La Fábrica
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Javier Farto Graña
Amanece. La luz amarillenta
de las farolas se va desvaneciendo, mientras la luz sangre de un nuevo
día surge en rápido crescendo. El nuevo día es, en esencia, igual
al anterior y será inevitablemente igual al siguiente. Creo que hoy
es domingo, aunque me imagino que esta información, como si fuese
cualquier otro día, es casi irrelevante.
Al terminar esta calle tengo que
girar a la derecha. Desde allí veré el serpenteante camino que me
llevará hasta lo alto, donde se encuentra La Fábrica. El lugar donde
trabajo. El lugar donde trabajan todos. Se alza como un Leviatán por
encima de la ciudad.
Acelero el paso. Llego tarde. El
no verme llegar a mi puesto, (en la planta cero de La Fábrica), a
la hora en punto de entrada, ocasionará malestar. La planta cero es
la más baja de todas. La Fábrica carece de sótanos, que, de haberlos,
se ubicarían por debajo de mi planta. No hay peligro de que me despidan.
Nunca han echado a nadie. Es imposible. A lo sumo podrán abrirme un
expediente disciplinario. Mi verdadero miedo es la ejecución de la
posibilidad de un traslado a otra planta. Es sencillamente miedo a
lo desconocido, ya que aunque algún caso se ha producido, desconozco
el destino y las condiciones del mismo. Para los que no lo sepan,
La Fábrica se cuida mucho de suministrar a cada persona únicamente
la información que necesita para su trabajo, prohibiendo tajantemente
la circulación de cualquier otra. Desconozco, salvo excepciones por
motivos laborales, los métodos y al personal de otras plantas que
no sean la mía. Incluso de la planta cero sólo conozco una pequeña
parte, ínfima diría yo, de los mismos.
La planta cero está formada por
trabajadores altamente cualificados. Ninguno de ellos, y eso puedo
asegurarlo, carece de uno, o varios, títulos universitarios. Muchos,
aunque la variedad es enorme, son títulos del sector tecnológico.
Somos realmente un grupo de elite. La mayor parte de los días la planta
cero hierve de actividad. Hoy no es una excepción, y el monótono sonido
de los teclados aporreados por diligentes y apresurados dedos llena
la sala. En verdad debería decir lo que conozco de ella, ya que no
he tenido la ocasión de recorrerla entera, ni conozco a nadie que
lo haya hecho. Se podría pensar que con tanta actividad el desorden,
en forma de papeles esparcidos por doquier, y el bullicio de impacientes
voces, se alzaría por encima del continuo rumor de los teclados. Nada
de eso. La administración de la planta cero de La Fábrica se ha ocupado
de que no sea así. Vuelvo a repetir que desconozco las reglas de funcionamiento
en las otras plantas. Y nadie de mi planta las conoce. ¿Acaso podríamos
realizar un buen trabajo si tuviésemos que conocer en detalle el funcionamiento
de cada una de ellas? De forma muy sabia, los servicios de administración
de nuestra planta han eliminado la comunicación verbal entre nosotros.
Disponemos de servicios informáticos de mensajería instantánea para
comunicarnos en tiempo real. Todo el mundo se encuentra a la distancia
que me separa de mi teclado y monitor. Los mensajes son examinados
por un cortafuegos, que eliminará los de temática no laboral, e incluso,
dentro de los laborales, eliminará los que sean tachados como superfluos
o irrelevantes. Los psicólogos de nuestra administración de la planta
cero de La Fábrica no ignoran las inherentes necesidades humanas de
comunicación verbal (¿quién puede olvidar que el hombre es un ser
social por naturaleza?); por ello han dispuesto una sala por cada,
pongamos un número cualquiera, mesas de trabajadores. Cada una de
estas salas es un parlatorio. Al que corresponda por cercanía, solemos
acudir cada par de horas durante un tiempo máximo estrictamente establecido,
para charlar de lo que nos venga en gana. La asistencia a los parlatorios
es opcional y cualquiera que lo prefiera puede quedarse trabajando
tranquilamente en su mesa. De hecho, la administración de la planta
cero de La Fábrica ha predicho, y parece que como siempre, acertadamente,
que la necesidad de acudir a los parlatorios irá disminuyendo. Y lo
cierto es que en los últimos tiempos ya lo hemos podido comprobar:
muchos de los trabajadores ya ni siquiera acuden una vez al día, aunque
tengo que admitir que en mi caso particular la necesidad todavía es
muy alta.
