La fortuna
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Sergio Leibowich
Víspera
de Navidad...
Los primeros sonidos de la mañana
invaden cada rincón de la casa pero Belén hace rato que está despierta
porque ha pasado insomne gran parte de la noche. No es la primera
vez que le sucede. Los quejidos de su padre, el perro que ladra todos
los días de madrugada, el frío, el dinero que no alcanza, esa mancha
de humedad del techo que va creciendo cada día, Amílcar… Todo junto
y nada en particular conspira a la hora del sueño. Belén entonces
por fin se duerme y sueña con ella misma. Se ve a sus diez años, con
su pelo rojo dividido en dos largas trenzas y vestida con su mallita
de color amarillo. Está parada al borde de una pileta inmensa. El
agua, de un hermoso color turquesa, la llama a los gritos para que
se reúna con ella. Se pone en posición, como le enseñó su padre, y
se zambulle de cabeza. Se siente delicioso. Se hunde más y más hasta
que, al final, comienza el ascenso. Pero algo de repente sucede. Toda
la masa líquida se está endureciendo alrededor y ella nada puede hacer.
Se pone primero viscosa y un segundo más tarde se solidifica como
el hielo. Ella es conciente de que está atrapada. Trata de escapar
pero no puede. Es imposible salir de allí. Se lastima cuando intenta
hacerlo. Quiere gritar pero ningún sonido sale de su voz. Belén se
despierta agitada con su propia desesperación. Escucha atenta. Desde
la otra habitación ya siente a su padre revolverse inquieto en su
cama. Que espere como espera ella, que siempre está aguardando algo
que rompa esa monotonía atroz que la va comiendo de adentro hacia
afuera. Pero a los pocos segundos sin embargo se levanta. Al pasar
por el pasillo ve que afuera el pasto del jardín está totalmente escarchado.
¿Hoy es jueves? No; es viernes porque el sonido agudo que hace el
afilador quiebra la mañana. Es el único día que se permite comprar
el diario. Tiene aún algunos minutos para ir a buscarlo y enterarse
de que otros son aún más infelices que ella. Entonces se consolará,
aunque sea por algunos minutos. Y además comprará el resto que ha
quedado pendiente. Después de todo es Navidad... Debe aprovechar que
su padre no está aún completamente despierto. No tomará un baño porque
no tiene demasiado tiempo. Aunque la idea por un momento la tienta,
finalmente desiste de ella. Además se queda tranquila porque se bañó
ayer antes de acostarse. Sólo basta con un cepillado de dientes mientras
evita mirarse en la extraña imagen que le devuelve el espejo. La frase
volvió a su mente: «No siento nada...». Se pone su batón celeste,
se pasa el peine sobre su pelo colorado y eso es todo. Aún sabiendo
de que el diariero se la quedará mirando como si fuera una loca. Pero
sabe que el hombre no hará ningún comentario más que preguntarle por
la salud de su padre. Como si realmente le interesara. Junta las monedas
que ha estado reservando y sale a la calle. El frío penetra por su
nariz como una feroz cuchillada. Eso sí podía sentirlo. Don Ramón
está ordenando aún el puesto. A unos metros, como todos los días,
la niñita pelirroja de ojos celestes que tanto le hace recordar a
ella, está desayunando su factura diaria. Nadie sabe de dónde salió.
Sólo se aparece por allí, cada mañana. La nena, como siempre, le sonríe
y un agujero asoma en su sonrisa. Al sentirse descubierta, rápidamente
se lleva la mano a la boca para que no la vea. La pequeña le cuenta
que uno de los dientes de adelante se le ha caído la noche anterior,
«pero el ratón no apareció», dijo disgustada. «Quizá por el frío se
congeló y se murió», agregó. Belén acaricia su cabeza y se decide
rápido. Coloca el billete dentro de su pequeña mano. Valía la pena.
«Me dijo el ratón que te lo dé», le contó a la pecosa que lo recibió
como una fortuna. Y otra vez la sonrisa con agujero que entibió definitivamente
la mañana.
Navidad...
Hoy su padre se queja sobre un
nuevo dolor. Esta vez es en la rodilla izquierda. Belén lo escucha
y asiente con su cabeza pero no hace ningún comentario. ¿Para qué?
Todos los días aparece un nuevo y más doloroso padecimiento que lo
único que tiene de bueno es que sirve para hacerlo olvidar del que
sufrió el día anterior.
A media mañana ya lo ha higienizado,
vestido, desayunado y colocado frente a la ventana a escuchar la música
que a él le gusta: sólo tangos. Belén está exhausta. Con un poco de
suerte se quedará tranquilo hasta el mediodía Será el momento en que
le reclamará su porción diaria de pollo a la parrilla. Porque eso
es lo único que su padre quiere comer. Ya ha probado de cocinarle
algo distinto, pero cansada de tirar la comida, finalmente aceptó
que ambos comerían todos los días pollo. No hervido, no al horno.
