Una historia
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Antonio García
Francisco
Hola.
Me llamo Olsen Ángel y ustedes no me conocen.
En justa reciprocidad debo admitir que yo tampoco les conozco a ustedes,
pero no importa; lo importante es la historia que les voy a contar.
Una historia tan cierta como que usted está ahí leyéndola.
No es exactamente una historia del mar ocurrida
a gentes de la mar. Es una historia ocurrida en la mar de la cual
fui testigo y protagonista. O mejor dicho, de la cual fui testigo
y sujeto pasivo, puesto que no protagonicé nada.
Ocurrió ahora hace casi cuatro años, tal vez
algo más, pues desde entonces el transcurso de los días apenas tiene
importancia para mí. ¡Cuánta razón tenían los filósofos griegos cuando
especulaban acerca de lo relativamente rápido o lento del transcurrir
del tiempo según las circunstancias! ¿Son exactamente iguales en duración
las horas de alegría y felicidad que las de angustia y ansiedad? ¿Y
qué decir del tango que predica que veinte años no es nada?
Haré una breve presentación de mí mismo para
situar un poco mejor la historia que me ha traído hasta aquí.
A pesar de ser mi padre y mis abuelos
españoles yo viví mi infancia en Canadá, el país de mi madre, donde
nací, y mi adolescencia en Italia, donde cursé buena parte de mis
estudios universitarios. España era para mí solamente el país de una
de mis nacionalidades —canadiense y española— y el lugar de residencia
de mi tío abuelo Carlitos, con quien pasábamos las vacaciones mis
hermanas y yo. Hoy es, sin ya lugar a dudas, mi verdadero país.
Si bien mis dos diplomaturas, mis
dos licenciaturas y mi doctorado en diferentes disciplinas me permitirían
ejercer cualquier profesión relacionada con la enseñanza, el Derecho
o el periodismo, soy reportero gráfico y mi campo de acción siempre
había sido hasta la época en que ocurrieron los hechos que trato de
relatar, Italia, Canadá, Francia, Luxemburgo y Bélgica, por mi dominio
de los idiomas italiano y francés, con algunas incursiones en Hispanoamérica
y Oriente Medio, este último sospecho que por un afán en fastidiarme
que de vez en cuando muestra la Agencia de noticias para la cual trabajo.
Éste iba a ser mi primer trabajo en España.
Tras añadir que soy soltero y pronto
cumpliré treinta años de edad, considero hechas las presentaciones.
Los hechos sucedieron más o menos
como lo voy a relatar.
La Agencia me había enviado a Galicia, a la Mariña
lucense, concretamente a una aldea, parroquia dicen allí, llamada
Rinlo, donde debía embarcar en un buque pesquero para realizar un
reportaje gráfico sobre el trabajo de los pescadores en la Costa de
la Muerte, la famosa Costa da Morte.
Ya sé, ya sé que la Costa de la Muerte no está
en Lugo. Había un poco de trampa, pues entre la Mariña lucense y la
Costa da Morte median al menos doscientos o trescientos kilómetros
por carretera y muchas millas marinas si el viaje se hace en barco.
Son pequeños trucos del oficio. ¿Acaso creen ustedes que esas fotografías
de mariposas tan bonitas publicadas en revistas de naturaleza son
instantáneas? No quiero decir que no lo sean alguna vez, pero por
lo general, se caza la mariposa, se la ensarta con un alfiler y se
la ilumina convenientemente para fotografiarla. Pues esto es lo mismo.
¿Por qué arriesgarse en aguas peligrosas si al lado las hay más tranquilas?
Basta con evitar fotografiar la matrícula del buque. A fin de cuentas,
se lee el artículo y se miran las fotos. El articulista a veces se
inventa la historia con solamente ver el documento gráfico que se
le entrega. Y tú, que lo sabes, realizas un trabajo de presunto riesgo
en un escenario diferente donde ese riesgo es inexistente. ¡Cuán lejos
estaba este caso de la realidad!
Al descender del avión en Santiago de Compostela
ya se notaba un tiempo demasiado revuelto para la época. Era la primavera
y negros nubarrones adornaban el horizonte miraras hacia donde miraras.
A la mañana siguiente, tras alquilar un automóvil, inicié el viaje
a Rinlo; cabe destacar que fue un viaje pasado por agua. No conocía
Galicia, pero cada vez me recordaba más a Irlanda, la tierra de mi
abuela materna.