Quizá se podría pensar que la planta
cero está completamente aislada del resto. Nada más lejos de la realidad
de La Fábrica. Ésta, para su completo, y complejo, funcionamiento,
necesita que las diversas plantas colaboren entre sí para lograr el
objetivo común que, como no podría ser de otra forma, desconozco.
Por ello, la comunicación entre plantas es necesaria, vital diría
yo: ¿Cómo vamos entonces a comunicarnos con nuestros jefes, que no
se encuentran en la planta cero?
Los ignorantes podrían creer que
La Fábrica es ya una máquina perfecta. No. Es ya una gran y maravillosa
realidad la eliminación de la comunicación verbal, salvo necesidades
psicológicas, en nuestra planta. Desgraciadamente no lo es en nuestra
comunicación con otras plantas. Imagino que en ellas están más lejos
que nosotros de poder suprimir dicho anacronismo. Necesitamos comunicación
verbal para ciertas tareas en la planta donde se encuentran, entre
muchos otros que ni conozco, ni podría conocer, los directores de
la planta cero (llamémosle a esa planta, la número K, siendo éste
un número mayor que cero). Cuando uno de nosotros necesita comunicarse
verbalmente con alguno de nuestros directores, el caso contrario también
puede ser cierto, transmite una solicitud vía correo electrónico a
la administración de la planta K. Dicha administración se pone en
contacto con las dos partes y se fija una sala (un parlatorio en la
planta del individuo de mayor rango) y una fecha (lo más próxima posible)
para el encuentro. Al llegar la fecha, el individuo de menor rango
asciende (no es posible que un individuo de menor jerarquía que otro
trabaje en una planta de número superior a la de éste) hasta la puerta
de entrada de la planta del individuo de jerarquía mayor. Allí se
encuentra esperándolo un vigilante que le venda los ojos, tal es el
celo de La Fábrica en que no se conozca información no relevante,
y por tanto perjudicial, y lo conduce hasta la sala fijada, donde
ya estará esperando su superior. El vigilante se retira, eliminando
previamente la venda. Cuando la reunión haya terminado, el director
solicitará de nuevo la presencia del vigilante, y el proceso de salida
hasta la puerta de la planta, se repetirá de forma invariablemente
simétrica al de entrada, venda incluida.
La Fábrica cree, o estima, o predice
o impone. Lo mismo da, y así se lo ha comunicado a la administración
de la planta cero, que algún día también la necesidad no laboral de
comunicación verbal será sólo un recuerdo. Con ello se nos eliminarán
los parlatorios. La Fábrica también estima que en un futuro (¿quién
sabe si muy lejano?) tampoco será necesaria ninguna medida de control
policial en nuestra planta cero, ya que cualquier trabajador conocerá
todos los detalles de su labor y los realizará invariablemente con
gran precisión. No tendrá la tentación de desviarse de los desempeños
que le corresponden, y por tanto, los cortafuegos informáticos también
perderán su cometido, y serán eliminados. Ardo en deseos de ver ese
día.
El funcionamiento, todavía imperfecto,
de los engranajes organizacionales de la planta cero se hace patente
en pequeños detalles. Efectivamente, hoy es domingo. Lo sé por el
comportamiento dubitativo de mi compañero de la mesa contigua, con
el cual me han asignado una labor conjunta. El reglamento suministrado
por La Fábrica a la administración de la planta cero, establece que
cuando un trabajo es finalizado será entregado, de forma telemática,
creo que huelga decirlo, al director encargado de la supervisión.
