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Los trenes que
van pasando

Juan Riquelme


Tengo veintinueve años, me encantan los animales, soy psicólogo, especialista en tarot y en puertas (espirituales, se entiende) y no tengo pareja. Estuve casado pero ya no. El anillo lo sigo llevando porque no me lo puedo quitar. Vivo con mi madre en las afueras de la ciudad y tengo un jardín inmenso, más que todo este parque. Son las tres de la madrugada y estoy aquí porque acabo de salir del trabajo. Soy astrólogo y me paso las noches escuchando los problemas de la gente. Mi signo es Aries y mi ascendente es Aries también. No estoy en el parque buscando alguien en especial pero si sale, sale. Hace unos minutos pasó una chica bastante extraña, parecía que deambulaba. Seguramente me estaba buscando porque cuando ha pasado me ha echado una mirada sospechosa. Ahora debe estar dando la vuelta al parque pero volverá. Estoy seguro de que volverá. Ella no es de las que pasan una sola vez. Algunas persona llevan en la cara el sello de la repetición. Se llama Carolina y no tardó en sentarse a mi lado. Es leo ascendente acuario. Muy promiscua, le dije. Ella se sonrojó un poco pero yo no puedo mentir: me dedico a eso.

—Yo tengo once perros y veintisiete gatos. No podría vivir con alguien al que no le gustaran los bichos.

—¿No se te olvidan los nombres?

—A los gatos no les pongo nombres.

—Entonces te ahorras veintisiete.

—Y los que quedan.

—¿Piensas adquirir más?

—Los que tengo no son nada comparados con los que quiero. ¿Qué signo tienes?

—Soy Leo.

—Eres promiscua.

—No sé. No creo. De ascendente soy acuario, no sé si eso ayudará en algo.

—Sí, ayuda en que, además, eres fría y calculadora.


La verdad es que yo estaba deseando llevármela detrás de unos arbustos que hay. Más de una vez he visto allí parejas montándoselo y he pasado de largo. Los arbustos tienen cierta espesura, la justa para no dejar más que entrever que algo está pasando. De todos modos no me gusta mirar cómo disfrutan los demás. A mi edad ya me toca disfrutar a mí (si es que hay turno en eso del placer).

—¿Te apetece pasear?

—Preferiría que fuéramos detrás de los arbustos.

—¿Ves como eres fría y calculadora?

—Para algo me he sentado en este banco. Me gustas mucho. ¿Por qué llevas ese anillo en el dedo? ¿Estás casado?

—Lo estuve.

—¿Y ya no?

—No, ya no.

—¿Por qué no te lo quitas?

—Porque no puedo. No puedo quitarme físicamente el anillo. Está enterrado en mi dedo.

—Si quieres vamos a tu casa y te lo quito. No me gustaría acostarme con un hombre casado.

—Vivo con mi madre. Cuando me compré la casa incité a mi madre para que se divorciara de mi padre y me la llevé a vivir conmigo. No estaría bien que fuéramos allí. Más que nada por ella.

—Tienes razón, sentiría envidia.

—No, no es por eso, no le gusta mirar, es como yo... también lo digo por los perros.

—¿Muerden?

—Uno de ellos pesa 95 kilos y si te ven salir de la casa te atacarían. Su boca es inmensa. Le caben varias personas.

—Tampoco pensaba irme como una ladrona, atravesando el jardín y con la ropa en la mano.

—¿Y cómo te irías si la habitación de mi madre da a la entrada?

—Parece que hables de la madre de Psicosis.

No, no tanto. El caso es que allí no podemos ir.

—Por eso digo, vayámonos detrás de las matas.


Nos levantamos y nos escondimos detrás del verde húmedo. Estuvimos diez minutos besándonos apasionadamente. A mí me encanta besar, es lo que más me gusta. Casi que no le toqué ninguna otra parte del cuerpo. Mis manos, literalmente, colgaban de mis hombros. Se quejó de que apenas la tocaba. Me decía: «anda, tócame» y mis brazos se balanceaban queriendo alcanzarla pero sin lograrlo, atacados de una súbita polio. En un acceso de energía me cogió el brazo e intentó ponérselo sobre los hombros, como si fuera una bufanda. Emití un quejido porque ese brazo lo tengo malo, no lo puedo levantar yo sólo. Le dije: me duele. Lo soltó sin preguntar: bueno. Y el brazo cayó sin músculo (casi me revienta contra el muro). Para hacerle olvidar el tema fui en busca de sus labios de nuevo. De vez en cuando se despegaba de mi cara para apoyar su cabeza debajo de mi barbilla y descansar o hacer ver que descansaba. Cuando hacía eso era cuando más harta de la vida estaba, lo noté claramente. Pero en cuanto se decía a sí misma quién era y lo que hacía en el parque conmigo retomaba su papel de Carolina en el parque. Una de las farolas iluminaba toda mi cara y parte de mi pecho, sería por eso. Era como estar de pie en un escenario y no estar entreteniendo al público. Me levantó la camiseta. Lo sé, he engordado mucho pero es por culpa del accidente. Me operaron con láser en la espalda y desde entonces que no dejo de engordar. Bueno, la verdad es que antes pesaba más. Carolina hundió su cara debajo de mi barriga, como queriéndose ahogar o esconder del mundo. Incluso apoyó su frente en ella. Seguramente, yo le gustaba mucho. No me extraña, sigo llevando dentro mi pasado de modelo. Cuando terminamos me ofreció volver al banco. Conozco bien a las mujeres del parque, en cuanto han hecho algo luego se sienten culpables. Me encendí un cigarrillo. Ella permanecía estática hipnotizando una piedra. Se la veía llena de traumas pero no quise profundizar en ellos. Me he pasado hoy diez horas escuchando a gente; ahora lo que quiero es que me escuchen a mí. Me preguntó si me había gustado.