En el pequeño puerto de Rinlo estaba
amarrado el buque cuyo patrón, Pepe de Bretoña, había accedido a facilitarme
el trabajo. Se trataba del Concepción II, un bonito barco pesquero
pintado de rojo y blanco cuyas características técnicas, tales como
la manga, la eslora, el tonelaje, conceptos tan recurrentes en las
conversaciones en los muelles, no sé especificar, lo siento. Las presentaciones
fueron rápidas y el embarque lo fue más aún. Me esperaban el día anterior
por la tarde para zarpar de noche; solamente la excusa, por otra parte
falsa, de que quise conocer al «Santiño» (1)
hizo que algunos marineros me dedicaran una franca sonrisa.
He de aclarar que en esta zona los conceptos marinero y pescador son
casi sinónimos.
El barco zarpó. Abandonamos las aguas tranquilas
del puerto protector y de la ría amiga, entramos en mar abierto; sonó
la sirena tres veces, los pescadores se quitaron el gorro de la cabeza,
se lo volvieron a poner, tal vez una superstición marinera, supuse,
y comenzamos la faena, cada cual la suya.
En fin, a partir de este momento los hechos se
desarrollaron rápidamente. Tan rápido que se pueden resumir en una
frase: embarcamos a las once de la mañana y cinco horas más tarde
habíamos naufragado.
Yo no entiendo de términos marinos,
lo diré una y mil veces. Dijeron que había sido un golpe de mar. Solamente
vi cómo el barco, en su loca cabalgata sobre las olas, fue sorprendido
por una que se presentó de improviso. Era enorme. Nos pilló por atrás,
la popa decían los marineros, y nos llevó sobre su cresta como un
niño lleva un juguete. Al caer de ella, el morro del buque, la proa
decían cuando daban explicaciones en la Comandancia de Marina, se
hundió en el mar. Y detrás de la proa se fue todo lo demás con nosotros
encima de ello.
Insisto en que no soy gente de
mar y ruego sea perdonado mi desconocimiento del lenguaje y de los
términos marineros. Toda mi experiencia como navegante se reduce a
paseos en botes de remos por los estanques de los parques o a lo máximo
en una de esas motoras para turistas tan placenteras en los puertos
de las ciudades costeras.
Hago esta aclaración porque no
sé si aquello fue una tormenta, o una borrasca, o una galerna, o un
tifón, o un huracán; no sé si era mar gruesa o muy gruesa ni si eran
vientos de fuerza siete o fuerza setenta de componente Nordeste o
Noroeste. Solamente sé que nueve hombres, algunos con trajes térmicos,
todos con chalecos salvavidas anaranjados, luchábamos para mantenernos
a flote unidos en medio de las olas más altas que yo había visto en
mi vida, tan grandes como edificios de cuatro plantas; unos días después
supe que era mar arbolada a montuosa.
Agua salada por abajo y agua dulce
por arriba, no cesaba de llover. Y frío, mucho frío. Mi costoso equipo
fotográfico en el fondo del mar, el ordenador portátil y el teléfono
móvil en el fondo del mar, el Concepción II en el fondo del mar, nuestras
posibilidades de sobrevivir... en el fondo del mar.
Gritaba y no oía mi voz, tal era
el bramido del mar y del viento. Solamente sabía que mientras nos
mantuviéramos reunidos podríamos prestarnos alguna mínima ayuda. Aquello
no aflojaba. Las olas cada vez eran mayores o lo parecían, el viento
se hacía más fuerte por instantes, las esperanzas disminuían por momentos;
me dolían los brazos y las piernas, la boca me sabía a sal por el
agua que tragaba por ella y por la nariz y ya en dos ocasiones alguien
había tirado de mi media melena para que no hundiera la cabeza en
el agua a causa del cansancio. Confieso que mi estado de ánimo era
cada vez más pesimista y ya me había entregado a la idea de una próxima
muerte. Aquello parecía que iba a durar poco para nosotros. No tenía
miedo, pero deseaba no morir, aunque ya se diluía cada vez más la
pugna que libraban mi razón y mi voluntad en tan opuestas realidades.
Voluntad de vivir frente al razonamiento que demostraba la imposibilidad
de ver cumplido mi deseo.
Y entonces sucedió. Dicen que fue
un milagro.
Un pescador, en cuya voz reconocí
a Xan Calderín, el marinero de Xeixadelo, gritó con voz que
todos pudimos oír nítidamente: “¡Virxe de Vilaselán, sálvanos!”.
(2)
Lo que vino a continuación es inenarrable.
Aunque yo tuviera la facilidad para escribir
de don Miguel de Cervantes y de don Francisco de Quevedo jamás hallaría
palabras para contarlo porque no creo que esas palabras existan. Sencillamente
se obró un prodigio: las olas cesaron y cesó la lluvia, amainó el
viento y desaparecieron las nubes. Y todo de repente, como cuando
el director de una orquesta manda callar a la vez a todos los instrumentos
porque la partitura ha llegado al final. Puedo asegurar que apareció
el sol y juraré hasta el último día de mi vida que además, como guinda,
apareció en el cielo el más perfecto Arco Iris jamás visto por ojos
humanos excepto, tal vez, los de Noé y sus familiares. Los nueve náufragos
nos reagrupamos y nos mirábamos sorprendidos, algunos se santiguaban
y otros rezaban. Yo era ateo.
