Déjà Vu
Jorge
Alberto G. Fernández
El extranjero posó la vista
sobre el pequeño rótulo en la puerta: LIBROS, decía. No conocía
bien aquel idioma, pero sabía el significado de la palabra. Es
raro, llevo una semana pasando por esta calle y no había reparado
en esta... ¿tienda? No parecía una tienda; de hecho aquello no
tenía el aspecto de un lugar habitable. En el país de donde venía,
cualquier comercio, por modesto que fuese, al menos debía tener una
fachada atractiva y un anuncio lumínico. ¿A quién podría atraer
aquella covacha ruinosa? Reanudó la marcha, pero algo lo detuvo;
era un sonido como de arañazos en la puerta. Miró a todos lados. La
calle estaba desierta a pesar de que era mediodía. Pegó la oreja con
sigilo. El ruido cesó. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué tengo yo que ver
con este lugar o con lo que pueda pasar en él? Ni siquiera me interesan
los libros. Dio la espalda y siguió su camino.
El cansancio lo rindió. Soñó que
estaba perdido en un laberinto de paredes formadas por estantes de
libros. Corría como un ratón de laboratorio tratando de encontrar
la salida. Un enorme lumínico llamó su atención. LIBROS. Abrió la
puerta y entró en un amplio y lujoso salón lleno de estanterías. Al
centro colgaba una lámpara de bronce cuajada de lágrimas y bombillas.
Detrás de un mostrador, un joven lo observaba sonriente. «¿En qué
puedo servirle?» Su aspecto era impecable. Tenía el rostro rasurado
meticulosamente y el pelo negrísimo engomado y peinado hacia atrás.
El extranjero quiso hablar, decirle que no pertenecía a su mundo;
que aquello era sólo una pesadilla, pero no pudo. No conocía el idioma
y además, aunque quisiera, su boca no podía abrirse. «¿Busca algo
en particular? A la derecha están las novedades; a la izquierda, literatura
nacional; al fondo, ciencia y técnica...» ¿Qué dice? No entiendo
nada. ¿Por qué no me deja en paz? Lo único que quiero es despertar.
«Si quiere hacer un regalo puedo recomendarle algunos. Sólo tiene
que decirme la edad de la persona, su profesión, el tipo de relación
que tienen...» Como salido de la nada un gato negro y blanco saltó
sobre el mostrador y se echó sin quitarle
la vista de encima. «Si me permite me atrevería a recomendarle este.»
Era un pequeño libro de carátula roja con letras doradas. «Es lo mejor
que ha caído en mis manos. Si le interesa podría hacerle una rebaja.
Estoy seguro de que es la primera vez que viene a esta librería, de
lo contrario recordaría su rostro.» El extranjero escuchaba toda aquella
verborrea, seguramente amable, pero ininteligible, y afirmaba con
la cabeza… por si acaso. El gato saltó al piso y comenzó a
arañar la puerta. «¿Quieres pasear un rato, Musolini?» Dejó el libro
sobre el mostrador y fue a abrirle. El extranjero encontró la oportunidad
que necesitaba para escapar. No hizo más que salir cuando el suelo
bajo sus pies se deshizo precipitándolo por un abismo que lo condujo
a su cama.
Eran pasadas las nueve y la calle
estaba tan desierta como en la mañana. Aún podía escucharse el ruido
de los arañazos. Resuelto, abrió la puerta. Un gato negro y blanco
se escurrió hacia afuera por entre sus pies. Las paredes estaban forradas
de libreros empolvados y llenos de telaraña. En una vieja lámpara
de bronce una opaca bombilla iluminaba la sala tenuemente. Detrás
de un mostrador, en una butaca mugrienta, había un anciano. El pelo
y la barba se le entremezclaban en una madeja blanca y grasosa. Sus
dientes apretaban un tabaco apagado con más de una pulgada de ceniza.
Todo a su alrededor emanaba un intenso olor a urea. El extranjero
creyó reconocer en sus facciones un rostro familiar. Se acercó y dio
unos golpes en el mostrador pero lo único que logró fue desprender
la ceniza. Al zarandearlo por un hombro el viejo se desplomó. Presionó
con cuidado la vena del cuello, como le enseñaron cuando era Boy
Scout, y supo que estaba muerto. No tuvo miedo. Ya había visto
muchos muertos en su vida y de sobra sabía que los vivos eran más
peligrosos. Puedo llamar a Emergencia... —Digo, no sé si hay Emergencia
aquí. —Mejor no. Seguro me interrogarán y el asunto podría llegar
a oídos de los míos y eso sí sería un problema. En su país lo
habían enseñado a pensar con pragmatismo. Sólo un instante antes de
salir sus ojos chocaron con un pequeño libro de carátula roja y letras
doradas sobre el mostrador. A diferencia de todo cuanto había en la
habitación, aquel libro se mantenía impoluto. Se lo echó en un bolsillo
y salió. Afuera soplaba una fría brisa que le recordó el clima de
su ciudad natal. Todavía no había andado una cuadra cuando una viva
sensación de que era vigilado se apoderó de él. Se volvió abruptamente.
Un enorme gato negro y blanco lo miraba con cara de pocos amigos.
Aterrado, echó a correr. Se dio cuenta entonces de que aquella ciudad
ya no era la misma. Los edificios, las plazas, los comercios, eran
enormes pilas de libros. En la carrera cayó al suelo el libro rojo.
Dudó un segundo entre cogerlo o dejarlo, pero sólo un segundo. Al
agacharse en medio de la calle se vio a sí mismo siendo tragado por
el gato.
El extranjero posó la vista sobre
el pequeño rótulo en la puerta: LIBROS, decía. Tuvo la impresión de
haber estado antes ahí, lo cual no era posible porque era la primera
vez que visitaba aquel país. Le pareció escuchar un ruido como de
arañazos que venía del interior. Una inusual curiosidad lo dominaba.
Abrió la puerta. Un gato negro y blanco se escurrió hacia fuera por
entre sus piernas. Adentro, junto a un mostrador, agonizaba un anciano.
Apenas podía respirar. Su cara se contraía en una mueca de dolor y
sus puños de apretaban contra su pecho. Corrió hacia él, lo acostó
en el suelo, le quitó el tabaco que tenía entre los dientes, zafó
su camisa. Bombeó aire boca a boca en sus pulmones hasta que vio que
respiraba por sí mismo. Cuando era niño explorador lo habían enseñado
a salvar vidas. «Gracias.» El extranjero no conocía el idioma, pero
sabía el significado de la palabra. «¿Busca algo en particular?
A la derecha están las novedades; a la izquierda, literatura nacional;
al fondo, ciencia y técnica... perdone el reguero... ¿Ya leyó esto?
—dijo, señalando un pequeño libro de carátula roja y letras doradas—.
Es lo mejor que ha caído en mis manos. Si le interesa puedo hacerle
una rebaja... no, una rebaja no. Se lo regalo... ».
_________________________
Jorge Alberto G. Fernández (La Habana, 1971), es profesor,
actor y autor de teatro y director del Grupo de Teatro X.
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez ©
|