El director, recibe el trabajo y suministra el siguiente, con las
posibles instrucciones necesarias, para su ejecución. Precisamente
hemos terminado el último trabajo asignado y aunque inmediatamente
lo podríamos enviar a nuestro director, sabemos que hoy no recibiríamos
trabajo siguiente alguno. La planta K está cerrada los domingos. El
reglamento de la planta cero establece que en estos casos el trabajador
puede elegir entre dos opciones. La primera es revisar más concienzudamente
el trabajo. La alternativa es avanzar en la formación individual.
Para ello tenemos acceso en la intranet a toda una serie de cursos,
que obligatoriamente tenemos que realizar. Aunque existen horas asignadas
para ello, también nos recomiendan que estudiemos en estas holguras
temporales, que aunque cada día son menores, siguen existiendo. Hay
que reconocer que el reglamento no es completamente explícito en esta
situación. El problema surge por la posibilidad traumática de elección
entre dos opciones. Eso genera dudas que causan desazón en algunos
individuos (como mi compañero) que desearían la ausencia total de
posibilidades. Ello, efectivamente, traería un rendimiento más óptimo.
Todos nosotros sabemos que La Fábrica está trabajando, con todo su
esfuerzo, para la eliminación de posibles interpretaciones del reglamento.
Tras un breve instante de duda,
me inclino por avanzar en mi formación. Dedico el resto del día a
esta tarea hasta que llega la hora de la salida.
Cuando abandono La Fábrica ya es
de noche. La ausencia de ventanas en la planta cero y los largos horarios
dificultan que pueda contemplar el sol con frecuencia. Vuelvo a casa
por el camino de ida, como siempre. Esta noche cenaré lo mismo de
ayer, que también será la cena de mañana. Escucharé las noticias y
me pondré a leer. Quizá acabe «El Castillo», de Kafka. Mmmm estoy
algo cansado, así que creo que releeré el relato, más cortito, «La
Biblioteca de Babel», de Borges.
Durante la cena en mi sala–comedor,
mis ojos se clavan en el nuevo hueco de la pared, antaño blanca. Allí,
colgados en lo más alto, se encontraban mis títulos académicos. De
un tiempo a esta parte los notaba muy deteriorados, de forma que ayer
por la noche traté de salvarlos. Los descolgué y los limpié con mimo.
Descubrí desgraciadamente que algunos de los desperfectos no parecen
tener solución fácil. Tras la un poco fallida limpieza, decidí guardarlos
en una caja para tratar de protegerlos, y que, al menos, no continuasen
precipitándose hacia el estado de derribo.
Examino mis cuentas bancarias,
normalmente bajo mínimos. Hoy también. Mañana visitaré a mi primo,
que vive en esta misma calle, para pedirle dinero. Le ha ido bien
en la vida. Siempre fue un estudiante pésimo y su formación es mínima,
pero hoy trabaja en una planta de La Fábrica superior a la mía. Evidentemente
no sé en cuál, ¿acaso podría saberlo? Mañana también tengo que solicitar
un encuentro en la planta K con mi dirigente directo, que supervisa
la adecuación del software que yo desarrollo a los estándares de La
Fábrica. El motivo del encuentro es enseñarle a manejar adecuadamente
el correo electrónico, a usar el ratón y a navegar por Internet. El
sueldo de mi dirigente directo multiplica el mío por, pongamos, nuestro
número K.
Es una casualidad, el resultado
de ese infinito juego de juegos que denominamos azar, que seas tú
el lector de estas líneas y yo el autor. Bien podría ser al revés.
Porque tú, como yo, como todos esos jóvenes, cada día más viejos,
que arrastran vertiginosamente su mirada por los monitores de la planta
cero de La Fábrica, eres un mileurista1.
Y quizá, además, seas un mileurista alienado.
NOTA:
1
El mileurista es aquel joven licenciado, con idiomas,
posgrados, másters y cursillos que no gana más de 1.000 euros (y a
veces se aleja mucho de ellos). Gasta más de un tercio de su sueldo
en alquiler, porque le gusta la ciudad. No ahorra, no tiene casa,
no tiene coche, no tiene hijos, vive al día…
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jfartogra(at)gmail.com
De este autor puedes leer, también, el
relato
El castaño
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ILUSTRACIÓN RELATO:
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