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La fructuosa
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Fausto Antonio Ramírez


Cinco años habían transcurrido desde que el coronel Solórzano asumió el poder de toda la comarca, tras un golpe de estado cruento y sin parangón, en la larga historia de enfrentamientos y codicias que venían asolando la región desde tiempos inmemoriales. Después de tres días de luchas, el pueblo de Malpartida de Rozas se rindió a sus pies, deshecho por la descarnada embestida a la que no pudo responder por agotamiento y pérdida de innumerables vidas que se entregaron en delirio oblativo hasta sus últimas consecuencias. Aterrado y abatido por el hastío de una defensa que acabó en derrota, en Malpartida se impuso un régimen dictatorial que aniquiló de raíz todo viso de libertad y expresión valiente por vivir con el mínimo de dignidad, al que un hombre en este mundo puede aspirar, para no ser comparado con un animal. No hubo compasión en ningún sentido, y toda iniciativa, del tipo que fuera, fue literalmente disipada por orden y mando del coronel Solórzano que no puso obstáculo alguno a que se acabara con cualquier intento de sublevación y de protesta ante su forma y manera de imponer la ley. Una ley que él mismo estableció a su propio antojo para beneficio y consuelo, siempre insatisfecho, de su propia persona y de su familia que junto a él se erigió en grupo selecto, de derecho divino, dispuesto a ser servido, en todo lujo y caprichos, por un pueblo humillado hasta el extremo.

Fueron años muy duros para la vida de todos los vecinos de Malpartida. El coronel Solórzano impuso un tributo equiparable con el diezmo eclesiástico de siglos atrás, que todo honrado trabajador debía pagar después de cada cosecha o fruto recogido según la época del año. Los habitantes de Malpartida de Rozas vivían atemorizados, inmersos en sus trabajos que apenas les llegaban para mantener a sus familias. Si algún año la cosecha era abundante, por decreto de la máxima autoridad del pueblo, se requisaba una cantidad superior al diezmo, dejando de nuevo a las familias bendecidas por la tierra en una situación lastimosa que fue generando odio, desprecio y enemistad hacia la persona del coronel, siempre parapetado tras los muros de su ostentosa vivienda, donde vivía a buen recaudo junto con toda su familia.

En medio de aquella situación de escarnio e injusticia social, despertó un hombre bueno y justo que ante la imposibilidad de enfrentarse con éxito al poder impuesto por parte del coronel, decidió hacerse uña y carne con sus convecinos para poder salir adelante del horrible sometimiento al que a diario estaban expuestos todos. Se llamaba Ayuso Benarro, y fue uno de los últimos habitantes de Malpartida en instalarse a vivir en el pueblo. De vocación errante, Ayuso había recorrido medio mundo junto a su mujer, Ricina Mortero, de la que estaba profundamente enamorado y quien era para él su razón última de vivir. Hacía más de diez años que se afincaron en una pequeña hacienda a la salida del pueblo, dedicándose a la ganadería y a algunas labores de labranza. Cuando se impuso la dictadura, parte de sus tierras le fueron arrebatadas y más de la mitad de su ganado se lo quedó el coronel. Sin embargo, con dos vacas, unas cuantas cabras y unas pocas gallinas en el corral contiguo a la vivienda, lograba mantenerse a flote con su mujer y su hijo que aún era un infante.

Los días de angustia fueron pasando, y a duras penas, Malpartida pudo ir sobreviviendo al yugo inquisitorial y castigador que el coronel Solórzano no se cansaba de apretar sobre el pescuezo de tantos hombres de buena voluntad que vieron en pocos años cómo sus vidas les estaban siendo arrebatadas por el deseo insaciable y megalómano de un militar ávido de poder. No obstante, Ayuso Benarro no se dejó vencer por la malicia del coronel, y a pesar de su impotencia para hacer resistencia a los requerimientos injustos que todos sufrían, se dedicó a compartir parte de lo suyo y ayudar a los demás, como en el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, sacando de donde no había. Utilizando algunas estrategias sencillas de economía y contabilidad, logró ir despistando a los usureros que, llegada la fecha, se acercaban al pueblo a cobrar la parte del tributo obligatorio que se debía pagar a Solórzano.

