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La Coneja
Carlos J. Torres Linares


Hoy Lorea cumple treinta años. Esta idea la detiene frente al espejo más tiempo de lo acostumbrado. Los peores momentos han quedado atrás, pero su rostro es el mismo nada puede ser olvidado. Antes la invadía una mezcla de impotencia y desasosiego, hasta que entendió la culpabilidad de los otros en todo eso. Se convenció —a tiempo— que tenía mucho por dar y no valía la pena dejar de hacerlo por causa ajena. Claro, una cosa era dar y otra recibir, necesitaba ser muy fuerte para no dar paso al egoísmo y conformarse con lo poco que le iba tocando.

Su virginidad está intacta, y buscar la causa ya resulta de más. Lo que busca es otra cosa. Se mira y cae en la cuenta que no es fácil, al menos como ella lo quiere. Lo del apodo de La Coneja es cosa de gente mala del barrio, pero más allá Lorea es una persona entre miles, aunque única. No por su labio notablemente fisurado y corregido, sino por las cosas que siente. Quién como ella para estudiar el cuadro que ofrece cualquier sitio a la luz del sol luego de un chubasco. O bien detallar con la vista hasta el último rincón de cualquier edificio con fachada caprichosa.

Esos gustos pueden ser comunes a otras personas, pero Lorea no las conoce. También está lo otro, lo de presentir de forma inconsciente que va a encontrarse con alguien por casualidad, o lo de ver en sueños lugares que conocerá tiempo después. Cualidades místicas —se dice ella—, aunque no le sirven de mucho para la vida, al menos por el momento. De vez en cuando piensa en que podrá llegar a ser una buena médium, aunque para eso puede faltar aún.

Ahora le preocupan asuntos más terrenos. Perder la virginidad, por ejemplo. Hacerlo con alguien que la mire al rostro con naturalidad, que la bese sin importarle lo que muchos suelen ver como un defecto en su labio, y no es más que una parte de su boca que ostenta un costurón en diagonal. Ya no le importa si ese alguien deba quedarse luego de ejecutar. Sería mucho pedir a un hombre que fuera pez y pescado a la vez. Recuerda aquel tipo con que solía catear. Se descubría como uno de los que no abundan: inteligencia a la medida, culto sin escatimar esferas, y generosamente dispuesto a darlo todo por ella. O casi todo, a juzgar por su desaparición al ver la foto en primer plano que Lorea le envió decidida a correr el riesgo, ya que a fin de cuentas un día tendrían que verse. No le dolió mucho porque sabe cómo funcionan las cosas entre esta gente que se conoce por vías electrónicas, gente que se construye y se reconstruye a su antojo, gente que aparenta perfección y ausencia de conflictos, en fin, gente como ella que suele hacer estas cosas valiéndose de un teclado.

Lorea piensa entonces en la trascendencia. Vivir de forma un tanto insólita —en su opinión— debe tener una recompensa en los días finales, o mejor, un poco antes. Cree que su oportunidad en esa sucesión de espacios vitales puede llegar, aunque el trayecto resulte azaroso. De hecho, supone sucedió igual en una de sus vidas anteriores.

El sol se eleva y su resplandor llega al espejo que intenta servir a esta mujer que existe, quizás, una vez más. Palpa su rostro con las manos y comprueba que no se ha tratado de una pesadilla. Sonríe, se burla del espejo que no es capaz de decirle cuán bella puede no ser —en opinión de algunos— la mujer que cada amanecer osa proyectarse contra él. Da media vuelta decidida a enfrentarse al diario bregar por los escenarios que componen su existencia. El público le aguarda y ella dispone —como de costumbre— un renovado papel en espera del éxito.

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CARLOS J. TORRES LINARES es profesor de Historia del Arte de la Universidad de Oriente, en Cuba.
De este autor puedes leer también el relato Cruzar la calle con Ernesto.

ctorres[at]csh.uo.edu.cu

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©