Entraron a nuestra casa
cuando los dos dormíamos
apretados al silencio
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José M. López
Gómez
Durante un tiempo me sentí
protegido y cuidado por mi madre, con la cual mantenía una
comunicación profunda y permanente.
Cierto es que
tenía la desventaja de ser ciego y mudo, pero esto no impedía nuestra
natural co-participación en el dolor o la alegría.
Cuando ella me
hablaba a solas, en la intimidad de su cuarto, yo sufría por no poder
expresarle mi reconocimiento, mi profunda gratitud por ese amor sublime
que solo un hijo puede valorar.
Al sentir sus manos deslizarse por el entorno de mi cuerpo —mientras
ella canturreaba una de esas canciones que tanto me emocionaban—,
hubiere dado mi vida por mirarle a sus ojos.
«Pronto conocerás una nueva casa»,
me repetía con su dulcísima voz, y yo imaginaba mi futura morada envuelta
en colores diferentes que ni siquiera conocía pero a los que siempre
mencionaba: verde, amarillo o celeste, sobre todo celeste. «Mañana
pronostican un día celeste», acostumbraba a decirme cada tanto,
y yo pensaba que eso de los días celestes era algo muy importante
porque mi amada madre siempre se quejaba del cielo gris y que estaba
harta de ver caer tanta nieve sobre Buenos Aires.
Una tarde me confesó que pronto yo vería el cielo celeste, pero luego,
como preocupada, agregó: «Si Dios quiere hijo mío; si Dios
quiere...».
Naturalmente, yo pensé que ese Dios sería algo o alguien muy significativo
en su vida, tal vez tanto como Jorge, ese Jorge al que durante un
largo tiempo —mientras visitaba a mi madre— me vi obligado a tolerar.
Yo sabía que él no tenía nada contra mí; al contrario, creo que cuando
me nombraba, el tono de su voz sonaba cálido. Claro que estando ellos
juntos..., tan juntos que yo podía oír la respiración entrecortada
de ambos, me venían deseos de gritar y de gritar y de gritar... Entonces,
mi madre me retaba, explicándome que mi actitud era egoísta y que
el egoísmo era el peor de los pecados.
A pesar de comprender el significado de esa palabra, nunca pude evitar
esa sensación de congoja durante la presencia de Jorge en nuestra
casa. Sólo cuándo él se marchaba, al quedar a solas nuevamente con
mi madre, yo volvía a tranquilizarme. Era como si nos ligase un contacto
invisible, un vaso comunicante entre todos nuestros conocimientos.
Ella me explicó que nosotros nos entendíamos telepáticamente. También
me dijo que los nuevos adelantos científicos permitían ahora comunicarse
con los seres como yo, antes pasivos espectadores del mundo de los
adultos.
Su voz vibraba
en cada cosa que decía; maravillosa cascada de palabras que soltaba
a través de largos e íntimos monólogos, en los cuales canalizaba sus
más íntimas emociones.
Por ella, sabía que esto era una osmosis: si reía, yo reía; si lloraba,
yo lo hacía en silencio. Todo, absolutamente todo, me lo transmitía
de una manera casi mágica. Esta magia que desde hace unos días, ha
depositado entre nosotros una comunicación profunda y sublime.
Magia que también ha depositado en mi pecho una nueva sensación:
angustia; ella me lo dijo. Ambos la padecemos desde que Jorge
dejase de visitarnos repentinamente.
Pobre mi madre...;
a la hora de dormir, me seduce los oídos con esas tiernas baladas
que andan en busca de mi sueño; pero es inútil; algo tiembla en su
voz y yo tiemblo.
Hace poco golpearon a la puerta. Ella dormía profundamente; sólo cuando
los golpes comenzaban a herir mis oídos, mi madre se revolvió en la
cama. «¿Quién es...?». Silencio. «¿Eres tú, Jorge?»,
volvió a indagar mi madre con un tono de voz que raspó la angustia.
Y otra vez el silencio. Un silencio tan denso que yo —pegado a ella—
podía escuchar los latidos de su corazón.
En esos momentos, alguien profirió una carcajada soez. «¿Quién
está ahí?», pensó mi madre. No lo dijo. Sólo lo pensó. Entonces,
el hombre de la ronca risa, liberó su ronca voz: «Pronto vendremos
a buscarte, puta, muy pronto». Mi madre nunca me había dicho que era
una puta; tampoco me explicó que quería decir esa palabra; no obstante,
intuyó mi ansiedad, porque casi al instante le oí decir que me tranquilizara.
Y nuevamente sentí sus manos rodeando mi cuerpo mientras ella lloraba
en silencio.
Yo me sentí más que nunca unido a su vientre, percibiendo las sordas
implosiones de su corazón; también escuchaba el rumor de la sangre
dilatándole las venas, y, por primera vez tuve noción del miedo, ese
miedo nuevo que amenazaba escandalizar mi carne.
Al fin logró calmarse y tal vez para distraerme, me explicó que preparaba
un árbol de navidad porque quería festejar la nochebuena conmigo,
y, como si hubiese adivinado mi curiosidad, me dijo que Cristo, el
hijo de Dios, había nacido en un humilde pesebre más de dos mil años
atrás (aunque yo no sabía nada respecto al tal Cristo, imaginé que
sería muy importante teniendo en cuenta la manera especial que lo
nombraba).
Imprevistamente, me confesó que Jorge vendría a visitarnos. «Él
sabe el valor que tiene la Navidad para mí», me dijo, y yo, dentro
de mi oscuro mundo, pensé que era feliz en esos momentos, dialogando
con su Dios y su Cristo navideño.