Sorprendido por el buen hacer de aquel hombre y de cómo se las ingeniaba para que cada familia, una vez pagado el impuesto, lograra sobrevivir sin demasiadas dificultades, el coronel mandó cerrar el círculo sobre él para agotar sus estrategias y que su ayuda no alcanzara al resto de la población. Fueron días muy duros los que la familia de Ayuso tuvo que sufrir como reprimenda a su solicitud por los demás. Tanto fue el acoso y las amenazas de muerte que sufrieron que una noche, antes de la amanecida, Ayuso tomó a su mujer y a su hijo Yuntero y salieron de Malpartida con otro rumbo, lejos de la órbita de influencia del coronel Solórzano, en busca de una mejor vida en libertad. Tanto Ayuso como Ricina estaban dispuestos a todo con tal de ofrecerle a su hijo Yuntero una vida mejor que la que ellos estaban sufriendo por caprichos del destino y de la malicia del hombre. Así pues, aquella noche, cuando el pueblo dormía, los Benarro abandonaron Malpartida y nunca más se supo de ellos en kilómetros a la redonda.

Cinco días estuvieron a lomos de sus mulas que además tiraban de un carro con las pocas pertenencias indispensables que lograron sacar de su hacienda. El destino quiso que llegaran a Cafarra del Trigo, una mañana en la que el sol del inclemente verano no dio tregua a bicho viviente que aquel día se despertó sorprendido por la extraña luz que lo invadía todo. En Cafarra vivía un hermanastro de Ayuso con un cargo importante en los órganos de poder de toda aquella región, que aceptó con benevolencia que tanto él como su mujer y su hijo se asentaran en sus tierras. Damián Benarro, que así se llamaba su hermanastro, se puso en seguida al corriente de las razones de su huída de Malpartida. Éste que era consultor y mano derecha del gobernador de Cafarra le ofreció una casa y un pedazo de terreno para el cultivo de hortalizas y verduras con las que poder alimentar a su familia. En Cafarra, Ayuso encontró por fin la felicidad que durante años pasados le fue arrebatada sin comerlo ni beberlo. Así pues, empezaron a transcurrir los nuevos días de los Benarro, que dedicaron su mayor esfuerzo en criar y educar al niño de sus ojos, Yuntero, que a ejemplo de sus padres, fue creciendo en bondad y humana sabiduría, para regocijo y contento de sus progenitores a quienes se les llenaba la boca hablando de sus muchas cualidades y bendiciones que Dios había tenido a bien derramar sobre él.

Mucho más lejos de aquella zona, en Cerrato de Falsa vivía otra familia, hermanada con Ayuso por lazos celados de media sangre de no se sabe qué delito de bastardía por parte de algún pariente lejano. El caso es que los buenos sentimientos de preocupación y cuidados por los de su estirpe, habían hecho que Ayuso jamás rompiera las familiaridades de afecto oficiosas y naturales que, de alguna manera, le seguían uniendo a aquel hogar, pero de los que no tenía noticias desde hacía tiempo.

La familia lejana de Ayuso sufría las consecuencias de un mal de ojo prolongado que se había cebado con la persona más débil de este mundo. Con ésta era la tercera vez que Mayela Soto Remiscua, hija de Gimeno y de Auguria, era públicamente repudiada por los hombres que habían yacido junto a ella en espera de obtener un vástago varón que siguiera dándole continuidad al apellido de una estirpe de abolengo que sin ese fruto estaba condenada al olvido y a la extinción. Tres hermanos, Muriel, Zacarías y Esteban habían ido probando suerte consecutivamente hasta que el último de los hermanos, pasado el tiempo oportuno de ver a Mayela preñada, decidió igualmente repudiarla por estéril y seca. La desgracia pareció apoderarse de aquella familia, sin que ningún otro varón viniera a fijarse en ella ni a pedirle al padre su mano. Los años pasaron y la desdicha seguía afincada entre esas cuatro paredes sin que hubiera remedio alguno por hacer germinar la semilla que alguno de aquellos tres hermanos de cuna depositó en su vientre.

Nigromantes, agoreros, tarotistas, curanderos, brujos, hechiceros, adivinos, videntes y quiromantes fueron consultados hasta la saciedad. Gimeno Soto se dejó parte de su hacienda en el pago de tanto advenedizo que no consiguió sacar nada en limpio, por muchos enjuagues, bebedizos e infusiones que le hicieron tomar a la pobre Mayela que cada día se sentía más triste y abatida ante la ineptitud de todos los que se implicaron en su sanación. La derrota vino con el tiempo, cuando definitivamente se dejaron vencer por el mal que los acechaba y contra el que no pudieron hacer nada.

