Fuera de juego
Anya Amasova
En el devenir vertiginoso de
las horas, la ansiedad, el café, los estimulantes a veces no
alcanzan. Menos cuando se corre una carrera vacía contra el tiempo.
Parece que la concepción del tiempo es otra. ¿Cómo podía ser que en
un día, en veinticuatro horas todo hubiera pasado tan velozmente y
no se le había caído una sola idea? Eso se preguntaba Ángel, el encargado
del departamento de creatividad de la agencia «Open minds». «Mentes
trabajando», decía un pretendidamente gracioso cartelito pegado en
su puerta, una especie de caricatura que le habían regalado para un
cumpleaños reciente. Y ya empezaba a mirar ese garabato sin ningún
tipo de humor, ya era una mueca siniestra; y daban ganas de arrancarlo
y hacerlo añicos.
A Ángel le resonaban en su cerebro
las palabras de su jefe, acerca de lo que era «la excelencia», y que
competir era la regla. Que no se podía quedar en veremos, que tenía
que crear algo si deseaba seguir perteneciendo a la agencia. Que no
había plazos, que no se podía dejar correr el tiempo como si fuera
agua que fluye eternamente sin destino alguno. «Esto es así, vos lo
sabés, en cualquier momento podés quedar fuera de juego...». Eso le
había dicho la noche anterior, cuando se había retirado agotado, a
las 23 h., hacia su departamento.
A veces, vivir solo cuesta vida.
A veces, para algunos. Se mira todo el tiempo por la ventana del piso,
se ve la vida desde allí, como si nada. Los demás son los que hacen
el trabajo, los demás ponen en marcha su brillantez, sus increíbles
y superlativas ideas. Otros, sólo dirigen. Así se sentía Juan Laustro,
el jefe. El era «el creador de todo», todo era mérito de él. La agencia
era idea de él, la elección del personal era idea de él, la decoración
del lugar era idea de él... Estaba sentado en su escritorio mirando
y hablando por teléfono, pero él era «el creador».
La idea esplendorosa, única, sobrevino
como una ráfaga hacia Ángel. ¿Era una idea propia? Esa era otra historia,
¿a quién le importa cómo se logra «la idea genial»? Así es. Su infinidad
de cintas de video de películas, de clips publicitarios, video clips
de bandas de música, y todo una serie de archivos que tenía en la
computadora le habían dado dividendo.
Su apoteósica idea se corporizó
mientras miraba a los apurones un clip publicitario de mediados de
los años ochenta de una publicidad de gaseosa cola, muy difundida
en su momento. Allí aparecía el cantante David Bowie interpretando
a una especie de científico que «buscaba la mujer perfecta», para
lo que introducía en una máquina ojos, piernas, cabellos, y otras
partes del cuerpo de bellas féminas.
Ángel salió al balcón y respiró
aire profundamente, seguro de haber encontrado la salvación a su puesto
en la agencia más importante de medios y marketing de Argentina. Si
en el clip publicitario se programa «una mujer perfecta», por qué
no llevar eso a la realidad. Pero adaptándolo a los realitys shows
de música, esos que tienen en trance a la audiencia, y que generan
miles y miles de llamados por teléfono de línea y teléfonos celulares,
generando millones de ganancia y provocando una manía en adolescentes,
amas de casa, mujeres maduras, abuelas, dueños de pequeños negocios
y cualquier persona, cualquier ser humano, digamos.
Mientras explicaba excitado su
increíble idea los demás escuchaban atentos. Pensaban qué podría funcionar
de todo aquello. Tal vez era el germen del negocio soñado. «Es simple,
hay que idear ya mismo los programas. Desde su casa, los niñas, o
quién quiera, eligen las opciones. Viste que cuando a las mujeres
les preguntan cuál es su hombre ideal hablan de sus ojos, de su pelo,
de su físico, etc... Nadie se va a salir a decir con que quiere a
un hombre que tiene que leer a Shakespeare o conocerse la obra de
Borges de memoria, o leer a Chejov. Es más fácil que soplar y hacer
botella, ¿entendés?». «Se tratará de elegir una banda de pop, pero
virtual, nada de personas, sino seres digitalizados, como en los juegos
de computadora, como en el Play Station. ¡Es simple!».
Al jefe Laustro la idea le pareció
un hallazgo, una ráfaga de luminosidad genial. «Listo», pensó, esto
es lo que necesitaba, de aquí al tope de la medición de audiencia,
de aquí a la guerra de los medios y a ganarla sin atenuantes, porque
para eso son los ganadores.
En dos meses, en tiempo récord,
ya todo estaba todo listo. Los programas de computación ya se habían
ideado. Laustro decidió que el programa se llamaría «El gran juego».
Sí, dijo, porque eso es la vida, y el que mejor juega, el más audaz,
es el que gana.
El día llegó. El rubio conductor,
desbordante de ímpetu, simpatía e histrionismo se abrió paso entre
la iluminación deslumbrante y empezó la presentación de «El gran juego».
