Pablo, Pablito
___________________
Antonio García Francisco
El día
que Pablo me lo contó sentí una extraña disposición hacia su
persona, no sabría decir si positiva o negativa, la verdad, pero así
fue. No, no es exactamente disposición ni predisposición, es algo
parecido a complicidad, pero mejor lo narro con mayor o menor fortuna
y me ahorro buscar un enojoso término que represente lo que quiero
decir.
Pablo tiene en la actualidad unos sesenta y cinco
años de edad, la historia me la contó hace diez y los hechos se remontan
a cuando él tenía diez o doce, por lo que deberíamos situarnos en
el primer lustro de la década de los cincuenta del siglo pasado.
Hablábamos de los años difíciles, de las diferencias
entre la vida que yo había conocido en mi juventud, la que estaban
conociendo sus hijos, y la que él vivió y vivieron mis padres y los
suyos. Me hablaba de los días de verano ocupados en apasionantes cacerías
de ranas y lagartijas cuando era un niño y en la siega y la trilla
cuando fue más mayorcito; de los cansados días de duro trabajo en
las canteras de La Cabrera, a donde se trasladaba en bicicleta, de
los bailes en la plaza de los pueblos en fiestas, las cortas jornadas
de invierno cuidando las vacas y recogiendo leña por los campos aledaños
de su pueblo serrano, con la única preocupación de llegar a casa antes
de que oscureciera para no intranquilizar a su madre.
Ahí fue cuando me contó la historia, al recordar
sus días guardando ganado. Y no la contó ni con alegría ni con pena,
ni lamentándola ni jactándose de lo sucedido, simplemente me lo dijo
con la misma naturalidad que si hablara del tiempo. A lo hecho, pecho,
debía de haber pensado durante todos esos años. Y supe que se desahogó
en su confesión conmigo porque desde el principio dejó muy claro que
jamás se lo había dicho ni tan siquiera a sus familiares más allegados:
ni sus ahora ya fallecidos padres, ni su esposa, ni sus hijos conocían
la anécdota que, sin su permiso y cambiando nombres y lugares, me
propongo narrar.
Comenzó Pablo aquella tarde en que bebíamos cerveza
en una bodega del barrio por recordar unos hechos lejanos que venían
a su memoria como si hubieran acontecido la semana anterior. Nada
del otro mundo. Pablo, niño esmirriado de, como ya dije, diez o doce
años de edad, vestido con una blusilla y un pantalón de pana corto
sujeto con una tomiza a la cintura y una soguilla a modo de solitario
tirante, calzado de alpargatas y tocado con una boina que fue de su
padre, había salido temprano de casa, taleguita de la comida y merienda
a la espalda, como todos los días para llevar a pastar la reata de
tres vacas que permitía gracias a la venta de la leche y de los terneros
el año que parían, remedar la escasa economía familiar, ya que el
sueldo de peón caminero del padre no daba mucho de sí con seis que
eran de familia: padre, madre, Pablo y tres hermanillos más.
Caminaba Pablito detrás de las bestias por la
carretera, arreándolas con una vara de fresno mientras pensaba que
se comería todo lo que llevaba en el talego de una vez y se echaría
la siesta bajo los chopos que había al lado de la fuente, sin saber
la que se le avecinaba.
En la familia no había predios propios ni tenían
alquilados prados, motivo por el cual las vacas pastaban en los terrenos
demaniales existentes entre la cuneta y los cercados de las fincas
particulares. Así le había aleccionado su padre y así lo venía haciendo
desde que salió la primera vez a cuidar de ellas. Que en casa supieran,
a nadie le importaba que careasen en el camino porque era pasto que
no se utilizaba. «Y a fin de cuentas, ese suelo era de todos, ¿no?»,
me repetía una y otra vez Pablo a modo de justificación entre caladas
del cigarro y tragos del botellín de cerveza.
Aquel día, y para su desgracia, supo Pablito
que sí había alguien a quien le importaba y que la hierba, aunque
era «de» todos, no era exactamente «para» todos. Allí, un poco más
adelante, subidos en sendos caballos y liando un pitillo, estaba la
pareja de la Guardia Civil.
—Buenos días, ¿a dónde se va con la manada?
—dijo con sorna el que parecía el jefe.
—Buenos días —respondió educadamente Pablo,
pues él sabía que a los guardias civiles había que hablarles con mucho
respeto—. A que coman.