Los años pasaron felices en el nuevo hogar de los Benarro. Ayuso se dedicaba a sus campos, trabajando de sol a sol, mientras Ricina se ocupaba de la educación de su hijo Yuntero que fue creciendo gozoso y radiante al amparo del cariño de sus padres. Sin embargo, cierto día de aquel terrible invierno en Cafarra, los campos amanecieron cubiertos de una espesa capa de escarcha que no tardó en cuajar formando una durísima placa de hielo que se apoderó de las eras de todos los labradores de la región. Ayuso, brioso e incansable en su trabajo por no descuidar a su familia ni dejar sin pan a los suyos, salió a romper terrones en una desmedida batalla contra la naturaleza que acabó destrozándole el espinazo y provocándole unas altas temperaturas que Ricina no fue capaz de amortiguar durante semanas. Postrado en cama, sin fuerzas y acariciando de refilón la muerte que quiso venir a llevárselo, se presentó el día en que su hijo Yuntero cumplía la mayoría de edad. El padre llamó a su vástago para darle el último abrazo antes de entregarse definitivamente a los brazos de la muerte.

—Siento que el día de tu aniversario yo tenga que amargarte la existencia con esta desconsolada despedida que nunca hubiera deseado que llegara tan pronto —le dijo Ayuso a Yuntero que no era capaz de mantenerse firme ante el dolor de ver partir para siempre a su progenitor.

—Padre, dime qué puedo hacer por ti, no puedo dejar que abandones esta vida sin antes haber intentado hacer lo imposible por retenerte más tiempo a nuestro lado.

Ayuso se acordó entonces de un viejo amigo suyo que estaba en deuda con él desde hacía años.

—Vete a buscarlo y pídele que te dé la fórmula de una poción que es capaz de curar todo mal y que él conoce bien. A cambio yo te ofrezco como obsequio de cumpleaños la mitad de mi fortuna que ese amigo guarda a buen recaudo como señal de mi fiel e incondicional amistad hacia él. Si eres capaz de traer su milagrosa medicina antes de que muera, la fortuna será tuya y yo volveré a recobrar la vida que éste mal se empeña en quitarme a jirones.

Yuntero aceptó voluntariamente la petición de su padre y dispuso todo para marcharse a tierras lejanas en busca del brebaje que podría devolverle de nuevo la salud. El hijo de Benarro se había criado a las faldas de su madre y jamás se había atrevido a romper el cordón umbilical que le unía a los suyos. No conocía mundo ni recurso alguno de los que valerse para poder enfrentarse a las adversidades que la codicia y la maldad humanas rondaban a la zaga de almas nobles fuera del hogar familiar. Antes de partir fue a hablar con su tío Damián, consultor del gobernador Doroteo Argenta, a cuyos oídos ya había llegado la noticia sobre el estado de salud de su hermanastro. El consultor le ofreció todas las indicaciones precisas que debía seguir para localizar al curandero que haría posible el milagro de la restitución de la salud de su padre. Sin embargo, Yuntero, con su poca experiencia no sabía si lograría llegar a tiempo para dar de beber la pócima curativa a su padre. No había tiempo que perder ni dejar las cosas al arbitrio de la suerte. Con toda diligencia, Damián Benarro ofreció a su sobrino la compañía de Fabio Nonato, un guía muy avezado, fuerte y valeroso que le serviría de lazarillo para localizar al médico que tenía la fórmula del bebedizo que Ayuso debería tomar antes de que fuera demasiado tarde.

Cuando todo estuvo dispuesto, los dos compañeros emprendieron un largo viaje que les llevaría por tierras desconocidas y despobladas por las que el maligno moraba al acecho de toda alma limpia a quien poder tentar.

Tres días con sus tres noches, la pareja de peregrinos estuvo viajando, atravesando valles y montañas, bosques y pedregales hasta que el gran desierto se les vino encima sin agua ni alimento que llevarse a la boca, después de haber agotado todo bocado con el que mantener las fuerzas para no desfallecer en medio del camino. Macilentos por el terrible sol del mes de agosto que no quiso atenuar sus hirientes rayos desde un cielo azul y despejado, los dos amigos cayeron derrotados en mitad del desierto con la dulce esperanza de ser localizados por algún fortuito viajero que pudiera socorrerlos. Pasaron largas horas sin que nadie se dignase a atravesar la estéril y castigadora planicie desértica en la que se encontraban apesadumbrados, sin fuerzas para poder proseguir la marcha. La vista se les perdía en lontananza intentando descubrir algún árbol umbroso donde cobijarse, pero no hubo forma de localizar bastión alguno sobre el que apoyarse o resguardarse del inclemente astro diurno que con fuerza arremetía sobre la árida estepa desértica en la que Yuntero y Fabio intentaban sobrevivir a duras penas.

