relato Alejandro César Álvarez


Al otro lado del
teléfono

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Antonia de J. Corrales


Está llamando. Golpea la puerta con insistencia. Ha dejado de golpear al oír el tintineo de las llaves. No sabía qué hacer, por eso he descolgado el teléfono y he marcado. Necesito hablar, es lo único que quiero.

Está gritando, me llama. Golpea una y otra vez, con tanta persistencia que el ruido casi es rítmico. Los golpes se clavan en mi corazón, en mis oídos, en mi pensamiento.

Ha llegado antes, a las diez. ¡No! Serían las once. Lo cierto es que no miré el reloj, pero me pareció pronto, más pronto que otras veces, suele volver de madrugada.

Jorge está dormido. Cuando volvió ya lo estaba. Gracias a Dios no ha oído nada. Estoy segura que me habría pedido que abriese. Siempre lo hace. Siempre me lo pide. «Mamá abre, no dejes a papá fuera. Hazlo por mí. Verás como esta vez se porta bien», dice clavando sus ojillos redondos y vidriosos en mí, cogiendo con su mano diminuta y templada el extremo de mis dedos.

Y yo... acabo abriendo. Siempre lo hago. Llevo tanto tiempo haciéndolo que ya no recuerdo cuando empezó todo esto, cuando fue el primer día que eché la cadena, cuando cambié la cerradura. Tampoco recuerdo cuando me dio la primera paliza. La última sí la recuerdo, la recuerdo porque fue ayer. Tal vez me haya acostumbrado, eso es lo que dice Carmina, la asistente social. Quiere ayudarme, pero no puede. Carmina no puede ayudarme porque no sabe lo que siento. Los sentimientos son algo demasiado personal, nadie conoce los de nadie. Nadie puede entender cómo y de qué manera siente cada uno. Además, Carmina nunca sentirá lo que yo siento. Ella no deja que nadie le ponga la mano encima, es implícito a su carácter. Carmina tiene carácter, tiene orgullo. Es autosuficiente y, a demás lo cree, cree que lo es. Creerlo es importante, más que serlo. Yo siempre intenté ser autosuficiente, pero jamás lo creí. Soy débil, eso sí lo sé, lo he sabido y lo he creído. Siempre he tenido conciencia de mi debilidad. Ahora odio ser así, tan endeble de carácter, tan... ¡tan nada!. Antes no me importaba serlo, a él le gustaba, decía que le gustaban las mujeres sensibles, débiles. Él era un caballero, un auténtico caballero, como un galán de cine. Nadie se atrevía a faltarme, ni siquiera con la mirada. Era guapa, bastante guapa. «Mi Greta. Eres como la Garbo» me decía cuando el pescadero me lanzaba una mirada llena de morbosidad sensual y acercaba mi hombro con fuerza al suyo mientras se regodeaba frente al tendero de su posesión, y yo ignorante me contoneaba. Ya no me llama Greta. Hace tiempo que no me llama, que no pronuncia mi nombre, sólo grita. Tal vez sea porque he envejecido demasiado rápido. Tal vez el exceso de trabajo me haya estropeado el cutis y las tetadas los pechos, pero sea por lo que fuere, ya no soy como la Garbo, ya no. Al menos él no me trata como trataba a la Garbo, a su Garbo.

Lo cierto es que yo he sido pocas cosas y sólo me siento orgullosa de una: de ser madre, madre de tres varones a los que he ayudado a convertirse en hombres, hombres de verdad. Sé que lo son porque no se parecen a él.

Ella me dio su palabra, dijo que le encontrarían, que la policía le encontraría y que el Juez ordenaría su detención. A pesar de su insistencia no quise denunciarle. Aunque Carmina diga que debo hacerlo por mi bien y el de los míos, por el bien de Jorge, pienso que es una pérdida de tiempo porque hasta ahora no ha servido para nada. Hay demasiadas denuncias, demasiadas. «Sí no le denuncias volverá», eso me dijo malhumorada.

No lo hice y ahora está aquí, como dijo Carmina. Pensé que esta vez no volvería, pensé que estaba asustado, me había hecho demasiado daño. Casi me mata, pero olvidé que él nunca tuvo miedo a nada ni a nadie.