Creo que los dos nos disponíamos a dormir cuando yo también me sentí
emocionado al escuchar sus dulcísimas canciones, todo, claro está,
sin dejar de recordarme a Jorge, prometiéndome que muy pronto me llevarían
a una nueva casa; que después que el doctor me operase, yo también
podría hablar y ver; que pese a las desgracias, el mundo era hermoso
y aún eran posibles los verdes, amarillos y celestes que pronto deslumbrarían
a mis ojos, «... porque Jorge no nos abandonará», repetía siempre,
siempre Jorge en la ansiedad de su voz.
Yo la escuchaba como ido, más cerca del recuerdo de los golpes en
la puerta, presintiendo que el miedo volvería en otra carcajada, cuándo
—repentinamente— escuché una voz distinta y comprendí que Jorge había
vuelto.
Llegó excitadísimo; lo adiviné porque hablaba agitadamente como si
el tiempo persiguiera sus palabras.
En medio de quejidos malhumorados, comenzó a hablarle a mi madre de
extraños sucesos; que había descubierto acontecimientos políticos
terribles; que la región patagónica estaba dominada por fuerzas desconocidas
y que toda la clase dirigente del país colaboraba directa o indirectamente
con el enemigo. Creo que mi madre no comprendía a qué se refería Jorge.
Yo tampoco sabía que era aquello de la Patagonia ya que nunca antes
había escuchado esa palabra. «¿Quién es el enemigo?», acotó
de pronto mi madre, partida por la duda.
Entonces, Jorge se apresuró a responder que por el momento no podía
precisarlo y menos ahora que había renunciado a su condición de agente
de Inteligencia del Estado.
También comentó que aquellos a los que les decían chupados, conformaban
parte de la resistencia patriótica, y que no podría quedarse mucho
tiempo porque «...seguro que los de Inteligencia me andarán buscando»,
sentenció.
Esa noche —como siempre ocurría cada vez que él se quedaba a dormir
en casa— volvieron a dormir juntos; y también como siempre, no pude
evitar la sensación de abandono al sentir que los dos se abrazaban
intensamente.
Cierto es que no podía verlos, pero intuía que sus cuerpos —uno sobre
el otro— se movían y jadeaban en medio de palabras densas y asfixiantes.
A través de mi madre, yo olfateaba la carne húmeda y caliente, el
cuerpo de ambos moviéndose hacia arriba y hacia abajo en un jadeo
que crecía y crecía hasta ahogarse en un largo y formidable grito
compartido (ésos eran los momentos en que más sentía que rechazaba
a Jorge).
A la mañana siguiente, después de sentarse al lado de mi madre, Jorge
comenzó a darle una serie de recomendaciones, con más soltura en su
voz. Por sobre todas las cosas, le pidió que negase todo en caso de
que los tipos lograran entrar en la casa. «¡Yo ya no existo!»
—gritó—; «... yo te dejé con el crío y nunca más me viste. ¿De
acuerdo? Sólo van a querer asustarte...».
Luego, poco antes de marcharse, reflexionó: «Dios mío, Nury, es
una lucha terrible porque ellos tienen el aparato y ahora no es como
antes de la guerra. Ahora son estas malditas corporaciones sin bandera
que...», y Jorge no pudo continuar porque mi madre comenzó a llorar
en silencio. En esos momentos, nada me resultó más impotente que sentirme
ciego y mudo.
Cuando Jorge logró calmarla —después de musitar un sentido «hijo
mío» mientras nos abrazaba a los dos— me pregunté cuánto faltaría
aún para que el doctor me diera la luz y la palabra.
* * *
Ellos regresaron. Forzaron la puerta y entraron a nuestra casa cuando
los dos dormíamos apretados al silencio.
Llegaron en medio de un ruido creciente y pronto comenzaron las preguntas
a mi madre: dónde estaba Jorge; qué actividades tenía ella
y quiénes eran los otros dos subversivos que los secundaban. Y mi
madre, que casi no podía hablar porque la angustia le tapaba la boca,
apenas pronunciaba palabras incoherentes.
Pronto comenzaron
los golpes y uno de ellos le recalcó que si no les decía donde estaba
Jorge, «... vamos a reventar a tu hijo» y al instante dijo
otro: «Je, je; te conviene hablar puta, porque después que te montemos
vamos a destrozar a tu pibe con este hierro. ¡Éste! ¡ Éste! ¿Lo ves
bien? Con éste te lo vamos a reventar... ¡A ver si me la dejan quieta
que yo voy a ser el primero en montarla, carajo!».
Y de pronto mi madre
se abrió a un grito tan hondo que yo sentí que algo se desprendía
de mi carne cuando los latidos de su corazón volvieron a repercutir
como graves y sonoros golpes en mis oídos y ya no pude evitar que
el miedo frío y pegajoso se deslizase por mi piel mientras mi madre
continuaba inmovilizada sin poder ver qué le hacían esos hombres,
sólo oyendo su espantoso grito que surgía del fondo de sus entrañas
y yo quería gritar y no podía hasta que unos de los hombres pidió
que trajeran el hierro y entonces sin saber por qué quise aferrarme
a algo moviendo los brazos hacia arriba tratando de escapar a ese
hierro puntiagudo que pronto desgarraría mis carnes a través de la
vagina de mi madre.
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José
Manuel López Gómez, autor
nacido en España, reside en Argentina desde hace más de 50 años.
solano(at)andaluciajunta.es
PÁGINA WEB DEL AUTOR: http://www.sanesociety.org/users/index.php?usr=8785
ILUSTRACIÓN RELATO:
House Silhouette, By unknown: simple wide-spread figure (dingbat
fonts) [CC0], via Wikimedia Commons.
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