Llegada la noche, sus cuerpos deshechos quedaron dormidos el uno junto al otro, respirando los últimos golpes de aliento que la tregua nocturna les concedía antes de terminar con ellos. De pronto se vieron asaltados por un grupo de malhechores que sin clemencia alguna les robaron lo poco que llevaban encima y un mapa dibujado sobre un pedazo de pellejo de conejo indicando el lugar exacto donde vivía el médico amigo de Ayuso. Sacando fuerzas de donde no las había y en cumplimiento del compromiso hacia Damián de dar cobijo y protección a la vida de Yuntero, Fabio Nonato intentó resistirse por evitar el robo y que hicieran daño a su compañero de viaje. En una desigual pelea, Fabio cayó malherido al suelo con una herida en el vientre por la que perdió toda su sangre. Yuntero intentó, con los pocos medios que tenía a su alcance, que no perdiera la vida, pues bien sabía que sin su guía su muerte era igualmente segura en mitad de aquella inhóspita tierra de alacranes y saltamontes. A las pocas horas de batalla a brazo partido con la muerte, Fabio murió en los brazos de su amigo que no pudo hacer nada por evitar que la sangre de su debilitada humanidad terminara de desparramarse. En mitad de la noche, cuando el cierzo del norte se levantó ateriéndolo de frío, Fabio fue enterrado por Yuntero que sin poder cavar una fosa en la que colocar su cuerpo, lo cubrió de pedruscos y guijarros rezando después el De Profundis por su alma.

Solo, perdido y destrozado por el frío, la sed, el hambre y el dolor por la muerte de su compañero, Yuntero se puso en pie y continuó la marcha con el miedo metido en el cuerpo por si de nuevo los asaltantes de la noche volvían a cebarse con la poca vida que todavía mantenía erguido su febril cuerpo. En ese exangüe estado, Yuntero logró recorrer aún algunos cuantos kilómetros más, hasta que terminó derrumbándose cerca de un pozo que no alcanzó ni tan si quiera a sacar un poco de agua. El desvanecimiento acabó con su conciencia, sumiéndolo en un prolongado sueño del que no despertó hasta pasadas cinco horas. Al cabo del tiempo abrió de nuevo los ojos y contempló sorprendido que junto al brocal de la poza se encontraba un viejo y harapiento mendigo, con unas cardadas barbas canosas que le llegaban hasta el ombligo. En sus artríticas y arrugadas manos sostenía un pedazo de queso rancio que comía con un trozo de pan de centeno. Su mirada, a medio cubrir por unos párpados acanalados que cubrían parte de sus ojos, parecía la de un sabio o eremita acostumbrado a la vida celibataria, acompañada en exclusiva de su propia soledad. Cuando Yuntero se despertó definitivamente, el anciano mendigo se acercó a él, limpio las llagas supurantes de sus pies, le dio a beber agua fresca recién sacada del pozo y lo alimentó con el queso que llevaba guardado en una especie de zurrón de piel de camello. Cuando Yuntero empezó a recuperar las fuerzas, se presentó y le contó la desventurada travesía que había sufrido durante días, de cómo fue asaltado en mitad de la noche y la cruel muerte que le infringieron a su acompañante. El mendigo a su vez, le dijo su nombre, se llamaba Teodoro Baruco, que en la lengua común significa: regalo de Dios bendecido. Los dos circunstanciales nuevos compañeros de viaje se incorporaron, agarrándose el uno al otro por la cintura y apoyándose en el cayado de Teodoro sobre el que Yuntero dejaba caer la mayor parte de su peso. No recorrieron mucha distancia cuando por fin lograron alcanzar una hacienda donde la vegetación frondosa cubría los muros de la casa y el fresco que se respiraba amortiguaba la insidiosa calor del desierto que acababan de dejar atrás.