A la parrilla y bien seco. Ese el precio que Don Pedro ha puesto a
su silencio.
A las once treinta, luego de hacer
las cosas de la casa, Belén se sienta a leer su diario. Antes se lo
traía Amílcar, el que fue su novio. Pero desde que él la dejó la semana
anterior ahora debe ir a comprarlo ella. Justo cuando está terminando
de preparar el mate suena el timbre de la puerta de calle. Observa
a través de la mirilla. Es Amílcar que inexplicablemente se llegó
hasta su casa. Se lo ve pálido, y la mira como esperando que sea ella
quien diga algo. «No siento más nada...», le dijo a ella la semana
anterior.
—¿Qué tal?
El recién llegado le da un beso
y se la queda mirando esperando a que lo hagan pasar. Belén se aparta
de la puerta y su ex novio, el que ya no siente nada, pasó al patio
en donde se acomodó en una de las sillas de mimbre.
—¿Querés unos mates?
—Bueno.
Belén se siente extraña. Amílcar
la observa ansioso, voraz. No le gusta su mirada, su comportamiento.
—¿Está bien tu papá?
—Está bien mi papá.
Trae la pava, el edulcorante, el
mate y se sienta. El primer mate lo toma él. El más amargo. Porque
aunque ya no son novios, todavía se conoce de memoria los gustos de
Amílcar.
—¿No leíste el diario todavía,
no?
—No. Estaba recién empezando. ¿Querés
que te lo preste?
El aparecido no le contesta. El
tono de su voz suena raro. Como si quisiera decirle algo. Se lo nota
angustiado, sin ninguna duda. Está hasta agitado. Quizá durante la
noche el recuerdo de algo de lo que le dijo le remordió la conciencia
y ella no fue la única que no pegó un ojo la noche anterior. Pero
«no te quiero más» y «no siento más nada» son dos frases que aún suenan
demasiado fuerte dentro de la cabeza de Belén. Amílcar toma el «Clarín»
que está sobre la mesa.
—Lee esto —le ordena.
¿Todavía le ordena? «Esto» era
la página de la lotería.
—¿Porque el jueves vos le jugaste
como siempre al diez mil ciento noventa y seis, no?
Belén miró la hoja del diario.
Indicaba que había salido el diez mil ciento noventa y seis a la cabeza.
Correspondía a la fecha en que los dos se habían conocido, aquel primero
de año de hacía diez años. Tanto tiempo esperándolo fielmente y el
día por fin había llegado.
—Nosotros siempre le jugamos al
diez mil ciento noventa y seis. Es nuestro número. ¿Le jugaste lo
mismo también esta semana, no? —inquiere Amílcar.
Su ex novio está fuera de sí. El
rostro de su visita es como un manchón informe que como la semana
pasada, también parece que la está maltratando hoy.
—No me acuerdo…
—¿De qué no te acordás? No entiendo.
¿De cuánta plata le jugaste no te acordás?
Su padre llama, bendito sea Don
Pedro. La voz llega desde el cuarto como una mezcla de orden y lamento.
Belén se levanta como expulsada por un resorte y tira la pava de agua
hirviendo al suelo. Amílcar intenta recoger el objeto pero Belén no
lo deja.
—Te llamo más tarde. Ahora tengo
que llevar al baño a papá —le dice.
Es evidente que su ex quiere seguirla,
pero se calla y no dice nada más. Sabe que no debe presionar. Justamente
hoy no le conviene tratarla mal, como la otra vez. ¿Es miedo eso que
ve en sus ojos? La visita, que ahora se comporta nuevamente como un
novio, le da un sonoro beso. Hasta le pide que se cuide. ¿De quién
es que debe cuidarse? Belén casi tiene que empujarlo hasta la calle.
Antes de irse la visita le implora que lo llame. Casi le tiene que
cerrar la puerta en las narices. A través de la cortina transparente
de la sala, lo ve alejarse. Por primera vez en su vida, Belén se siente
poderosa. ¿Pero por cuánto tiempo?
Después del almuerzo y dejar a
su padre durmiendo la siesta, Belén se queda un rato tirada en la
cama. El teléfono estuvo insistiendo intermitentemente. Sería Amílcar,
seguramente. A su lado, el «Clarín» abierto en la única página que
fue leída, reposó junto a ella. De repente se incorpora y busca preocupada
el pronóstico del tiempo. Indica que hará frío, mucho frío. Cero grados,
muestra el gráfico. Quizá si se lo pedía, la niñita de trenzas pelirroja
aceptaría compartir los desayunos con ella. Por lo menos hasta que
el frío pase.
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SERGIO LEIBOWICH
es un autor que reside en Buenos
Aires (Argentina).
De este autor puedes leer también los
relatos:
Las hermanas |
El loco
* ILUSTRACIÓN RELATO:
Redhead, painting by Phil Eckert, By Aura2 (Own work) [CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0) or GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)],
via Wikimedia Commons.
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