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La primera
noche
en el infierno
__________
José Ángel Muriel González


El velo de la noche se había deslizado rápidamente sobre ellos y les envolvía un cielo cubierto de nubes. Acompañando a la penumbra, acudía el frío, que espesaba la bruma alrededor de los barcos. Las tinieblas desfiguraban la cercana costa y oscurecían la superficie del mar, sobre la que se reflejaba el destello de la luna, que asomaba tímidamente esbozando una estela plateada. Y las olas seguían elevándose cadenciosamente, acariciando los costados del buque.

Desde la cofa del palo mayor, Alonso oteaba el horizonte, intentado discernir cualquier movimiento extraño que pudiera producirse. Le resultaba difícil fijar la vista en medio de la creciente niebla, que desdibujaba las formas. El fanal de popa se encontraba encendido, pero Alonso apenas distinguía alguna sombra sobre la cubierta, unos metros más abajo, donde se sucedían las toses y los estornudos.

Alonso González, a quien sus compañeros habían apodado el «Sevillano» debido a su origen, formaba parte de la tripulación del San Pedro, galeón a las órdenes del capitán Cuéllar, destacado entre los numerosos buques de la Armada. Cada día, la dotación se repartía las tres guardias nocturnas y aquella noche le había tocado a Alonso cubrir el segundo turno, que se iniciaba hacia las once justo cuando la actividad a bordo se detenía completamente, y concluía a eso de las tres de la madrugada. Llevaba tan sólo unos minutos en su puesto, pero el cansancio de la jornada tiraba de sus párpados como un gran lastre, incitándole a sumirse en el sueño reparador.

Sin embargo, hizo todo lo posible por mantenerse alerta, pues conocía la vital importancia de su misión. Distrajo la mente con reflexiones acerca de la última semana y con recuerdos de su desventurada vida en Andalucía, intentando aguzar al máximo los sentidos para percibir cualquier amago de maniobra en los bajeles enemigos. Rezaba en silencio para que esto no sucediera durante el transcurso de su vigilancia y la velada discurriera con tranquilidad. Tan sólo le aliviaba de alguna manera saber que compartía aquella enorme responsabilidad con el contramaestre, que se apostaba en la toldilla, y dos soldados, en la proa.

El viento empezó a soplar más fuerte. Alonso combatió el frío como pudo, arropándose con su gastada manta de lana. La brisa fresca le trajo a la memoria escenas vividas recientemente, en las que el miedo a sucumbir en combate se mezclaba con el orgullo por defender la patria y su propia integridad física.

Corría la noche del domingo al lunes; la Gran Armada española se encontraba fondeada a dos leguas del puerto de Calais, a donde había llegado el día anterior, sábado 6 de Agosto de 1588, buscando refugio para hacer aguada, reabastecerse y realizar reparaciones. Conducida por Alonso de Guzmán el Bueno, Duque de Medina Sidonia y Capitán General de los Océanos, la flota había zarpado de Lisboa en Mayo y, tras obligada recalada en La Coruña, había atravesado el Canal de la Mancha en dirección a Flandes, donde pretendía reunirse con el ejército organizado por Alejandro Farnesio, Duque de Parma y Gobernador General de los Países Bajos. Juntos debían invadir la isla inglesa, derrocar a la hereje y desafiante Isabel I y entregar su trono al rey, Felipe II.

Pese a los desafortunados accidentes y los ásperos enfrentamientos contra los ingleses acaecidos desde el 31 de Julio, la flota conservaba intactas la mayor parte de sus naves, que excedían el centenar. No obstante, los ingleses, que les seguían muy de cerca a instancias del Lord Almirante Howard, habían echado anclas en la bahía de Whitsand antes del crepúsculo, separándoles poco más de un tiro de culebrina. Para mayor preocupación de los mandos españoles, se les había unido como refuerzo el Escuadrón Oriental, que hasta ese momento había patrullado entre Dover y Dunquerque bloqueando el paso desde los Países Bajos hasta Inglaterra.