El destino dispuso que estos dos compañeros llegaran hasta la casa de la Mayela. Durante días fue mimado por la triplemente repudiada mujer que se deshizo en mil y una atenciones hacia Yuntero, hasta que logró su total y renovada recuperación. Cuando el enfermo volvió en sí, no quiso perder más tiempo por incorporarse de nuevo y continuar con su infatigable búsqueda hasta dar con la casa del curandero y hacendado pariente lejano de su padre que guardaba la fórmula para su sanación. Sin embargo, sus fuerzas aún le flaqueaban y no era capaz de reiniciar una marcha de la que no estaba seguro que pudiese llevar a buen término sin poner en peligro su propia integridad física.

Alentado por Mayela, Yuntero desistió finalmente de su empeño y pidió que el mendigo que tan a bien tuvo llevarlo a buen recaudo a la casa de los Soto, prosiguiera con su hazaña, ya que él era un hombre acostumbrado a deambular por el mundo, orientándose con las estrellas y la posición del sol. Sin más dilación que los últimos consejos que Yuntero le transmitió de no demorarse en la búsqueda de la casa del pariente de su padre, Teodoro Baruco salió de buena mañana con la única misión de traer la parte de la afortunada herencia que como regalo de cumpleaños le correspondía a Yuntero, sin olvidar la fórmula que podría poner fin a la grave enfermedad que el cabeza de familia estaba sufriendo. La única advertencia sobre la que Yuntero insistió fue que hiciera el viaje en el menor tiempo posible, no fuera a ser que finalmente su padre falleciera sin haber tomado antes la pócima milagrosa que podría acabar con el mal que lo estaba reventando por dentro.

Mayela y Yuntero quedaron a merced de las noticias, que durante días estuvieron esperando como agua de mayo, de aquel ocasional mendigo que por arte del destino providente vino un día a cruzarse en la vida de Yuntero. Durante la espera, Gimeno Soto le contó a su pariente lejano el mal que padecía su hija y cómo, por tres veces consecutivas, había sido horriblemente repudiada por tres hermanos que tras yacer repetidas veces con ella, no lograron dejarla en cinta. En la confidente intimidad de la conversación, Yuntero confesó a Gimeno que él jamás había estado con ninguna mujer. Su falta de experiencia en asuntos amatorios delataba una virginidad primeriza que nadie hasta la fecha había venido a mancillar. Por otra parte, Yuntero se atrevió a decirle al padre de Mayela que su hija le era de su agrado, y que una vez visto el cuidado tan exquisito que había puesto en sanarle sus heridas, quería casarse con ella. Sin embargo, Gimeno, vista la mala experiencia pasada con otros hombres, no quiso entregársela a menos que antes se acostara con ella y la dejara preñada; entonces sí tendría a bien entregársela porque tendría la convicción de que no volvería a ser repudiada por nadie más.

Yuntero aceptó la condición impuesta por su futuro suegro y, aquella misma noche, Mayela y Yuntero durmieron en el mismo lecho hasta que éste la poseyó tantas veces como pudo, hasta derramar la última gota de su simiente en el vientre de la estéril.

Seguía pasando el tiempo y Teodoro Baruco no estaba de vuelta todavía. Pero, cierto día, cuando la luna llena era capaz de arrebatarle la oscuridad al cielo estrellado de la noche, Mayela sintió una punzada aguda en sus entrañas y pensó que había llegado de nuevo el tiempo de sangrar para su purificación menstrual. Sin embargo, no hubo nada. El dolor permaneció algunas noches más, hasta que la luna empezó a menguar de nuevo. Pasado el tiempo de rigor, Mayela confirmó a su padre y a Yuntero que los dolores de las reglas habían terminado sin que hubiera vertido ni una sola gota de sangre y que como era la primera vez en su vida que se le retiraban sin previo aviso, podía estar segura de que se encontraba en estado de buena esperanza.

