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Un mensaje para
el emperador

Miguel Baquero


Un lluvioso atardecer de invierno del año 1857 un jinete llegó, a galope de su caballo, ante la puerta del palacio imperial de Hofburg, en Viena. Había partido de la ciudad de Orsova, junto al Danubio, en el punto más al sur de las fronteras del imperio; y sin dejar de cabalgar, tanto de día como de noche, en apenas tres jornadas había cubierto las más de ciento veinte leguas que separan aquella plaza fronteriza del soberbio y reluciente palacio.

Él hubiera querido detenerse unos instantes a la vista del edificio, antes de entrar, pero era tal la expectación con que el pueblo vienés contemplaba su llegada que no creyó conveniente detener el paso, y continuó a galope hasta la misma entrada del palacio. Abierta la puerta a toda presteza por los guardias, continuó, a través de los jardines y observado por mil ojos, su carrera hasta el patio, donde no había acabado de desembocar cuando ya tres mayordomos se abalanzaron sobre él y su montura, tomando a ésta de la brida y ayudando a aquél a descender.

El jinete buscó al mayordomo principal con la mirada, en el deseo de comunicarle cierto inconveniente previo, pero un tumulto de manos y de voces le empujaba imperiosamente hacia el interior de palacio; en un momento, se vio situado ante el primer peldaño de una majestuosa escalinata de piedra que conducía a los pisos superiores. Asomados a sus balaustradas, decenas y decenas de rostros observaban con formidable interés su ascenso.

Subió la escalera, dobló hacia la galería que le indicaban y, al fin, hallóse en un solitario corredor, sin más compañía que un viejo pomposamente vestido que le precedía candelabro en mano. Se llegó hasta él y le tocó en el hombro, pero era tanta la importancia del momento que el anciano no consideró apropiado hablar, ni siquiera oír lo que el otro tuviera que decirle. Cuando el jinete, ya, estaba decidido a rebasar al ujier, plantarse frente a él, zarandearle y del modo que sea hacerse oír, éste llegó de pronto ante la cámara del emperador, y en ella, sin mayor ceremonial que dos golpes en la puerta, introdujo de seguidas al jinete.

Hallábase su Alteza imperial don Francisco José reunido con todos sus mariscales en torno de una mesa amplísima, en la cual se hallaba desplegado un no menos amplío mapa de los dominios austríacos. Apenas entrar, y con un sonoro entrechocar de sus talones, se cuadró el jinete, extrajo del bolsillo interior de su casaca el pliego que le había sido confiado y se lo tendió, con remarcada solemnidad, la mirada siempre al frente, el pecho henchido, la barbilla alta, al intendente del Ejército Imperial, que fue quien al punto se adelantó a su encuentro.

Nadie de aquella reunión era ajeno al hecho de que en aquel papel, cuidadosamente enrollado, residía la suerte no ya sólo de Austria, sino del resto de las naciones europeas, pero en un soberano rasgo de aplomo el intendente no procedió a deshacer el lazo acto seguido, antes bien mantuvo en su mano el despacho con fingida indolencia y aprovechó para hacerle al jinete unas cuantas preguntas rutinarias sobre el estado de su regimiento.

Siempre en aquella posición marcial, pero con una voz que en ocasiones parecía trémula, respondía el mensajero a las preguntas intrascendentes, pero muy serias y graves, del oficial. Notaba clavada en él la mirada del Alto Mando del Ejército, tanto como la del propio emperador, y con el mayor disimulo posible en tal situación procuró inclinar un poco con su mano la empuñadura del sable que lucía al costado, intentando, de este modo, disimular la inminente catástrofe que, entre sudores fríos, notaba muy próxima. Justo en aquel momento el intendente, satisfecho de sus respuestas, le ordenó salir, y él no llegó a practicar como es de rigor el entrechocamiento de talones y el inclinar de cabeza hacia todos los ángulos de la sala; más bien quedó en un instintivo y desesperado juntar de rodillas, sacar de culo, y abalanzarse hacia la puerta de la sala, la cual abrió de un brusco golpe de picaporte, sin preocuparse por cerrarla.

Desde la sala de mando, los mariscales, algo extrañados, pudieron oír los sonoros zapatazos que, al correr a feroces zancadas por el pasillo de mármol, producía el mensajero, el bravo soldado que desde la ciudad de Orsova, junto al Danubio, a más de ciento veinte leguas, había venido cabalgando sin detenerse un momento, ni de día ni de noche, comiendo sobre la silla, saltando de un caballo a otro en las postas, sin siquiera echarse a un lado del camino, en cualquier bosque, para orinar, consciente en todo momento de la importancia de su misión y soñando con el modo en que sería recibido por el emperador.

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MIGUEL BAQUERO es escritor y
redactor jefe de la
Revista Literaturas.com

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©