Por la línea de
tu cuello
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Carolina
Berduque
A las
dos de la tarde el joven entró en el bar del barrio bajo y
se sentó en una mesa pegada a la ventana. Pidió un café y esperó a
que el mozo se retirara para encender un cigarrillo. Mientras fuma
mira hacia fuera y de vez en cuando mueve despacio la mano para corregir
la posición de un rulo rebelde que cae sobre su frente. El vidrio
está sucio, pero él mira igual hacia la nada que se esparce y se apodera
de la ciudad. Poco importa lo que suceda a su alrededor, él está concentrado
en un punto fijo en la vereda de en frente y los parpadeos son apenas
perceptibles porque intenta captar absolutamente todo lo que ocurre
en ese punto de fuga, de evasión del bar.
A las dos y veinte la joven entró finalmente
en el bar y se sentó en una mesa pegada a la ventana. Pidió un té
y esperó a que el mozo se retirara para sacar de su cartera un cuaderno
de tapas blancas. Metió su mano en el bolsillo derecho y revolvió
hasta encontrar la lapicera. Al abrir el cuaderno levantó la vista
hacia adelante y vio la sombra de un hombre que se alejaba de la mesa
vacía. Observó la silla con detenimiento y la mesa vieja y sucia.
Un pocillo de café olvidado y un libro. Esperó a que el hombre volviera,
pero éste no lo hizo; luego de unos minutos se levantó y rápidamente
agarró el libro. Volvió a su mesa y apenas sentada abrió el ejemplar
que tenía entre sus manos. El mozo se acercó despacio, casi imperceptible
y le dejó el té en la mesa. Al alejarse le dijo muy despacio:
—No se preocupe, siempre hace lo mismo. Si la
chica le gusta, le deja el libro.
—¿Nada más?
—Nada. Son dos con cincuenta.
Al ver finalmente el título del libro se desilusionó:
ya lo había leído. Ante la posibilidad de un nuevo libro, de un nuevo
tesoro, no soportaba la pena de ya haber recorrido sus páginas, aunque
no esas, pero otras casi iguales, falsamente iguales. Lo dejó a un
costado y volvió al propio: el libro de tapas blancas. Apoyó su mano
durante unos segundos, bien abierta, la palma estirada sobre la tapa,
los dedos desesperados tratando de alcanzar los bordes, la uña finalmente
surcando el lomo. Después de la pequeña ceremonia lo abrió y levantó
la lapicera, tinta negra. La bolilla a punto de apoyarse en la página
en blanco y un tirón del cuello que la dobla hacia un costado: la
cara plana, abierta a la ventana que le muestra una calle, una vereda,
gente que pasa, colectivos que corren carreras, un bar y una ventana,
y una cara tan plana como la suya, que la mira. El dolor del cuello
la recorre internamente hasta hacerle temblar la mano que sostiene
la lapicera. La levanta, casi autómata, y comienza a sacudirla en
el aire que la separa del vidrio. La lapicera parece adherida a su
mano y se rehúsa a caer. El otro levanta a su vez la mano y la sacude:
no se sabe si saluda o hace burla. Con el cuello contracturado, da
lo mismo.
Otro día, a las dos de la tarde el mismo joven
entra en el mismo café y pide una cerveza, sin ingredientes, le caen
mal. Después de acomodarse en su (porque ya es su) mesa, mira hacia
el bar de enfrente y espera.
Espera.
Espera.
Paga, se levanta y se va.
Otro día, a las dos de la tarde el mismo joven
(pero menos joven) entra en el mismo café y el mozo le trae una cerveza
sin que se la pida. Comienza a tomarla despacio, de a tragos pequeños.
Baja el porrón lentamente, lo apoya sobre la mesa, lo vuelve a levantar,
limpia la mesa mojada con una servilleta de papel, agarra otra seca,
la ubica en la mesa y apoya el porrón. Toda una ceremonia de pequeños
actos que le permiten estirar el momento de torcer la cabeza y finalmente
mirar hacia el bar de enfrente.
Ella está.
Escribiendo. En un cuaderno. De tapas blancas.
Es más hermosa de lo que recordaba. De lejos, es perfecta. Es una
posibilidad de mujer, pero nunca la mujer concreta. De lejos, lo es
todo, una potencialidad salida de la misma mano de Dios.
Está, escribiendo. Pero el cuaderno es ahora
de tapas grises, aunque eso de lejos no se ve, como muchas otras cosas.
Está escribiendo sobre él. Pero eso tampoco se ve porque está escondido
debajo de un personaje, debajo de unas cuantas líneas negras.