Vuelve a golpear, creo que los golpes son lo suficientemente fuertes como para que se oigan a través del teléfono. Quizá sólo me lo parezca a mí. Tal vez sea por el miedo que siento. Dicen que cuando se tiene miedo, todo parece ser más de lo que es. Ya no golpea con los puños ahora lo hace con los pies, da una patada, otra y otra. Creo que voy a volverme loca. Si llamo a la policía tendré que colgar y no quiero hacerlo. No quiero dejar de hablar, necesito hablar.

Dijo que me mataría. Lo dijo en presencia de los sanitarios. Todos enmudecieron. ¡No era para menos! Yo no contesté, no podía hablar, estaba adormecida, aletargada por los calmantes. Después, en el box del hospital, Carmina se enfadó conmigo, se enfadó porque yo dije que le quería, que a pesar de todo le quería. «Nunca te ha querido —dijo señalando mi pierna rota—, esto no es querer. ¿Cómo puedes pensar que te quiere? No entiendo como puedes pensarlo. Casi te mata. ¿Entiendes? ¡Mírate! ¿Quieres dejar a tu hijo huérfano? ¿Quieres eso? O tal vez quieras verte en una silla de ruedas. No sé qué más hacer. No sé qué más decir. ¿Qué debo hacer para que entiendas que debes abandonar tu casa? Nosotros te proporcionaremos un lugar seguro».

Pero yo no quiero irme de aquí. Aquí está mi vida, la vida de mi hijo. Ésta es mi casa.

Han dado las dos de la madrugada. Creo que está sentado en el descansillo. No me atrevía pero lo he intentado y he conseguido acercarme a la mirilla, debe de estar sentado porque no he podido verle. Sus nudillos siguen golpeando la madera. Los golpes son rítmicos, amenazadores, demasiado constantes, parecen la manifestación sonora de sus pensamientos, unos pensamientos que intuyo y me asustan. Tengo miedo, el jardín tiene acceso desde la calle, sólo tiene que saltar la verja. El cristal de una de las ventanas está roto. Lo rompí anoche, con la cabeza, cuando me empujó. Después de decirle que había pensado en el divorcio. Se enfureció aún más de lo que ya estaba y me empujó contra la ventana. Aún me duele la cabeza. Me dieron doce puntos. Lo de los puntos no es un problema, pero con la cabeza a medio afeitar tengo un aspecto deplorable, a él le gustaba mi pelo.

No sé qué número es el que he marcado. Levanté el auricular y cuando oí la voz del servicio de contestador esperé a que sonase el pitido y comencé a hablar. Mañana alguien que no conozco, alguien que no me conoce escuchará mis palabras. Tal vez se preocupe. Hace tiempo que nadie se preocupa por mí a excepción de Carmina. Todos necesitamos hablar, expresar lo que sentimos, necesitamos ser escuchados. Necesitamos decir la verdad, sin omisiones. Pero es demasiado difícil hacerlo con alguien que te conoce. Es mejor hablar con un extraño, da menos vergüenza mostrar tu mediocridad. Después puedes volver a tu basura sin que nadie sepa que estás llena de porquería, de miseria, que vives cubierta de mierda.

He intentado hablar con alguien. Hace días pensé hablar con una amiga. Es abogado, me dio vergüenza. No fui capaz, no podía decir que mi marido me pegaba. Él es un caballero, siempre lo ha sido y yo soy una señora, por eso guardé silencio, volví a callar. Lo hice por él y por mí. Lo hice por mis hijos.

No es lo mismo que la gente sepa lo que pasa a que tú se lo cuentes. No es lo mismo. Aquí todos lo saben pero se callan. Siempre ha sido así.

Los golpes suenan más bajos. Es como si estuviera arañando el suelo. No está bebido, nunca bebió. Es irónico, cuando le conocí esto fue lo que más me gustó de él; mi hombre no bebía, estaba a salvo del alcohol. En aquel entonces asociaba el alcohol con los malos tratos, pensaba que sólo los alcohólicos pegaban a sus mujeres, me equivoqué. Ahora estoy pagando mi error. Ya no tengo fuerzas para variar mi destino.