Un silencio tan espeso que me atrevería
a denominar de ensordecedor nos rodeaba y sólo era tímidamente roto
por un leve rumor del ahora manso mar, las toses de algunos, el lloriqueo
de otros y el incesante murmullo de plegarias en una lengua totalmente
desconocida por mí, la lengua galega. Busqué con la vista a
Xan Calderín, el marinero de Xeixadelo, para preguntarle qué
había ocurrido, pero no podía verle, yo ya no podía ver nada porque
el cansancio se había apoderado completamente de mis fuerzas. El cansancio
y el relajamiento tan brutal sobrevenido tras el titánico esfuerzo
realizado por sobrevivir me dejó sin fuerzas. Por eso no sé si entonces
o si mucho después, ya digo que desde ese día el tiempo no tiene importancia
para mí, apareció en el horizonte la lancha de la Guardia Civil del
Mar; lo que sí recuerdo es cómo todos fuimos izados a bordo por unos
hombres vestidos de azul o de verde que nos miraban con caras circunspectas.
Luego supe que un helicóptero de la Cruz Roja también intervino en
el salvamento. Daba lo mismo, estábamos salvados.
Fuimos trasladados al Hospital de Burela, donde
permanecimos ingresados dos días tras los cuales, al ser dados de
alta y después de una interminable sucesión de trámites administrativos,
nos dirigimos a Rinlo, en cuyo muelle nos despedimos —me despedí—
con lágrimas, con abrazos y besos, como lo hacen los hombres de verdad,
como lo hacen los camaradas en que nos había convertido para siempre
el mar, la mar, y que habían visto una vez más (yo la segunda, ellos
a diario en su profesión) la cara a la muerte, pero no sin antes informarme
de algo vital para mí en esos momentos: que la Virgen de Vilaselán
es una talla de la Virgen María venerada desde hace siglos en el santuario
del mismo nombre a unos cuantos kilómetros de donde estábamos.
El automóvil de alquiler continuaba
en el puerto y las llaves permanecieron en el bolsillo de mi pantalón
durante toda la odisea recientemente vivida y no hace falta decir
que no me planteé una opción distinta a la de dirigirme a conocer
la imagen tan enigmática para mí. No tenía otra prioridad. Algo sumamente
poderoso en mi interior me impulsaba a acercarme a Vilaselán, un impulso
tan fuerte que ni una tormenta como la recientemente vivida lo hubiera
impedido.
Y a Vilaselán me fui ese mismo
día, día soleado y tranquilo, diferente a los tres o cuatro que le
precedieron. Solamente era seguir una carreterita local que transcurre
entre praderas y pinares.
Se sucedían las aldeas (parroquias
unas veces y barrios otras dicen por allí): Río, Outeiro, Piñeira...
son los únicos nombres que recuerdo. ¡Cuántas cosas sabía ahora que
antes ignoraba! Sabía de la devoción de la gente de mar hacia la Virxe
de Vilaselán; conocía el significado de los tres silbidos de sirena
lanzados por el buque cuando abandonamos las aguas tranquilas de la
ría para salir a alta mar, sabía que ese documento sonoro, producido
al tiempo que los marineros se descubrían la cabeza de sus gorros,
no era una superstición, sino un saludo y una despedida a la Santísima
Virgen de Vilaselán, su patrona, su protectora, su otra madre. Sabía...
¡yo no sabía nada de nada!
Describir el santuario de Vilaselán
es quizás lo más agradable de esta historia. Al borde de la carretera,
con una amplia pradera ante sus dos puertas accesibles, una de ellas
con un agradable atrio, se alza el pequeño santuario, a poca distancia
de Piñeira y de Ribadeo, cerca del faro de Isla Pancha y del fuerte
de San Damián, guardianes silenciosos de la entrada a la ría, tarea
que comparten con su hermano pequeño, el cargadero de mineral,
o cargadeiro.
Las proporciones del templo, tanto en base como
en altura, me parecieron equilibradísimas; la altura de su modesta
torre, provista de dos humildes campanas está en la proporción exacta
con la longitud y anchura de la mínima única nave abovedada que la
conforma. Sencilla, acogedora, recoleta, con olor a cera de velas
y a perfume de flores que luego supe que nunca faltan en tan modesto
recinto. ¡Cuánta paz y tranquilidad en un espacio tan agradable!