La rada de Calais era un sitio desabrigado, de escaso fondo y acusadas mareas, pero la única opción como caladero antes de alcanzar los traicioneros arenales flamencos. La intención de Medina Sidonia era permanecer allí hasta que el tiempo fuera favorable y a la espera de que llegaran noticias de Farnesio, aunque aún no sabían dónde ni cuándo se encontrarían con él. Lamentablemente, el Almirante no había recibido respuesta a ninguno de los boletines que le había enviado diariamente. Era imposible que Medina Sidonia lo supiera, pero Alejandro Farnesio había sufrido contratiempos en la preparación de las barcazas que debían transportar sus tropas y no podía embarcar mientras el mar no estuviera despejado de las naves holandesas que sellaban el canal.

Alonso volvió a mirar abajo, donde cada marinero se había buscado un rincón entre los montones de maromas y velas plegadas, acurrucándose donde podían para dormir un rato. Se tumbaban con la misma ropa húmeda con la que vivían el resto del día, tapados con mantas o esteras y acunados por el vaivén del oleaje. En ese preciso momento, el soñoliento vigía les envidiaba por su relativa comodidad, tanto como a los oficiales, acostados en sus confortables camarotes. Para desentumecer las doloridas articulaciones, tenía que cambiar continuamente de postura sobre la poco acogedora cofa del mástil; por otra parte, esto le permitía seguir despierto y doblegar el tedio con más facilidad.

Luego volvió la vista hacia la silueta irregular de la costa de Calais, protegida por su castillo. Más allá, se vislumbraba alguna luz mortecina, señalando la posición de los ingleses. Alonso sintió cómo gemía su estómago, pues, aunque delgado, era de apetito voraz y la cena había resultado demasiado frugal para recuperar las energías invertidas durante la dura jornada. Las provisiones compradas al Gobernador de Calais no habían bastado para paliar el hambre de la marinería y mucho menos para erradicar su incipiente pesadumbre. De hecho, era un secreto a voces que la tripulación del San Pedro el Menor, bajo mando portugués, había desertado para aliarse con el bando contrario. Hasta este extremo había llegado ya la actitud de algunos hombres desmoralizados, que creían inviable llevar a buen término la llamada «empresa de Inglaterra». Sobre todo, después de las feroces batallas navales entabladas en Eddystone y Portland Bill, donde los ingleses habían demostrado la superioridad de sus ágiles buques y la efectividad de sus armas, disparando diez veces más balas de cañón que ellos, aunque, gracias al Cielo, con poco acierto.

Conforme avanzaba la madrugada, Alonso observó que la corriente se hacía más intensa. El galeón se mecía, haciendo rechinar los aparejos y las cuadernas. Esta variación ambiental le preocupó tremendamente. El Duque de Medina Sidonia, prevenido por las cartas de Su Majestad sobre el riesgo de que se produjera un ataque con brulotes, había estado atento toda la tarde a las sospechosas actividades del enemigo. El Duque intuía la posibilidad de que dicho ataque se hiciera realidad aquella misma noche. Ante su inminencia, había mandado un mensaje a toda la flota para advertirles. Precisamente, esta confianza de sus superiores en que verdaderamente podía ocurrir era lo que más temor había infundido en el joven Alonso antes de trepar aquella noche por el palo mayor. Y no había que ser muy audaz para darse cuenta de que ahora las condiciones se hacían propicias.

Cerca de las tres, cuando estaba a punto de girar el reloj de arena para finalizar la última media hora de su turno y ser relevado, el eficaz vigía creyó avistar indicios de acercamiento por parte del adversario. Antes de cerciorarse, tuvo que frotarse con la manga del jubón los ojos, empañados por las lágrimas que le provocaba el gélido viento.

El primer barco apareció de repente, envuelto en llamas. Parecía un monstruo, cuyos brazos de fuego rasgaban la niebla para que no entorpeciera su avance. En efecto, creyó estar viendo una criatura ígnea de portentosas proporciones, que nadaba al acecho hacia ellos. Las llamas habían prendido en las henchidas velas y la imaginación de Alonso le hizo creer que en medio de las lonas se abrían unas grandes y amenazadoras fauces.

