Canals
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Sonia Gloria
Figueras
Quiero pasar a contar cómo
y porqué la búsqueda de la familia Duca allá en 1945, en aquel lugar del sur
de Córdoba, todo por un desafío. El desafío fue con el Chino
que empezó a gestarse de a poco, como germina el poroto. En la oficina,
un día de ésos en que trabajar en lo que no te gusta es una condena,
comenzó todo.
El Chino inició un juego con el
lápiz en una hoja de papel de un talonario amarillento, duque /
duquesa / duquesita / ducado / duca —Fernando, me estaba acordando
de la petisita Adelaida —yo en esos momentos viajaba elucubrando
el final de mi última estúpida novela. ¿Mataría a la mujer el marido
sordomudo por sus celos o la dejaría irse con el hombre que vestía
siempre de negro?—.
Eh, Fernando ¿vos te acordarás
en este momento tuyo con cara de delirio? ¿Me estás oyendo? —y me
tiró una pelotita de papel que me dio justo en un ojo.
—Fernando tiene novia... Fernando
tiene novia...
—Chino —le dije—, ¿tus pantalones
se encogieron o cumpliste cinco años? —esta vez yo le tiré con la
goma de borrar—. Te preguntaba por Adelaida, la que trabajaba en el
archivo, la petisita rubia, ésa que era tan bonita, la gringa que
se movía al compás de cualquier música, che, la que la venía a buscar
un rubio narigón.
Lo miré como al descuido y saliendo
de mi ensimismamiento tuve la imagen de la chica que el Chino me recordaba.
Bien que la tenía en mi mente. Cómo no iba a acordarme con lo que
la gringuita había sido para mí. Empecé acompañándola algunas tardes,
especialmente cuando la lluvia era fuerte y cubría todo como un manto
gris hasta empañar los cristales de mis lentes. Por lo general la
llevaba en taxi hasta Villa Lynch, cosa que me salía muy caro, y me
volvía en el trencito verde del Lacroze hasta Chacarita, ahí tomaba
el subte hasta mi casa en Villa Crespo; pero cuando tuve la oportunidad
del departamento de Alcides todo fue más fácil.
Al principio era una más en mi
vida de soltero sin
compromiso, pero me metí con pata y todo. Y en completo secreto. Jamás
en el año y medio que novié con Adelaida alguno se enteró de lo nuestro.
Día tras día salíamos por separado, nos encontrábamos a la vuelta
y de allí al departamento. Mirábamos un rato televisión (novedad y
lujo para nosotros), ella cocinaba algo y pasábamos noches de amor
y sexo inigualables. Íbamos
a la oficina también por separado, estudiando todos los detalles para
mantener nuestro secreto; nunca nos tuteamos, aparentando un compañerismo
que era pura apariencia. Me comportaba con la gringa más indiferente
que con las demás chicas.
Pasó más de un mes y Fernando retomó
el tema y en un ataque mío confidencial, suspiré profundo y embalado
empecé a hablar. Abrió los ojos desmesuradamente y las preguntas fluían
como flechas unas tras otras e iban en aumento. ¿Y cómo empezó?; ¿y
adónde iban?;
¿y por qué nunca me contaste?; ¿y cuánto tiempo duró?; ¿y cuándo terminaron?;
¿seguís viéndola? Poco a poco desembuché, para tranquilizarlo, mi
historieta de amor con Adelaida, porque no fue al fin nada más que
una historieta... Un día, a la salida de la oficina vino el mentado
narigón, la tomó del brazo y se fueron. No la vi más. Ni una carta,
ni un aviso a la oficina. Sólo sabía de ella que su nombre era Adelaida,
Adelaida Duca y que se suponía provenía de un lugar del sur de Córdoba
llamado Canals.
...Un silencio absoluto dominaba
la hora de la siesta en la parada del micro que me llevó de Retiro
hasta ese pueblo chico. Parecía el fin del mundo. Me bajé. Nada había,
sólo quietud, soledad inescrutable. La parada era en la ruta, por
lo tanto no podía preguntar nada a nadie. Un cartel torcido y despintado
indicaba los dos Km. hacia el centro y empecé a caminar. En
mi bolso de cuero marrón, gastado de tantas batallas, llevaba lo imprescindible.
Tres camisas, dos pantalones, dos calzoncillos y dos pares de medias
eran todo mi vestuario y mi anotador y mi Parker.
¡Quién hubiera dicho que por esa antigua y oculta
historia iba a estar lejos de Buenos Aires, con pocas ganas y menos
plata! Cuando ya no podía más de caminar, acerté a ver la primera
casita, triste gris, gris de pobreza, cerrada y sin perro pulguiento
a la vista. Seguí casi sin fuerzas; atrás quedaba la ruta y adelante
las primeras casas del desconocido e intrigante pueblo.
Sediento y maldiciendo el desafío del Chino Galarza, llegué a un boliche
abierto y desierto. Un hombre cansino, oliváceo y somnoliento se asomó
por atrás; le pregunté por una pensión donde alojarme. Me miró detenidamente
el hombre, mi ropa negra, mi acento porteño. Me indicó el camino a
la pensión de Doña Clara:
—Cinco
cuadras derecho, una a la izquierda y tres a la derecha. —¿Y de ahí?
—ahí nomás es la calle principal, justo al lado de la cooperativa
queda. Y para allá fui.