Ese mismo día, tras la confirmación de fertilidad de Mayela, Yuntero pidió la mano de su hija a Gimeno, quien satisfecho y orgulloso por la hombría de su futuro yerno, no se la negó e hizo venir a amigos y vecinos para la celebración de los desposorios. Aquella fastuosa celebración, donde el vino corrió sin mesura, los pollos, pavos y capones fueron servidos en bandeja de plata y hasta se sacrificó el ternero cebado que se guardaba para el día de navidad, fue recordada durante años por todos los invitados que saciaron sus estómagos hasta decir basta. La música se prolongó hasta tarde en la madrugada, animada por una banda de viento y metal que a ritmo de un bombo, dos panderos y unos timbales marcaron el ritmo de las melodías sobre las que los convidados danzaron hasta caer derrotados. En medio de aquella rocambolesca y estentórea algarabía, alguien dio la voz de alerta de que en la lejanía, acompañado de un candil, se vislumbraba la figura de un torcido caminante que conducía tres pares de mulas cargadas de cofres y baúles que parecía que iba a reventar a las bestias. Cuando estuvo más cerca se pudo confirmar la identidad de Teodoro Baruco que estaba de vuelta, trayendo consigo, a lomos de los equinos, la parte de la fortuna que le era devengada a Yuntero, además de la pócima curativa con la que podría devolverle la salud a su padre.

Los nuevos esposos no quisieron perder más tiempo y cuando todavía no había amanecido, pusieron rumbo de vuelta a casa, cargados de sus nuevas y ricas pertenencias. El mendigo formó, igualmente parte de la caravana, pues Yuntero quería que su padre lo conociera y fuera él mismo quien le diera a beber el jarabe milagroso por el que había arriesgado no sólo su vida, sino la de su propio hijo. El viaje se aceleró lo más que se pudo, bajo los primeros síntomas de gestación que sufría Mayela. Al cabo de cinco días, por fin lograron alcanzar Cafarra del Trigo, que por entero salió a las puertas del pueblo para recibir a los nuevos contrayentes y dar las gracias al cielo por tanto beneficio alcanzado.

El párroco de Cafarra no tardó en organizar un Te Deum al que el mismo gobernador acudió, mientras que en casa de los Benarro se estaba a la espera de ver cómo Ayuso reaccionaba a la ingesta de aquel bebedizo extraordinario. Pasaron dos horas desde que Ayuso lo bebió y ya la calentura había desaparecido. Un poco más tarde no había señal alguna de su enfermedad. Todo había concluido bien, y la salud de Ayuso había vuelto a instalarse en su cuerpo.

Como pago y agradecimiento a su hazaña, Ayuso Benarro recompensó generosamente a Teodoro Baruco que no quiso aceptar nada de lo que se le puso entre las manos. Su destino estaba en ser un peregrino sin fronteras, viviendo de la poca caridad que todavía existía en este mundo y haciendo el bien a los demás.

Yuntero y Mayela se instalaron a vivir cerca de la hacienda de sus padres y a los ocho meses, con un parto prematuro dio a luz de una sola vez a cuatro hijos que la parturienta no dudó en atribuir a cada uno de los hombres que con anterioridad se habían acostado con ella, depositando en su vientre la semilla de la vida. Cada uno de los chiquillos era diferente en los rasgos de su rostro; y el cuarto fue el único que sacó los rasgos de Yuntero. Mayela comprendió por fin, que en realidad no había sido una mujer estéril, sino que las vidas que llevaba dentro estuvieron a la espera de tener al padre que más les convenía.

Con Yuntero se rompía definitivamente una maldición que trajo consigo muchos otros descendientes hasta completar una larga lista de veinte. A partir de entonces a Mayela se la empezó a conocer en toda la comarca con el nombre de Fructuosa.

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FAUSTO ANTONIO RAMÍREZ
(Málaga, 1965), es licenciado en Teología Bíblica por la Universidad Pontificia Comillas, de Madrid. Trabajó durante varios años en el sector editorial como redactor y director de la revista Imágenes de la Fe.

Ha traducido varios libros del francés al español para las editoriales Bayard y Edebé. Docente de la Universidad Pontificia de Salamanca, trabajó como profesor de Teología. Ha impartido innumerables cursos y conferencias de Espiritualidad y Liturgia en Madrid trabajando para la Diócesis.

Buscando un mejor estilo y ritmo de vida, en el año 2005 se trasladó a vivir a la Isla de Tenerife para encontrarse consigo mismo y dedicarse de lleno a su pasión por la escritura.

Ha publicado las novelas: Un lugar para morir; Relatos para soñadores (Ed. LibrosEnRed); La alberca de los sueños y La lucha de Jacob. Estudio y comentario, ambas publicadas por Ed. Deauno Documenta.

Web del autor: http://www.telefonica.net/web2/faustoantonioramirez/


ILUSTRACIÓN RELATO: Pedro Sánchez Sánchez ©