Pero la momentánea fantasía quedó interrumpida, pues, más allá del bosque de mástiles españoles, empezaron a surgir otras embarcaciones disipando a su paso la densa y vaporosa capa que flotaba sobre el agua. En breve, Alonso pudo contar al menos otros cinco brulotes, que avanzaban a la deriva, arrastrados por la marea. El fulgor de las llamas se reflejaba en la superficie del mar e inflamaba el cielo con un resplandor rojizo que iluminaba los acantilados de forma tenebrosa, como si hubiera llegado el día del Juicio Final. Eran los temidos «Mecheros del Infierno».

Los otros vigías no tardaron en divisar los barcos incandescentes, hasta un total de ocho, que se desplazaban con rapidez hacia la Armada, impelidos por la corriente y el viento. Empezaron a oírse gritos de alarma. Y Alonso, que no había sido capaz de reaccionar antes, se sumó a la algarada casi involuntariamente.

¡Brulotes! ¡Atención, brulotes!

El vocerío quebrantó el frágil sueño de los soldados y marineros que dormitaban al pie de los mástiles. Faroles y lucernas empezaron a brillar, proyectando sus tenues haces en todas direcciones. La voz de alarma se repitió durante unos segundos interminables.

Sólo entonces fue consciente Alonso de que, tras una corta y tensa tregua en medio del grave conflicto que se dirimía, los ingleses habían reanudado las hostilidades. Lo habían hecho de la manera más atroz en que podía actuarse contra una flota de veleros. De cuantos peligros podían amenazar a un barco, construido con madera, velas de lona y cordaje alquitranado, el fuego era indudablemente el peor. Se daba además la circunstancia de que aquellas naves transportaban pólvora y municiones para alimentar su artillería, y sus cubiertas y mástiles estaban resecos por el sol, por cuanto podían arder en unos minutos. Casi nada había en ellas que no resultara combustible. Por lo cual, los brulotes constituían un arma letal, que podía dañar severamente a la Armada.

¡Ojalá Dios castigue a ese diablo de Draque! gritaba el capitán Cuéllar, que se desfogaba intercalando atropelladas órdenes con maldiciones destinadas al pirata Francis Drake. Estaba convencido de que aquella ofensiva se debía a su perversa iniciativa. Y no se equivocaba, pues el singular Vicealmirante inglés, que se dedicaba a asaltar y saquear con impunidad las propiedades de la Corona española bajo los auspicios de su reina, había participado de manera importante en la afrenta y, mediante sus intrépidas intervenciones a lo largo de la contienda, había demostrado merecerse la fama de terror que suscitaba la sola mención de su nombre.

Aunque el Comandante en Jefe de la Gran Armada había sido previsor, para mayor asombro de sus expectantes contrincantes, pronto se confirmaría que las medidas que había dispuesto eran insuficientes. Tal como había premeditado, un conjunto de pequeñas embarcaciones, equipadas con arpones, salieron al encuentro de los brulotes, propulsadas por fornidos remeros. Su intención era apresarlos y desviarlos, remolcándolos hasta la costa, lejos del grueso de la flota. Sin embargo, esta fuerza de choque no pudo hacer frente a la escuadra enemiga, pues los brulotes que habían improvisado los ingleses eran de mayor envergadura que lo usual, moles cargadas de material sobrante con un arqueo de entre noventa y doscientas toneladas, acordes a las dimensiones de la Armada que debían dañar.

A la vista de Alonso, varias pinazas aparecieron, abriéndose paso desde los escuadrones de vanguardia. Consiguieron interceptar la trayectoria de los dos primeros brulotes, pero los restantes continuaron evolucionando hacia el núcleo de la flota de modo insoslayable. Surcaban las aguas con el velamen desplegado, navegando entre los buques anclados de la Armada, mientras su madera chisporroteaba, bañada por las llamas serpenteantes.