A pesar de lo que él cree, de su inocencia, ella
lo vio primero. Como siempre, las mujeres primero. Lo vio y lo atrapó
entre sus líneas, y allí lo retiene. El cree que acude a la cita nunca
fijada por propia voluntad, por gusto, por curiosidad, pero en realidad
lo hace por un mandato externo, un llamado que viene desde el bar
de enfrente y tiene la amabilidad de dejarlo pensar que es libre.
Porque esa es la habilidad del creador: nos hace creer que somos libres,
pero no lo somos; estamos atados y nuestros movimientos no son más
que reflejos de una memoria hundida ya a seis metros bajo tierra.
Ese mismo otro día, la joven entra en el bar
de enfrente y se sienta en la mesa que ya parece de su propiedad.
El mozo amigo le alcanza un vaso grande de jugo bien frío. Las gotas
de humedad se deslizan por el vaso y caen sobre la mesa, formando
una aureola de agua. Ella levanta el vaso, la seca con una servilleta,
coloca otra nueva y apoya el vaso. Después seca el vaso para evitar
mojarse las manos. En la creación no se debe descuidar ningún detalle.
¿Acaso Dios no se lavó las manos antes de dar forma a Adán?
Miró hacia el bar de enfrente en busca de su
personaje. Suspiró aliviada, allí estaba. Metió la mano en el bolsillo,
sacó la lapicera negra y finalmente la tinta hizo contacto con la
página en blanco.
Por la línea de tu cuello.
¿Qué es esta impertinencia de arrancar a los
hombres de la realidad y hundirlos en texto? ¿Cuánto hay de imposibilidad,
de simulacro en esta historia? Hay violencia y cientos de palabras
que no alcanzan a definirlos porque son mentiras, porque ellos tampoco
podrían definirse. Y por eso creo que de alguna manera en este rapto
literario también les hago un favor. Si me dedico a dibujarlos con
esta tinta es porque no puedo hacer otra cosa, porque no sé hacer
otra cosa.
Pueden sentirse ofendidos o agradecidos, poco
importa, ya están adentro, y el texto es como un útero cálido, donde
han estado, donde quieren volver a estar. Porque el regreso es ese
espacio que nadie pronuncia, pero que todos desean; porque los que
proclaman la muerte como lugar deseado y preciado, en realidad quieren
decir otra cosa, quieren volver a entrar. Mama, please, let me
back inside.
U de útero, u de vida.
Si estás ahí, es porque yo quiero. Si resistís,
es porque mis palabras te dan vida. Una vida caótica, un remolino,
lo sé, pero una vida al fin. Como una cadena infinita de creaciones,
nos hacemos los unos a los otros en cada paso, en cada acto, con cada
palabra dicha y con cada silencio roto.
Hay un momento, uno sólo, en el que escapás,
en el que te deslizás fuera de la página y no logro retenerte. Puedo
ver la tinta chorreando hacia el margen, la tinta negra cayendo sobre
la mesa, desparramada, perdida. Es, sin embargo, un momento de gloria,
debo admitirlo. Un ligero movimiento, y de repente se dibuja la línea
de tu cuello. No lo entiendo, no lo puedo manejar; la mano se desliza
sobre la página, poseída, y dibuja sin segundos trazos, con una extraña
seguridad en el pulso, la línea de tu cuello. Este debe ser el momento
exacto en que Dios se sintió libre de nosotros. Va más allá del poder,
hay magia; hay, quizás, amor.
Posiblemente sea sólo otra reacción en cadena,
de nuestra memoria, de mis dedos que recuerdan haber recorrido ya
esa línea. Un intento nada más de reconstruir un pasado hermoso, un
calor ajeno, pero tan mío. Quizás en cada acto Dios trata de recuperarnos.
De eso, de eso se trata, de recuperar el tiempo
perdido, pasado, de recolectar, acumular, esconder, sepultar. Todo
junto, debajo de estas líneas.
O quizás no se trate más que de devolverte el
calor que te robé la última noche...
A las cinco de la tarde de ese otro día, el joven
observó cómo la joven se levantaba de la silla y se dirigía al baño,
al fondo del bar de enfrente. De un salto se deslizó hacia la puerta
y cruzó la calle corriendo, evadiendo taxis, colectivos, autos. Parecía
un ágil ladrón. Eso es lo que sería. Entró al bar despacio, el mozo
y el de la caja no lo notaron. Se acercó a la mesa de la joven y en
un solo gesto de prestidigitador tomó el cuaderno de tapas grises
y lo metió dentro de su campera.
Salió como entró.
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CAROLINA BERDUQUE
es una autora argentina.
caroberduque[at]gmail.com
Otros relatos de esta autora (en Margen Cero):
Por un minuto de memoria breve |
Por un saquito
* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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