Allí estaba el párroco, don Manolo,
imposible de olvidar, retocando un jarrón con flores blancas destinadas
a adornar el altar mayor, y, lo más importante, allí estaba, en el
lugar de honor del retablo de ese altar mayor, el objeto de mi visita,
la venerada imagen de la Virgen de Vilaselán, Nuestra Señora de la
Encarnación de Vilaselán, la Santísima Virgen María. Una talla difícil
de describir, con un rostro serio, grave e impenetrable enmarcado
en un rostrillo de plata, una imagen de mujer con un vestido blanco
y un manto azul que en los brazos lleva al Niño Jesús, el Pícaro
en el cariñoso decir de los lugareños, rodeada de flores y por algunas
reproducciones de antiguos barcos veleros colgados de las paredes
y del techo, navíos naufragados hace muchos años, intercalados con
cuadros de antiguos bajeles pintados en medio de espantosas olas en
una instantánea anterior al momento justo de irse a pique, los cuales
supe después no eran sino exvotos depositados a través de los siglos
por marinos agradecidos de haber salvado la vida en desastres ocurridos
siglos atrás por todos los mares del mundo, y que la salvaron precisamente
por el hecho de haber invocado con fe a la Virxe de Vilaselán.
Fe. Aquellos marineros de la antigüedad
tuvieron la misma fe que tiene Xan, el marinero de Xeixadelo, pensé.
Y allí estaba la imagen, estaba el cura y estaba
yo, náufrago ateo en el mar de la vida que no sabía qué hacer ni qué
decir. Y hablamos, hablamos los tres: la imagen, el cura y yo.
Unos meses después, en la procesión
de la Virgen del Carmen de Viveiro, a virxe mariñeira,
exactamente el 16 de Julio del mismo año, desfilaban detrás de la
imagen ocho hombres de mar, pescadores o marineros, tanto da, pero
inconfundibles en su manera de vestir y de andar, descalzos y asidos
del brazo, entrelazados formando un solo cuerpo en torno a don Manolo,
el cura párroco de Vilaselán. Yo estaba allí trabajando y les reconocí
a todos. Guardé en el bolso la cámara y me arrojé a sus brazos, a
los brazos de Xan Calderín, o mariñeiro de Xeixadelo,
a los de Pepe de Bretoña, el patrón, a los brazos de mis camaradas,
y lloramos.
Sin palabras. ¿Para qué las palabras?
Lloramos todos. Nos abrazamos, nos besamos y
lloramos, como el día no tan lejano de nuestra despedida en el muelle
de Rinlo; lloramos como solamente lloran los hombres, porque quien
diga que los hombres no lloran, miente. Lloramos nosotros y lloraron
quienes nos vieron. Lloraron los que miraban pasar la procesión y
lloraron los músicos de la Banda de Infantería de Marina de El Ferrol
que hasta ese momento solemnizaban la ahora interrumpida procesión.
Por llorar, lloraron unos niños vestidos de marineros y pescadores
y lloraron las monjitas que contemplaban y adivinaron la escena desde
las ventanas de un cercano convento. La gente se arremolinó en torno
a nosotros, nos estrechaban la mano y nos abrazaban unos o nos palmeaban
la espalda otros, pues todos comprendían lo que significaba aquella
interrupción, todos eran gente de mar o que vivía de cara al mar.
Sin palabras, sin explicaciones, comprendían nuestro abrazo y se unían
a él; y miraras hacia donde miraras veías rostros cuyos ojos certificaban
la emoción del momento a través de las lágrimas. Curioso ver a las
lágrimas actuar como improvisados notarios.
Y llorando, llorando, pues dicen
que este mundo es un valle de lágrimas y aquella situación ya semejaba
un verdadero mar, penetramos en el templo y cantamos —mejor dicho,
cantaron— la Salve Marinera. ¡Qué fácil recordar hoy los primeros
versos de la oración!:
¡Salve, Estrella de los mares,
De los mares Reina de eterna
ventura...!
Y desde ese día, yo soy un poco menos ateo.
Porque como dice el cantar popular,
el que no sepa rezar, vaya por esos mares... (3)
_________________________________
(1) Se refiere
a Santiago Apóstol, en cuyo honor está edificada la Catedral de
Santiago de Compostela, en la cual se venera su sepulcro.
(2) En gallego. En castellano sería:
«¡Virgen de Villaselán, sálvanos!».
(3) Se refiere a una copla popular entre marineros y pescadores:
El que no sepa rezar,
vaya por esos mares.
Verá qué pronto aprende
sin enseñarle nadie.
ANTONIO GARCÍA
FRANCISCO
es el realizador de la
Sección de Humor en Almiar / Margen Cero.
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por Olsen Ángel García Tsang ©
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