Una de las pinazas que se habían lanzado a la caza, hasta entonces a la zaga, era ahora superada por los brulotes. No obstante, sabiamente gobernada, pudo sacar ventaja de su posición, persiguiendo ahincadamente a los peligrosos barcos. Pero, de repente, retumbó un cañonazo, al tiempo que refulgía un portillo del galeón más próximo. Segundos después, un surtidor de agua brotaba del mar a estribor del primer brulote, sin haberle rozado. La pinaza española permanecía en ese instante invisible a los ojos de los artilleros, oculta por la deslumbrante masa de fuego que pretendían detener; era evidente el riesgo que corría su pasaje. La segunda andanada cayó mucho más cerca, a unas brazadas de la proa, y fue entonces cuando el piloto de la pinaza comprendió a qué se estaban exponiendo. Le parecía inconcebible que el capitán de aquel galeón estuviera utilizando sus armas para intentar hundir los brulotes, ya que el Alto Mando lo había prohibido al transmitir su plan defensivo, debido a que se podía acertar accidentalmente a alguna nave aliada.

Alonso vio cómo el piloto empezaba a gritar para llamar la atención del galeón y cómo sus hombres abandonaban los remos en la bancada de la pequeña pinaza para alzar sus voces al unísono, haciendo aspavientos. El «Sevillano» se sumó al reclamo con desazón y también desde otras naves se instó acaloradamente a aquel temerario para que cesaran los disparos. Pero cuando el capitán del galeón se percató de su error, ya era tarde. La última bala de cañón sobrepasó de nuevo el brulote y fue a estrellarse contra la pinaza, reventando su banda de babor y su único mástil. La regala había quedado astillada y la vela hecha jirones, aunque, afortunadamente, el personal de a bordo parecía indemne; sólo estaban magullados.

A pesar de la confusión, la situación aún parecía sostenible, pues bastaba con limitarse a seguir el plan de emergencia ideado por Medina Sidonia, consistente en despojarse de las anclas e internarse en mar abierto. No obstante, la perspectiva cambió pronto, cuando el calor del fuego hizo que se disparasen por sí solos los cañones de los brulotes, que se habían dejado cargados de metralla. Sus bocas, apostadas en ambas bandas, empezaron a vomitar balas y piedras, como si respondieran a la osadía del imprudente capitán español. El arsenal de los brulotes estallaba, convirtiéndolos en auténticas bombas flotantes.

El primero de los barcos incendiarios se había aproximado tanto que Alonso ya podía sentir el angustioso ardor que desprendía. Percatándose de que en la cofa ya no era de gran ayuda y a ras de cubierta faltaban manos para iniciar las maniobras, el «Sevillano» descendió por los flechastes, dispuesto a ayudar en el braceo de las vergas, bajo el mando del infatigable Cuéllar y sus oficiales.

Las vibrantes llamas prendían indiscriminadamente en los buques, afectando a varios de ellos. Si se incendiaban, estaban condenados. Para consternación de la marinería y la soldadesca española, el infernal elemento se propagaba fugazmente y medraba como subido del averno y guiado por mil demonios, lamiendo las tablas, que se encorvaban sobre sus baos; la resina de la madera burbujeaba, mientras el armazón se iba consumiendo. Cuando el asfixiante humo se filtraba por los intersticios del escotillón de la bodega y por las junturas de los mamparos, la nave podía darse por perdida. Muchos hombres terminaban arrojándose a las frías aguas sin saber nadar. Sus cabezas emergían clamando auxilio, pero nadie podía salvarles de morir ahogados.

Antes de que los barcos incendiarios siguieran haciendo estragos, el San Martín, buque insignia de Medina Sidonia, disparó un cañonazo, dando la señal para levar anclas. Justo cuando el San Pedro iniciaba su singladura, las dos embarcaciones que le rodeaban se encendieron como brasas, produciendo un resplandor tan fuerte como la súbita llegada del sol de mediodía.