—¿Te ha gustado?

—Hombre, preferiría haberlo hecho en una cama.

—Ya, pero como tienes treinta y ocho bichos y una madre no podemos.

—Por eso te digo.

—¿Te volveré a ver?

—Es posible, quién sabe. Yo no vengo mucho por aquí. De hecho no vengo nunca. No sé ni como he venido a parar a este parque. Estoy perdido y casualmente no llevo dinero. ¿Sabes por dónde pasa el N9?

—¿Eso es un autobús?

—No vives en este mundo. Lo supe desde que te vi pasar.

No tardó en preguntarme lo del brazo. No me importa, lo estaba esperando. Dudo que a ella le interesara mucho. A los acuario no les interesan mucho los problemas de las vidas fugaces que se cruzan en su camino. Puso cara de preocupación, eso sí, pero era parte del teatro que le sabía dar su signo Leo.

—¿Porqué no puedes levantar el brazo?

—Verás, yo antes era modelo pero tuve un accidente de coche y me tuvieron que operar de la espalda. Lo hicieron con láser y me tocaron las tiroides.

—¿Dónde se encuentran las tiroides?

—No lo sé, pero me las tocaron y desde entonces que ya no peso 56 kilos.

—¿Tan poco pesabas?

—Ya te digo, fui modelo. Tengo una cicatriz desde la nuca hasta el cóccix pero apenas se ve. Necesitarías una lupa para poder verla.

—Una lupa y una casa porque aquí tampoco sería plan de que me la enseñaras.

Cuando le conté lo de la cicatriz me miró con ternura, como si quisiera borrármelo de la mente. Yo me siento orgulloso de lo que soy. ¿Qué soy? Un hombre con once perros, una madre y veintisiete gatos sin nombre. El resto qué más da. Aparte de eso soy Aries ascendente Aries. O sea, puro Aries. Yo si me enamoro me enamoro pero ahora no estoy en un buen momento. Quién sabe si otro día lo estaré. Carolina no está mal pero es muy promiscua. De hecho mira dónde la he conocido, en un parque. Qué triste. Su mirada es triste también. Triste y vacía. Tuve miedo de que al decirle que no llevaba dinero pensase que quería que ella me diera. Bueno, sí, se lo dije por eso. Hubiera sido una posibilidad. No movió un músculo de su cara (esa cara que con tanto ahínco quiso enterrar bajo mi piel hacía unos minutos). Tanto le daba. Quizá si le hubiera dejado darme su número de teléfono me habría dado un dinero para coger un taxi pero no pensaba verla de nuevo. Y si la veía quizás no sería el momento ni siquiera para hacer nada detrás de los arbustos.

—Si quieres te doy mi número.

—Dámelo.

—No tiene sentido que te dé mi número si no lo vas a usar.

—No sé, quién sabe. Tú dame el número, acabamos con esto y ya veremos.

—Al parecer tú sabes pocas cosas aparte de los animales que tienes.

Me dio su número de teléfono y yo lo apunté en cualquier parte, más que nada para hacer ver que me interesaba. Quién sabe si algún día haría uso de él. Mantuvimos después unos momentos de silencio. No parecía tener mucha prisa así que aproveché para decirle mil cosas de mí. Yo nunca puedo hablar de mí, me lo tienen prohibido en mi trabajo. Cobro por escuchar los problemas de los demás y tratar de encontrarles una solución (siempre a través de los planetas, claro).

—Menos cuatro, el resto de los animales que tengo son recogidos. Uno es un chow-chow. Lo vi en una tienda. Era tan blanco que me dije a mí mismo: éste es mío. El dependiente lo sentía mucho pero no pudo vendérmelo porque estaba ya reservado. No me importa, le dije, lo quiero.

—Qué terco eres cuando quieres algo.

