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El tambor
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Paco Ruiz


Ana María vuelve del pilar con la cántara apoyada en la cadera y un paquete. La calle tiene un sucio color ocre de tierra que devora la cal de las paredes. Hace tiempo que nadie blanquea. Desde que los hombres marcharon para el frente no está el horno para bollos, y nadie blanquea.

Paquillo, su Paquillo, cumple mañana dos años. Está enfermo, sin ganas de jugar ni de entonar entre dientes como hace normalmente. Extraña costumbre para un crío dice su abuela Isabel, esa de entonar entre dientes cancioncillas sin sentido, máxime cuando no sabe apenas hablar. A lo mejor es que va para artista, como dicen las vecinas.

Ana María se asoma a la cuna para ver al pequeño. No tiene buena cara. El brillo de sus ojos normalmente verde eléctrico, aflora estos días sin chispa, sin gracia, como el verde del fondo de las albercas. Su hígado no funciona bien, y el médico dijo que comiera muchas yemas de huevo que son buenas en estos tiempos de hambre, pero Paquillo no mejora y son ya demasiados días enfermo para un nene tan pequeño.

Ojalá estuviera mi Sebastián aquí, piensa Ana María. Pero Sebastián está en el frente, en el Jarama, reclutado a la fuerza como toda una generación de labriegos y pastores. Apenas conoce al niño de un par de días de permiso, hace ya algún tiempo.

Sebastián se las ha arreglado para hacer llegar el paquete a su mujer. Lo trajo Diego López, del cortijo del Lanchar, en la sierra, que servía con Sebastián y le han dado licencia porque una granada le voló dos dedos. Ana María está feliz. Sebastián se acuerda de ella y del pequeño, la guerra no le ha cambiado y sigue siendo el hombre risueño y de buen corazón del que se enamoró, o al menos eso cree ella.

Dentro del paquete hay una lata de almíbar hurtada de alguna cocina de campaña, unas letras para ella y para la familia dónde dice estar bien, que la guerra es muy dura y que está deseando que ganen ellos o los otros, que es la única manera de volver a casa. También hay un regalo para el pequeño, un presente para su apenas conocido hijo. Es un tamborcillo rojo con los bordes dorados.

Ana María aparta la lata y vuelve a leer la carta unas diez veces, siguiendo con el dedo las líneas, asegurándose que el contenido no cambia a cada nueva lectura y las buenas noticias siguen siendo buenas. Le gustaría poder contestar la carta pero no tiene la certeza de que llegue a su destino, ya que las contestaciones de Sebastián no parecen tener coherencia con lo que ella le escribe, y piensa que no llega a leer sus cartas, o quizá está confuso, fatigado, y escribe sin pensar en contestar a nada en concreto, solo para desahogarse.

Ana María guarda la carta en la lata de la costura, junto a las demás. El tambor reposa sobre la mesa, con sus alegres palillos de color rojo amarrados al filo dorado, incitando a acariciar la piel tensa con sus puntas de madera. Ana María coge el tambor y se asoma a la cuna de su niño. ¡Paquillo! ¡Paquillo, mira lo que te manda Papa!, al tiempo que tamborilea sobre él con sus dedos torneados en el campo. Paquillo alza la mirada, anhelante y débil ante el tono protector de la madre y mira el tambor con tristeza: No tiene fuerza ni ganas de tocarlo. Finalmente se da la vuelta con lentitud, refunfuñando de dolor y de sueño. Ana María le revuelve el pelo con cariño y deja el tambor a un lado. Pronto estará bueno y el sonido monocorde del tambor tronará en toda la casa, dando fe de la buena salud del chiquillo.

Me gustaría contaros que Paquillo sanó en poco tiempo, alumbrando los oscuros rincones de la casa con su tamborcillo rojo y dorado, con sus melodías susurradas entre dientes. Me gustaría deciros que la guerra acabó en poco tiempo, y mi abuelo Sebastián volvió a Sierra Mágina con mi abuela Ana María a criar a mi madre y al resto de los tíos, me gustaría gritar a los cuatro vientos que acariciando la piel de este tambor que ha llegado no sé cómo hasta mí, llegaré a intuir entre las penumbras aquellos ojos verdes llenos de vida, aquella sonrisa de pillo que mi abuela buscó sin éxito cierto día en que le entregaron un paquete del frente, en el pilar. Me gustaría contároslo. Y que fuera verdad.


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PACO RUIZ,
autor residente en Madrid
. Los sitios donde trabaja, incluido el actual, así como la formación académica recibida no tienen ninguna importancia: Digamos que puede más un espíritu inquieto que todos los diplomas del mundo.
En lo que respecta a su trayectoria literaria suele presumir con orgullo vanidoso de haber sido premiado en el Villa de Getafe de Relato corto, hace tres o cuatro años (con edición incluida) así como en el del Colectivo Patrañas, de Leganés, del año 2002. Por otra parte, ha publicado varios cuentos en las revistas monográficas de Patrañas Ediciones, algún poema en la revista La Fumarola y algunos cuentos en la revista Margen Cero.
A comienzos del 2004 se embarcó en lecturas en vivo por locales de Madrid con otros cinco impresentables, «Hermanos de barra» se hacían llamar, y estuvieron leyendo en el Café Manuela, en El Bosque Animado, en el Smoke, en AlMargen Café, en fin, donde les dejaban.

francisco.ruiz[at]mpsa.com

* ILUSTRACIÓN RELATO: Calle de Belchite, por Pedro M. Martínez ©, perteneciente a un reportaje realizado por el autor en 2001. (Ver exposición de fotografías sobre el Pueblo Viejo).

Otros relatos de este autor (en Margen Cero):

Los últimos cruzados y Emigrantes