de Margen Cero...
- ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez ©
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