Cartas de navegación
Michele Moreno
Todavía recuerdo el día que
aprendí a nadar. Tenía tres años de edad, y fue en la alberca
de mi casa. Recuerdo perfectamente el método de enseñanza utilizado
por mi papá: me lanzaba al aire, hasta la altura de los cocos de la
palmera más cercana, mismos que parece que estoy viendo al mismo nivel
que yo, para luego dejarme caer en medio del agua. Como podía, salía
a flote y no sé cómo lograba llegar a la orilla en la que ponía mis
manitas, que él pisaba cariñosamente, y lo digo en serio: cariñosamente.
Gracias a esas lecciones, era de las pocas niñas que desde muy pequeña
asistía a fiestas de albercas y excursiones sin ningún problema. Era
un pez.
Años más tarde mi papá se
declaró un espíritu libre y se fue a vivir a una isla. Mi contacto
con él era siempre esporádico. Sin embargo, cuando tuve catorce años,
mi madre me envió con el papá por varios días.
Aquel barbón de pipa tenía
por pasión el mar y la navegación. Recuerdo que un día me llevó hasta
la orilla del mar, y me dio instrucciones para que yo abordara una
lanchita de fibra de vidrio. Pequeña, pero muy pesada. «Súbete,
y ve contra las olas». Obedientemente lo
hice, mas, como la marea era altísima, no pasó un minuto antes de
que la lancha se volcara y yo quedara atrapada entre ésta y la arena.
Sólo vi las manos que se introdujeron a aquella cueva salada y que
volvieron la lancha a su posición natural, liberándome rápidamente
del peso y la angustia. Respiré. Para mi sorpresa, él inmediatamente
indicó: «Vuelve a subirte».
Y se repitió la misma historia. Tres veces. A la cuarta le dije que
no. Que para nada. Entonces lanzó el reto: «¿Vas
a dejar que te ganen las olas? ¡No te des por vencida!». A la quinta lo logré. Y me sentí orgullosa.
Dos años más tarde tendría
otra experiencia similar. Regresando de bucear en un arrecife, yo
le dije: «Detén la lancha un momento; me
quiero tirar aquí e irme nadando hasta la casa».
Me dijo que estaba loca. «Mira, es mucho
más lejos de lo que realmente se puede ver. Te puedes cansar. Es demasiado.
Yo no lo haría». Lo extraño es que mientras
anunciaba mi trágica muerte, detenía el motor y me pasaba las aletas.
«¿Estás segura?»
fue lo último que preguntó antes de que yo me hundiera de un brinco en el azul profundo y conflictivo.
Después de algunas brazadas
considerables, me di cuenta de que, efectivamente, estaba lejísimos,
que las olas eran demasiado altas, que la corriente no estaba a mi
favor, y que me había cansado. Había cometido un grave error. Mi respiración
era cada vez más difícil, mientras a lo lejos veía la lancha de papá
llegando a la orilla. Gritar era imposible por la distancia. Sólo
tenía un camino: seguir nadando. Veía a papá bajando las cosas ya
en la arena, y más me desesperaba. Pero, pude llegar. Claro, no lo
hice en condiciones normales, sino casi como Edmundo Dantés el día
que huyó de la cárcel, en la novela El Conde de Montecristo.
Pasó mucho tiempo antes de que yo lograra recuperar el ritmo apropiado
de la respiración. Todo lo que él dijo fue: «Tú
quisiste. Mira, yo no he bajado el motor porque estaba esperando que
te empezaras a hundir para ir por ti. Pero nunca dejaste de nadar...».
Pasaron los años y me alejé
del mar. De todos los mares, entregándome a mi trabajo y a mi familia.
Me volví nadadora de orillita, en todos los sentidos de mi vida. Y
nada más.
A diecinueve años de la última
experiencia marítima con el barbón aquel marinero, hace dos semanas
fui a pasar unos días con él, a su casa junto al mar. Una mañana me
invitó a velear junto con otras personas, en un precioso barco de
velas rojas como la pasión que lleva el maravilloso nombre de
«Te Amo». Me encomendó
la tarea de timonel. Yo nunca había fungido como tal. Así que me explicó
sencillamente: «Cuando haya que ir a la
derecha, le das hacia la izquierda, y viceversa».
Luego, él se ubicó en la proa para irme dando instrucciones de navegación.
Se paró de frente al Caribe, y por lo tanto de espaldas a mí. Comenzamos
a avanzar y él inició con sus brazos una serie de interesantes señalamientos.
Levantando los brazos me fue indicando: a la izquierda (o sea, a la
derecha), hacia el centro. Etcétera. No hubo palabras. Nunca las ha
habido en esos casos. De pronto, lo vi con su barba blanca, con la
cara al viento, tan libre... Me vi grande. Treinta y cinco años. Atenta,
observando sus movimientos. Y recordé todo lo que anteriormente les
platiqué. En ese momento supe todo lo que de él había aprendido, en
silencio, de la vida a través de los años y de sus lecciones de mar.
Ahora sé que en muchas ocasiones
vuelo alto sólo para caer, y que no debo de aferrarme a la primera
orilla, porque alguien puede pisarme las manos, sino que debo aprender
a mantenerme a flote por mí misma. Puedo, también, abordar una y otra
vez un sueño. Y, cuando sienta el peso de éste a mis espaldas, una
mano amorosa me va a ayudar a recuperar el aire, antes de intentarlo
nuevamente, hasta conseguirlo. «No voy a
dejar que me ganen las olas». Claro, también
aprendí que soy capaz para tomar decisiones, sí; pero soy responsable
de las consecuencias implícitas. Que puede haber alguien en la costa
esperando que me hunda, y que sin embargo no puedo dejar de nadar.
Sé que a veces cuando me dicen a la derecha debo darle a la izquierda,
y que una persona que me quiere puede darme la espalda sólo para ayudarme, para
darme una lección; señales que yo debo de estar atenta a descifrar.
Pero sobre todo, ahora sé
quién me enseñó con las olas el difícil arte de vivir la libertad.
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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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