—Sí, bastante.

—Si te da por quererme a mí me perseguirás por toda la ciudad.

—No puedo quererte a ti porque mira dónde te he conocido. Un parque no es un lugar para conocer a nadie.

—¿Qué lugar es lugar para conocer a alguien?

—Eres una mujer muy extraña... Pues, como te decía, yo quería ese chow-chow y el dependiente seguía negándomelo. Pedía por uno de esos cachorros doscientas mil pesetas.

Pero tú querías el que no tenía precio porque estaba pedido.

—Exacto. Así que me fui sabiendo que regresaría. Cada día me presentaba en la tienda preguntando por el cachorro y él seguía diciendo que no podía ser. Pero al cabo de una semana, la persona que lo tenía reservado se echó atrás y no lo quiso. Yo, como de costumbre, pasé por la tienda y el dependiente me dijo que me lo vendía. Pero entonces no lo quise.

—¿Por qué no lo quisiste si llevabas muchos días yendo a la tienda?

—Por orgullo. Soy muy orgulloso.

—Por eso no aceptas el haberme conocido en un parque.

—El dependiente tanto me insistió y yo tanto me negué que fue bajando el precio. Me decía que era un perro de exhibición. ¿Para qué quería yo un perro de exhibición?

—Pero lo querías de exhibición.

—Cierto. Tuve que decir eso para que bajara el precio. Lo bajó de doscientas mil a treinta mil.

—Vamos, una ganga de chow-chow. ¿Entonces tienes el perro o no lo tienes? No es que tenga prisa pero me siento algo impaciente. Entre tus cicatrices, el brazo, tus animales y tu madre me tienes intrigada.

—¿No estarás enamorándote de mí, no? Yo ahora no puedo sentir nada por nadie. Quién sabe si otro día sentiré algo pero ahora no es el momento... En fin, el perro es mío y aquí se acaba la historia del chow-chow.

Cuando me disponía a encender un cigarrillo Carolina se levantó, me miró con cierto desdén y dijo que se marchaba. No tenía prisa pero se marchaba. Es una lástima que la gente se vaya así, sin más. Yo también me levanté porque no quería que pareciese que me iba a quedar ahí esperando a otra persona.

—Bueno, me marcho ya. No tengo prisa pero son las cinco de la madrugada. Algo tendré que hacer, aunque sea dormir.

—Yo también me iré. No sé dónde estará la parada del N9.

Ah, tu autobús. Deberías comprarte un medio de transporte. Casi todo el mundo lo hace. Así de paso no tendrías que ir cargado con una bolsa de plástico.

Carolina estaba intrigada con lo que llevaba yo dentro de esa bolsa de plástico pero no se lo pensaba decir así que simplemente sonreí. Fui a darle la mano y ella me dio un beso. Creo que me dio las gracias y yo me sentí bien porque había perdido un poco la identidad. Carolina me ayudó a recobrar a ese joven de veintinueve años que una vez fue a Cuba con el Descuento Joven del cincuenta por ciento. Ella revivió a ese muchacho que quiso ser modelo profesional con sus ochenta kilos (dije cincuenta y siete para redondear).

Cuando pasó la esquina, Carolina desapareció. Ella no llevaba bolsas. Ni siquiera sé si se dirigía a un coche, a una parada de autobús o se metería en un taxi. La verdad es que no me importaba nada. Ella era tan sólo una desconocida. Tan desconocida como toda esa gente llena de problemas que me llama a la consulta y que después cuelgan el teléfono y me dejan en la incertidumbre de mi identidad.

Hace tiempo que no sé quién soy pero gracias a los desconocidos puedo hacer de mi pasado algo que pudo haber existido. No sé si Carolina se tragó lo del accidente, lo de mi edad y todo el resto. Lo único que sé de mí es que provoqué la separación de mis padres, que vivo en una casa de la periferia que da a un pequeño patio interior y que tengo once perros y veintisiete gatos. Pero, como quiera que sea, esa no es toda mi identidad.

De todos modos, nunca hubiera podido querer a Carolina. Era demasiado promiscua y frecuentaba los parques de madrugada. Ya pasará otro tren.


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JUAN RIQUELME
nació en Barcelona y actualmente reside en Nueva York. Ha publicado teatro (Veinte años de Agnes - Editorial Kutxa, San Sebastián, 1999), narrativa (La soledad de los decimales - Alternarrativa Editores, S.L., Barcelona 2003) y artículos en la Revista Rrabia y otras publicaciones electrónicas. En teatro, ha recibido el Primer Premio Ciudad de San Sebastián, 1999; Mención de Honor en el Premio Teatro Lope de Vega, Madrid 1999 y el Premio Teatro Fundación Sally Van Lier, Nueva York 1998.
jriquelme(at)worldnet.att.net


ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©