Olor a amarillo
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María
Claudia Capelli
—Siento
olor a amarillo —dijo
Laura tranquilamente, sin levantar la cabeza del libro que leía.
En principio la miramos extrañadas, pero luego
le sonreímos complacientes y continuamos cada cual con lo suyo. Laura
era muy capaz de sentir el olor de los colores. Rubia y menuda, el
cabello muy corto y los ojos pardos la hacían parecer una niña aunque
ya estuviera promediando la adolescencia.
Una vez, en casa, la notamos silenciosa. Cuando
preguntamos si estaba bien, respondió: «No, no estoy. Estoy allá.»
Y señaló la pintura de una callecita de París. No volvió a emitir
sonido en toda la tarde. Antes de despedirnos, nos contó que en Europa
hacía frío y que el Sena no brillaba tanto al sol del atardecer como
había imaginado. En la felicidad de sus ojos, en el color de sus mejillas
y en la emoción de su voz, juro por lo más querido, que también yo
viví París.
En otra oportunidad dijo haber visto al diablo
sin cabeza. Ésta vez confieso que nos burlamos y la pobrecita tuvo
que soportar unas cuantas bromas bastante crueles. Pero ni un solo
músculo se movió de su lugar. Ella siguió inmutable y silenciosa,
mirando al vacío, con los brazos cruzados sobre el pecho.
A veces esa mirada me daba temor, la sentía atravesarme
y continuar detrás de mí, como si todos los átomos que me constituyen
se moviesen para dar paso al espectro de sus ojos. Después Laura sonreía
y se convertía en ternura. Sonreía porque según ella en la plaza un
niño había montado su bicicleta por primera vez, o porque a un hombre
el viento le había volado la bufanda mientras cruzaba la avenida.
Claro que desde donde estaba no podía ver ni plaza ni avenida, ocultos
a sus ojos tras paredes de concreto y estructuras de hierro macizo.
O tal vez sí podía, tal vez los átomos de toda materia existente cedían
ante la penetrante mirada de Laura, y se hacían a un lado gentiles
brindándole paisajes siempre sin secretos.
Así era ella. Así de dulce, así de extraña. Con
el pasar de los años aprendimos a entenderla y hasta algunas veces
llegamos a preguntarle, por ejemplo, de que color era la bufanda voladora.
«Blanca», respondía con total seguridad. Y nadie dudaba que una bufanda
blanca había cabalgado el viento.
Una tarde, recostadas sobre el césped del parque,
pregunté:
—¿Cómo es el olor a amarillo?
—Amarillo —dijo como hablando consigo misma.
—Pero el amarillo es un color... —insistí.
—Ya sé. Pero yo sentí olor a amarillo.
Cerré los ojos, tratando de buscar el olor de
los colores. Agudicé lo más que pude mis sentidos. Sentí el olor de
la hierba. ¿Sería, entonces, que la hierba olía a verde?
Nos separamos al terminar el colegio. Durante
bastante tiempo no supe de ella.
No hace mucho, alguien me dijo que un día, simplemente,
Laura se había ido. Quizá alguno de los paisajes que visitaba fue
demasiado hermoso para abandonarlo, y su mente quedó allí, eterna
viajera de tiempos y espacios imposibles. Quizá decidió cambiar la
realidad por un niño montando su bicicleta, y latir reviviendo una
y otra vez la emoción del primer intento, en ese lugar mágico donde
es posible oler el amarillo.
Cada tanto me acuerdo de ella. Entonces me acerco
hasta la pintura y la miro fijamente. Estoy segura que algún día,
si pongo la suficiente atención, la veré paseando por las callecitas
de París.
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MARÍA CLAUDIA CAPELLI es
una escritora que vive en Luján (Argentina)
mariaclaudina[at]hotmail.com
Esta autora resultó finalista en el III Certamen de relato breve Almiar,
con su relato
En los ojos del hijo.
* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Alberto Mesa ©
(Fotógrafo uruguayo que ganó el
II Certamen de Fotografía Almiar/Margen Cero).
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