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La fábula de la lechuga y
la gallina

Marco A. Granado

Érase una vez una lechuga que reposaba y crecía, atenta a los gusanos y escarabajos, pero relajada al fin (N. del T.: ¿a que nadie ha oído nunca decir algo así como: tensa como una lechuga? Esa debería ser prueba suficiente de que las lechugas viven de manera plácida y sosegada, ya que de otro modo la sabiduría popular hubiera sin duda establecido expresiones al uso), cuando, como decía, una gallina pasó por sus alrededores.

La lechuga, que no estaba abonada a Digital +, dado que en su huerto no había toma de corriente ni de antena (y a que el labrador sistemáticamente desoía sus peticiones en ese sentido, musitando como única respuesta algo parecido a ya vendrá la recolección y entonces sus vais a enterar, jodíos vegetales, que la lechuga no acababa de entender del todo). La lechuga decíamos, un tanto aburrida, fijó todas sus hojas en el organismo automóvil (hay que ponerse en la piel de una lechuga para entender que una lechuga valora la movilidad por encima de otras cualidades, como el tener plumas, comer gusanos, etc.); decíamos ayer, repito, que la lechuga se fijó en la gallina, que iba muy digna y con la cabeza alta por la huerta, y ya a bicho pasado lanzó un grito:

¡Eh, joven, atienda!

¿Es a mí? preguntó incrédula el ave.

Pues claro, respondió la verdura. Sin pretender molestar, le comento que se le está cayendo un huevo.

La gallina no pudo por menos de girar su cuello y comprobar que, efectivamente, algo blanco y redondeado asomaba entre su plumaje, amenazando con escacharrarse contra el suelo de culminar el proceso que aparentemente había iniciado.

¡Dios mío, es cierto! ¿Qué puedo hacer? No llegaré al gallinero...

Puede quedarse aquí conmigo, hasta que salga del todo. Nos haremos compañía mutuamente. Y cuando por fin asome, puede llevarle con más tranquilidad al gallinero.

—Uy no, imposible. Los huevos hay que llevarlos puestos, hija. Como son tan redondos, se te caen a la mínima. Y si los dejas por ahí para buscar ayuda, en seguida viene algún bicho y se los come. Es que añadió en tono confidencial esta granja no es nada segura, pese a lo que diga el granjero.

Que razón tienes. Pues no sé que decirte, hija. Oye, sabes que puedes quedarte aquí el tiempo que quieras. Por mí encantada.

¡Qué dilema! En fin, me tomaré un instante para meditarlo. Por cierto, ¿sabías que....?

Cuentan que gallina y lechuga se hicieron íntimas, olvidando con el paso del tiempo la razón original de su encuentro, y compartiendo sus anhelos, secretos y sentimientos con una confianza e intensidad que sirvió de referencia a todos los vegetales y animales del contorno, muchos de los cuales habían calificado en un principio como antinatural su relación. Pero con el paso del tiempo nadie se atrevió a levantar la voz en ese sentido, pues era automáticamente acallado por las miradas de reprobación de plantas y acémilas.

El granjero, aunque mosqueado por el hecho de que la gallina no se moviera de la huerta, permaneciendo continuamente al lado de esa lechuga, lo tomó como un mensaje divino (en el sentido de muy bonito, no como procedente de una deidad), y no se atrevió a alterar la extraña estampa. A esto contribuyó sin duda el hecho de que la gallina en cuestión no pusiera huevos desde los tiempos de Maricastaña, y que un reputado alergólogo hubiera descubierto por fin la causa de los pruritos y eczemas que le atormentaban desde su más tierna infancia: una intensa alergia a las lechugas.

Mucho más adelante, cuando la gallina murió de vieja (¿a qué no sabíais que las lechugas son mucho más longevas que las gallinas? Pues a la cama no te irás sin saber una cosa más), el granjero procedió a levantar su cadáver. Bajo el cuerpo de la gallina encontró los restos de la cáscara de huevo que se había caído de la basura la noche anterior al inicio de la historia, como residuo orgánico de una tortilla de patatas con cebolla que se le había quemado un poco, y que inexplicablemente se había atorado entre sus plumas.

La lechuga sonrió con melancolía, pensando en lo mucho que ambas amigas se hubieran reído comentando lo accidental de su amistad. Eso ya no importaba. Como dijo Fritz Perls:

Yo soy yo y tú eres tú.

Si los dos nos encontramos, es hermoso.




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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro Martínez ©





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