Carta póstuma
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Carmen Romeu
Unas horas antes de su muerte,
a las doce de la noche del día de su santo, Juan Valero decidió escribir
una carta de despedida a su amada. Una carta póstuma.
Había ido al cuarto de baño, había
sacado todas las pastillas del armario y las había ido poniendo en
la mesa de la cocina por colores, por tamaños y por densidad. Pensó
que esa mezcla de barbitúricos, aspirinas, vitaminas, jarabe para
la tos, y ginebra, iba a ser suficiente para acabar con toda esa desazón
que le oprimía.
Poner fin a su vida después de
que Milagros se hubiera marchado con ese hombre, el maestro, como
ella lo llamaba, era lo más lógico. Sabía que no iba a ser capaz de
sufrir la humillación de despertarse cada mañana sin ella. La mujer
que había ocupado el centro de su vida hasta ese momento le había
dejado por un profesor de griego. Un hombre de letras, ilustrado.
El hombre que le iba a declinar día tras día el verbo «Lío». Ese verbo
tan raro que se escribía en otro alfabeto. El que le iba a hablar
de Agamenón y de Aquiles noche tras noche mientras se fuese bebiendo
a sorbitos lentos su coca cola con ginebra. ¿Cómo iba a continuar
viviendo después de eso? ¿Cómo iba a poder levantarse por las mañanas
sabiendo que Milagros estaría desayunando café con magdalenas, mientras
el hombre de letras le podría estar recitando los versos más hermosos
de la Iliada o la Odisea?
Su muerte después de todo no sería
más que una trasgresión a la normalidad de sus vidas. Les recordaría
que no hay felicidad posible si se monta sobre la desgracia ajena.
Sólo su muerte lograría hacerles saber que él no había olvidado como
hacen otros. Confiaba que a partir de entonces las vidas de ellos
no iban a ser más que un continuo recuerdo de su fechoría.
Y fue entonces cuando se le ocurrió
la idea de escribir esa carta.
Mientras buscaba folios se imaginó
a Milagros desencajada cuando la llamaran para darle la noticia. «Ha
dejado una carta para usted. Una carta póstuma», le diría el juez.
E imaginó su expresión de dolor. Y a él, al maestro, mesándose los
cabellos al darse cuenta de que su felicidad se había truncado por
culpa de ese hecho tan luctuoso. «Ager, agrí», diría cuando la viera
echarse a llorar desconsolada, o cualquier otra cosa pero en latín
o griego. Porque a Milagros después del dolor le vendría el resentimiento,
y después la culpa. Se acusaría de no haberlo comprendido, de haber
sido cruel con él. ¿Acaso tú, maestro, hubieras sido capaz de quitarte
la vida por mí como lo ha hecho él?, le preguntaría. Y él no sabiendo
qué contestar se alejaría cabizbajo, derrotado y hundido. Seguramente
en ese momento comprendería que ya nunca iba a poder ser feliz con
esa mujer eternamente enamorada de un espectro.
Comenzó a escribir. «Son las doce
de la noche del día de mi santo. Me voy, Milagros. Me voy porque no
podría soportar ni un día más sin sentir tus piernas enrolladas a
las mías mientras dormimos, ocupando el lado de la cama ahora tan
vacío. Ni podría verte agarrada del brazo de ese hombre que te encandila.
Comprendo que no puedas amarme pero debes entender que yo sin tu amor,
tampoco pueda vivir».
Cuando repasó lo escrito hasta
ese momento pensó que la palabra encandilar a lo mejor se escribía
con hache. Que ella se había marchado con su profesor porque lo admiraba,
y no iba a escribir una carta póstuma llena de faltas de ortografía.
De esa forma lo único que conseguiría era confirmarle que él no era
más que un patán, un inculto.
Se fue a buscar un diccionario
y encontró la palabra encandilar, pero también encontró otras muchas
que le gustaron. Encontró engaitar: que significaba engañar con promesas
y con palabras artificiosas, embaucar. Y pensó que era correcta, ¿Qué
había hecho ese hombre con Milagros si no eso? La palabra le pareció
rotunda. Y continuó mirando el diccionario por la misma letra. Y encontró
engibar: Hacer jorobada a una persona. Y decidió que sería una buena
idea utilizarla. Puso que era mejor que muriese porque si no, a lo
mejor le pegaba una paliza al maestro que lo dejaba engibado ya para
toda la vida, y que él no se podía hacer responsable de lo que un
estado de ánimo le impulsara. Luego miró engolillado: Chapado a la
antigua. Y escribió que ese engolillado no se merecía a una mujer
como ella. Y que lo que pasaba era que ella nunca había sido capaz
de quererle y que lo que había hecho siempre era engarbullarle, porque
se había enterado que eso significaba enredar.
La carta póstuma tuvo varios borradores;
un montón de folios arrugados se encontraban en el suelo, a su alrededor.
Sentado en la silla de la cocina, envuelto en la bata de dormir, y
con la única compañía del ruido de la nevera, fue buscando una tras
otras las palabras que mejor expresaran su estado de ánimo. Y fue
corrigiendo la ortografía, y trató de mejorar la redacción. Buscó
después un libro de lengua, y probó a variar las frases, hacerlas
más largas, cambiar de lugar el sujeto. Y así, casi sin darse cuenta,
llegó el amanecer y se sintió agotado. Volvió a leer la carta y se
dio cuenta de que aquello era un galimatías que había acabado por
no significar nada, por lo que decidió irse a dormir.
Ni siquiera se acordó al acostarse
de que le faltaban las piernas de Milagros enrolladas a las suyas.
Es más, pensó que era una suerte poder acostarse en una cama tan grande.
Abrió las piernas ocupando todo el espacio y se durmió.
Al despertar pensó que ya no era
su santo, y que debía ducharse si no quería llegar tarde al trabajo.
Y también, que menos mal que se le había ocurrido escribir esa carta
póstuma la noche anterior, porque de no haber sido así, a lo mejor
lo hubiera descubierto la asistenta exangüe, o… Quizás tan sólo extinto.
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* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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