Explicó cómo sería el mecanismo. Se trataba de elegir una banda de
pop virtual. No habría personas para elegir, sino que por medio de
un programa uno debería elegir desde su casa las características físicas
de los cuatro participantes de la banda, un nombre para cada uno y
también optar por un nombre para la formación. Todas las opciones
estaban digitadas en un programa (corte de cabello, color de ojos,
tipo físico, altura, etc.). Un grupo de expertos en música luego crearía
las canciones, y estas serían grabadas por cantantes ignotos, pero
la cara sería la de los ídolos virtuales.
En su casa, Laustro celebraba y
pensaba en la genialidad de su agencia, en que por algo ocupaba una
buena posición en el mundo de los negocios, y mientras tomaba Don
Perignon en su jacuzzi, celebraba su conquista...
La vorágine de votación y elección
de personajes virtuales empezó. Era una carrera infernal. Desde sus
casas niñas, adolescentes, mujeres grandes, gays, llamaban para votar
por su personaje preferido: algunos elegían ojos celestes, otros ojos
verdes, otros le ponían nariz respingada, otros le elegían un corte
demechado. Las opciones eran múltiples, y las votaciones no decaían.
También se podían mandar mensajes de texto apostando quién sería en
el programa del día el que saldría primero en la votación, y así la
facturación de las empresas telefónicas trepaban a cifras siderales.
El programa tenía atrapado, hipnotizado,
al país entero. Mientras subían los precios de los alimentos básicos
y los servicios, mientras había huelgas, manifestaciones y protestas
callejeras de todo tipo, mientras los médicos de los hospitales reclamaban
por insumos básicos, nadie se privaba de hablar del programa: comerciantes,
docentes, médicos, piqueteros, amas de casa, estudiantes, diputados,
trabajadoras de la calle, pseudo delincuentes, dillers, travestís,
políticos part time, trabajadores free lance.
Paralelamente, se abrieron foros
en Internet para opinar sobre los favoritos que se iban creando, o
para defenestrar a otros. No faltó quiénes hablaran mal de un personaje
que se iba gestando de piel negra, al que algunos habían optado por
ponerle ojos celestes. Pero como otros elegían más veces la opción
de los ojos verdes, su aspecto actual era de piel negra y ojos verdes.
Así es que en la anarquía absoluta de Internet, alguien bajo el seudónimo
de Hades dejó un mensaje en el foro diciendo que «a quién se le ocurre
crear una estrella así, un negro de mierda, y encima con ojos claros...».
La guerra simbólica en los foros
de Internet por la elección de las características físicas de los
integrantes de la banda virtual se salió de su cauce. Fue como un
huracán que avanzaba a pasos agigantados. De simbólica pasó a ser
real: varias adolescentes que pugnaban por su ídolo creado, un blondo
adonis con reflejos oscuros en su cabello y fuertes brazos que parecían
trabajados en un gimnasio, se citaron con otras que defendían al moreno
de ojos verdes para dirimir la contienda a golpes. La cita fue en
una plaza cercana a un barrio residencial de Buenos Aires, luego de
finalizada la emisión número doce del programa. El enfrenamiento entre
las niñas dejó un saldo siniestro, varias con heridas cortantes, hematomas,
y una, con una fractura de brazo. Sin embargo, en programas de espectáculos
se animaban a adelantar quiénes serían los ganadores, y cómo terminaría
el juego, y hasta apostaban por dinero. Usando los teléfonos celulares,
claro está.
Mientras tanto, la medición de
audiencia (rating) se había disparado. El programa era un éxito
arrollador, una bola de nieve que crecía y crecía. El episodio del
enfrentamiento entre jovencitas disparó el debate: Psicólogos, sociólogos,
psiquiatras, neurólogos, terapeutas grupales, representantes de cultos
religiosos discutían sobre el fenómeno singular, escandalizados, horrorizados.
Se preguntaban, entre otras cosas, a qué se debía semejante espectáculo
dantesco, qué estaba pasando en el mundo, qué mundo habíamos creado
para nuestros hijos para que esto ocurriera, qué valores reivindicaban
estos siniestros emprendimientos, y un rosario interminable de enigmas.
El país ya era un pandemónium.
Hasta muchos casi se habían olvidado de la contienda política eterna
entre grupos hegemónicos antagónicos. Entonces, sobrevino la solución
drástica. Un juez (con catorce pedidos de juicio político) prohibió
por medio de un recurso judicial el programa llamado «El gran juego»,
argumentando que «violaba los principios básicos de la moral y las
buenas costumbres, y ponía en evidencia valores ajenos al pueblo argentino».
Final del juego, diría alguien.
«Fin de la decadencia», tituló un periódico conservador. Mejor así,
decían muchos, eso ya no tenía nombre, decían otros.
A Laustro se le derrumbó su sueño
de grandeza, de plenitud. Y lo primero que hizo fue comunicarle a
Ángel, el de la radiante idea, que «estaba fuera de juego...».
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Anya Amasova,
autora argentina, trabaja como correctora periodística.
anya_amasova2000(at)yahoo.com.ar
Lee otro relato de esta autora:
La galaxia del constructor
* ILUSTRACIÓN RELATO:
The thin walk amongst us, By darwin Bell from San Francisco,
USA (the thin walk amongst us Uploaded by Fæ) [CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)],
via Wikimedia Commons.
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