Unos cincuenta barcos habían respondido con rapidez a la orden del Almirante, pero el pánico hizo que el resto de la flota no atendiera a su llamada y se dispersó, rompiendo finalmente el formidable orden español que había mantenido desde el primer encuentro con los ingleses. Con el objeto de escapar sin perder tiempo, debían cortarse los cables y abandonar las pesadas anclas, amarradas a boyas y balizas para ser recogidas más tarde. Pero para muchas naves fue imposible seguir las instrucciones y las perdieron para siempre, algo que lamentarían más adelante.

El fuego se avivaba en las naves afectadas convirtiendo las velas en una pavesa. Alonso se asomó por la batayola, asistiendo con estupor al dantesco drama que sufrían sus agitadas tripulaciones, incapaces de extinguir las llamas. Por encima del clamor, del completo caos, se oían plegarias que nadie podía atender sin arriesgar su propia seguridad. Inconscientemente, Alonso besó el escapulario que pendía de su cuello, entregándose a la voluntad y al amparo de Dios. Sus manos, temblorosas por la excitación, siguieron asegurando las trincas. Algunos de sus compañeros se encaramaban por las jarcias para preparar el velamen. Sudaban copiosamente y tenían la musculatura rígida y abultada. Los marineros estaban habituados a las privaciones, pero en aquel instante faenaban al borde del agotamiento. El ansia de sobrevivir era lo único que les permitía seguir luchando y aguantar la presión.

Mientras el San Pedro cobraba velocidad y su tajamar crujía al partir las olas, dejaba atrás a los brulotes, que llegaban para sembrar el desconcierto y el pánico hasta el centro del fondeadero español, donde aún se apiñaban los rezagados.

Jadeando por el esfuerzo desaforado que estaba realizando, Alonso volvió a mirar atrás con dolor. De repente resonó un ensordecedor estampido que hizo estremecerse todo el barco y Alonso se vio obligado a agarrarse a un obenque para mantenerse en pie. La cámara de Santa Bárbara de uno de los bajeles había hecho explosión, diseminando por el aire los tizones y los cuerpos mutilados de la dotación. Los masteleros se desplomaron, desgarrando el resto del aparejo. Despedazado, el buque se hundió de un costado, zozobró y pronto la proa apuntó al cielo, provocando que la carga de mercancías y seres vivos, en precario equilibrio, resbalara hacia popa como un torrente. Caían con los pies por delante, rodando sobre sí mismos. Se retorcían, chillaban y se agarraban unos a otros. Cuando alguno lograba sujetarse a una cuerda, enseguida el peso de otros cuerpos le obligaba a soltar el cabo. Todos terminaban irremediablemente en el mar.

Escasos minutos después, lo que quedaba del frágil buque se hundía y las olas sumían en la desesperación a los desdichados que no conseguían asirse a ningún madero para subsistir. Alonso se tambaleó, acuciado por el impulso de arrojarse al mar para asistirles, pero era una locura, sólo una ilusión irracional. Tampoco él sabía moverse con soltura en el agua y el San Pedro continuaba alejándose. De modo que siguió bregando en su puesto, para asegurar su propia y triste salvación, ya que la fuerte corriente les arrastraba hacia los bancos de arena flamencos, donde era fácil que encallaran.

Ya no se atrevió a volver la mirada atrás, hacia los destellos del incendio, para ver cómo perecían sus indefensos compatriotas, cómo flotaban inertes y desfallecidos, abandonados a su suerte. Añoraba el sopor que había sentido horas antes y que se había desvanecido ante la intensidad de aquella tragedia. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

El Duque de Medina Sidonia no había podido evitar la desgracia. El éxito del ataque inglés era irrefutable y aquella noche significaría el principio de la derrota española. La Armada había quedado destrozada con la pérdida de quince naves y cinco mil hombres. Al día siguiente, la desordenada multitud de barcos se reagruparía con dificultades mientras se batían definitivamente con los demonios ingleses en Gravelinas.



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ILUSTRACIÓN RELATO: Spanish Armada, Philip James de Loutherbourg
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