Doña Clara resultó ser una joven
vieja de unos cuarenta años que parecían sesenta, con un pelo recogido
vaya a saber uno cómo. Me atendió bien, pero recelosa. Yo era porteño
y según me enteré después, había pasado más de un porteño dejando
cuentas sin pagar. La pieza que me asignó era un cuarto al fondo de
un corredor, con puerta y una ventanita cuadrada; por supuesto el
baño para todos, adelante. No me importó demasiado porque lo mío iba
a ser corto, lo necesario. Claro, sin olvidar que primero tenía que
encontrar a la familia Duca o algo que me llevara a ella. Me duché,
menos mal que en el bolso había un jaboncito, porque hasta eso faltaba,
me
mudé de ropa y salí como SherloK Holmes, de investigación. En las
miradas de los que cruzaba por la calle, eran las cinco de la tarde,
notaba que el escrutinio era mutuo. A medida que recorría la principal
del pueblo, Canals se ponía más interesante. Un club con varias ventanas
a la calle decía en una chapa al frente ”La Marina”. Más adelante,
en la misma cuadra, una sastrería con maniquí y todo... y el sastre
espiándome desde adentro. La plaza arbolada, llena de canteros de
flores de todos los colores, me hizo acordar a Plaza San Martín, allá
en Buenos Aires.
Chicos que correteaban sin padres
a la vista, un perrerío sin dueños. La Municipalidad enfrente, sin
movimiento alguno, la iglesia correspondiente, igual de solitaria.
Solamente una viejita entrando a ella con pasos cortitos y apurados
y con un velón en la mano. ¡La hora que era para andar con el velón
a cuestas! Seguí caminando. Me paré a ver una vidriera y me pregunté
si el pueblo daba para tener una joyería de esa magnitud. Relojes
de todo tipo, cadenas, pulseras de oro y plata y entre medio, alguna
que otra baratija. Continué mi revista programada, La calle se hacía
boulevard con unos tilos impresionantes; la edificación linda, buenos
frentes, muchos garages, tres gomerías y otra joyería, La Confianza.
Me quedé en el nombre. Insinuación buena para influir en la clientela.
Impresionante cantidad de anillos, cuchillos y mates de plata, escopetas
y recién caí en la cuenta que era un pueblo en medio del campo y era
el lugar de compras del paisanaje.
Empecé a familiarizarme. Entré
en la Cooperativa. En cuanto insinué que venía por pocos días buscando
una familia, perdí de entrada. Me dejaron solo, mirando trofeos de
campeonatos ganados. Seguí con la idea y apunté al Club La Marina.
Tomé un café en la barra y al que hacía de mozo, camisa blanca, pantalón
claro, bastante gordito, de huidiza mirada, le hice la misma historia...
que venía de Buenos Aires... que buscaba gente amiga. Al sólo nombrar
Buenos Aires, los ojos huidizos se achinaron. Me dijo
—Uno
con cincuenta es el café. Y se fue. Le dejé dos pesos y salí.
En lo de Doña Clara, la pensión
era completa. La comida consistía en dos fetas de mortadela, dos de
salame y una papa hervida; detrás, un plato de sopa
intomable y una pata de pollo descarnada; terminando el
«banquete»,
un flan de nada. ¿Por qué no habría ido a
un hotel como la gente? Me faltaba encarar a doña Clara, ya que nadie
quería oírme preguntar...
Cuando me trajo el café (me
olvidé de nombrar el café), ataqué hablándole de mi familia, pero
a ella le interesaba más mi calidad de soltero que saber de mi mamá
y mis dos buenas
hermanas... Al pasar le comenté el motivo de mi venida de Buenos Aires
que está tan linda, se me escapó y lo arreglé: «Nunca como Canals
que es el lugar propio para vivir feliz y en paz». Revolvió el mechón
que le jugaba sobre la frente, le gustó la comparancia y se quedó.
Ahí le mandé
que estaba buscando la familia Duca o alguien que los conociera. Se
paró fuerte en sus dos pies, puso el pocillo en la bandeja y con un
hasta mañana me dejó pagando.
A la mañana desistí. Estaba
en eso, desistiendo, era domingo, me iba luego de una semana infructuosa
y ya estaba en la puerta con mi bolso en la mano y se paró un sulky.
—Oiga
don ¿usté es el que andaba husmeando por los Duca?
—Sí,
le contesté —mi
corazón latió,
mi corazón se
embraveció, podía oír sus latidos—.
¿Cómo
hago, paisano?
—Véngase conmigo. Se me hace
que usté debrá ser de fiar. Ya hice unas averiguanzas.
Subí al sulky y me llevó campo
afuera por un paraje de pasto sobre pasto y cielo sobre cielo. Llegamos
a un rancho deshabitado, polvoriento, abandonado. Él empujó la que
hacía de puerta. Una mesa y una pila de diarios. «Diarios»
—dije.
Súbitamente agarré dos, le agradecí al paisano y le pedí volver.
Se me hizo larga la vuelta en
micro.
Llego temprano a la oficina, pongo
sobre la mesa dos La voz del Interior del 4 y 5 de enero de 1947.
Las fotos de la gringa y del narigón rubio están en noticias de tapa
que dice:
«Cayó en Venado Tuerto Pedro Duca,
violador reiterado y asesino de su hija».
¿Por qué escucho siempre al Chino
Galarza?
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SONIA GLORIA FIGUERAS
es una autora argentina.
Vive en Buenos Aires.
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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