Estoy sola. Antes también estaba sola, pero no lo sabía, no tenía conciencia de mi soledad y eso me ayudaba. Cuando uno no es consciente, cuando no sabe, no sufre, al menos no con tanta fuerza, lo más importante es no sufrir.

Mis dos hijos, los mayores, tampoco saben la verdad, no he podido decírselo, creen que lo nuestro son simples desavenencias matrimoniales. Hace años que no viven aquí, con nosotros. Hace demasiado tiempo que se marcharon. Aún no conocen a su hermano, están lejos, demasiado lejos de España. Dijeron que éste verano pasarían las vacaciones en casa. Lo mismo dijeron el año pasado.

Él comenzó a pegarme cuando el pequeño nació. Jorge llegó en la edad tardía. Llegó cuando todo ya iba mal, cuando mi cuerpo comenzaba un deseado letargo. Cuando él no quería nada mío, menos aún un hijo.

Hubo un tiempo en que no me pegaba como lo hace ahora. Entonces sus golpes eran verbales. Sólo dejaban marcas en mi corazón. Era un dolor más soportable porque era más intimo. ¡El corazón no se ve!. Me hacía daño, quizás más que ahora, pero yo era la única conocedora de mi sufrimiento, de mi dolor. Nadie tenía que curarme las heridas. Estaba a salvo, las palabras no matan a nadie, los golpes sí. Ahora tengo miedo, miedo y vergüenza. Entonces podía llorar en soledad. Entonces no tenía que contarle a nadie lo estúpida que era, lo ignorante y cobarde que había sido. Cuando salía a la calle me sentía como las demás y podía hacerles creer que era como ellas, que era una persona. Ya no me siento persona. He perdido muchas cosas, incluso el derecho a sufrir en soledad.

Creí que todo acabaría, que nunca pasaría lo que está pasando, pero los insultos y las vejaciones no fueron suficientes.

Está en el jardín. La persiana se curva. Sé que acabará entrando. Sé que lo hará. Igual que las otras veces.

Suena la alarma, su pitido me aturde. Creo que los vecinos han encendido la luz del jardín. Sí, lo han hecho. Les dice que estoy dormida. Oigo sus palabras con claridad. Dice que tomo somníferos, siempre dice lo mismo. Les cuenta que no oigo el timbre, que el teléfono está descolgado y que se ha dejado las llaves en la otra cazadora, ésta no es la primera vez. Todos lo saben pero cuando él se dirige a ellos sonríen, no me importa. Ahora me importan pocas cosas. Hace unos días habría abierto al oír sus voces. Habría asentido a sus explicaciones, hoy no. No alzaré la persiana.

Está aquí. Dice que cuelgue. Sí. Se lo he dicho. Le he dicho que estoy hablando contigo. Le he dicho que sabéis toda la verdad. Sí. Ya sabe, lo sabe, pero le da igual. Le he dicho que si no se marcha, mañana regresareis a España y Jorge y yo iremos con vosotros. Sigue mirándome, ¿Oyes cómo grita? Tiene una pistola. Tu padre me va a matar. No cree que esté hablando contigo.

Ha disparado. ¡Por favor! Que alguien se lleve a Jorge de aquí...


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ANTONIA DE J. CORRALES FERNÁNDEZ
es una autora madrileña. De su obra, citar que su relato Siempre te querré fue distinguido con el 1.º Premio Fundación José Banús y Pilar Calvo y Sánchez de León, en diciembre de 2001. Fue finalista en el Certamen de Narrativa Corta Villa Torrecampo, (Córdoba, mayo 2002) y en el VII Certamen Literario SANTOÑA... LA MAR, de narrativa corta (agosto 2002). Su relato Las lágrimas del mar fue seleccionado en el 1er. Certamen Internacional de Relato Breve La Lectora Impaciente (agosto 2003).

👁 Otros relatos de esta autora (en Margen Cero):
Cinco palabras | Cita diaria con la muerte
| Selección de cuentos

🖼 Ilustración relato: 20081123120727-violencia-de-genero, By Concha García Hernández [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.

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    Revista Almiar (2004)
    · ISSN 1696-4807
    · Miembro fundador de A.R.D.E.
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