Donde tú mores,
yo moraré
______________
Michele
Moreno
Siempre
estaré contigo. Así en las buenas como en las malas, en la
salud como en la enfermedad. Cada mañana, al despertar, sentirás mi
presencia en tu cama, cubierta con la misma sábana, bajo el mismo
techo y el mismo sol. No importa que cada día intentes negar tu realidad;
esa maldición, esa desgracia que es tu cadena perpetua: Yo.
«Lo que Dios unió que no lo separe el hombre».
¿Lo recuerdas, amor? Así dijo el sacerdote aquel 25 de septiembre,
hace dieciocho años. ¡Dieciocho años, Antonio! En ese tiempo jurabas
amor eterno y eras feliz. Tus ojos brillaban árboles verdes y tu piel,
suave y húmeda, como noche cerca del mar. Mírate ahora, no eres más
que un rezago de otoño, agobiado, consumido, prisionero de tus mentiras.
De noche, al dormirte, no es el enfisema el que te asfixia, como pretendes
convencerte: es tu conciencia que te está apretando el cuello. Tus
días transcurren vacíos, nublados. Ayer, durante la comida, noté que
las manos comienzan a temblarte al sostener tu cotidiano whisky. No
respondes a llamadas telefónicas, perdiste a tus amigos, rehuyes a
la gente. Yo no digo nada. En silencio te acompaño. Esta tarde te
observé por largas horas sentado en la sala, inmóvil, ante la foto
nupcial que permanece arriba del sofá y que no destruyes, como tantas
otras, por no disgustar a nuestros hijos, por no tener que dar explicaciones.
Sería terrible que supieran ellos cuánto odias a su madre. Es de noche
y, juntito a mí, viendo el techo te fumas un cigarro. Contemplo tu
rostro, casi puedo acariciarlo. De pronto pienso que, si un día yo
me fuera, quizá me extrañarías. Pero no. Nunca voy a dejarte solo.
Aunque recuerdo uno a uno tus desprecios, tus insultos, tus múltiples
infidelidades, y aquella tarde oscura en que dejaste claro que ya
no me querías: que era, a tus hombros, la carga más pesada y que te
sofocaba mi presencia. Entonces te proclamaste, con toda impunidad,
un espíritu libre. No, Antonio, los juramentos no se anulan así, tan
fácilmente. Ni tampoco el amor eterno.
Me acerco a tu oído y te susurro: «Ya ves, querido,
aún seguimos juntos. Estamos atados. Ya nos sois dos, sino uno… Me
llevas en la sangre». Y entonces tus ojos, ahora enloquecidos, el
rictus de tu boca, el tono de tu cara, el odio que despides, me hacen
darme cuenta que, de poder hacerlo, me empujarías de nuevo desde la
proa del Marelena. Asesinándome. Otra vez.
CONTACTAR CON LA AUTORA:
http://www.lacorreista.com/
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
|