—¿Y dónde van a comer, si puede saberse? —volvió
a preguntar el guardia al tiempo que encendía el ya liado cigarro.
—Pues por aquí, por toda la colada...
—¿Y quien le ha dicho a usted que en la colada
pueden comer las vacas?
Ese «usted» puso sobre aviso a Pablito de que
algo no andaba bien, a él nadie le llamaba de usted. Sus sospechas
se confirmaron cuando vio que el del tricornio descabalgaba y le miraba
de manera torcida con el humeante cigarro en la boca.
—Bueno —dijo el niño—, aquí comen todos
los días, esta hierba es de todos...
—¡Vaya, de manera
que todos los días comen aquí! ¡Y encima, comunista el señorito! Pues
mire usted por donde hoy van a pagar todo lo que se han comido. Le
voy a poner a su señor padre de usted una multa que se va a cagar
por la pata abajo. A ver, guapo, ¿quién es tu padre?
—a Pablo no le pasó desapercibido que le acababan de apear el tratamiento
de usted para pasar al tuteo y eso le alarmó más aún si es que era
posible.
—Ya lo sabe usted, señor Gonzalo —dijo Pablo
inocentemente—, mi padre es Juan, el peón caminero, vivimos en la
casilla del kilómetro cinco, donde duermen ustedes muchas noches en
vez de estar haciendo la ronda.
—¡Zas! —continuó Pablo con su historia—.
La hostia que me enchufó el civil aquél me puso la cara del revés.
Una hostia como solamente sabían dar aquellos cabrones llegados de
sabe Dios dónde huyendo del hambre y del trabajo en el campo. Una
hostia que ni el obispo de Constantinopla revestido con todas sus
galas hubiera sido capaz de consagrar aunque le ayudase la curia vaticana.
Y lo peor fue lo otro, la multa que le pusieron a mi padre pretextando
la imprudencia de tener ganado pastando junto a una carretera por
la que no transitaba un coche desde tiempos de los visigodos. Fue
de doscientas cincuenta pesetas de las de aquellos años, cuando el
salario de mi padre apenas llegaba a los seiscientos duros anuales.
Ni que decir tiene que, en palabras de Pablo,
los civiles no volvieron a pernoctar en la casilla del peón caminero,
tal vez porque se dedicaron a realizar la ronda, tal vez porque buscaron
otro alojamiento nocturno. Pero por la casilla de peones camineros
del kilómetro 5 de la carretera no volvió a parar la pareja en muchos
años, si es que volvió por allí.
Los años fueron pasando, Pablito se convirtió
en Pablo y abandonó el pueblo para buscar fortuna en Madrid, donde
encontró un trabajo como representante de licores que le generaba
unos ingresos más que aceptables tras patear todo el día las calles
de la ciudad. Era trabajo ingrato, pero el lado bueno estaba en que
había podido comprar un piso en Moratalaz, casarse y enviar a los
hijos a la Universidad. Y además le daba una satisfacción impagable:
visitaba todos los bares y cafeterías para enseñar el muestrario y
recoger pedidos y era invitado por los propietarios. Y aquel día,
veinticinco años después del episodio de las vacas, de la hostia y
de la multa, tuvo lugar el asunto que hoy cuento.
Fue en el mes de enero, por la tarde. Ya había
anochecido y Pablo decidió tomar café en un bar de reciente apertura
en la calle de Bravo Murillo. Era una manera de contactar con el dueño
y de paso enseñarle el catálogo. Tanto si hacía un nuevo cliente como
si no, le invitaría a lo que estuviera consumiendo, con lo que no
tenía nada que perder. Y además ese día le apetecía de manera irresistible
tomar café.
Y allí estaba, acodado en la barra, con aproximadamente
setenta años de edad y aspecto de venerable anciano, el señor Gonzalo,
el guardia civil evidentemente jubilado que demostró a Pablo que el
pasto entre la carretera y la tapia de las fincas no era exactamente
de todos, el guardia civil de la hostia y la multa. Toda una lección
de Derecho Administrativo por el concepto, otra de Derecho Penal por
la multa y una tercera de Derecho Canónico por la hostia.
El bueno de Pablo se acercó al señor Gonzalo
sin titubear.
—Buenas tardes, caballero. Perdone, ¿es usted
don Gonzalo, que fue guardia civil en Soteruelos, Antoñanzas, Sarantones
y Lechugares? —dijo Pablo, omitiendo deliberadamente mencionar su
pueblo, el «lugar de autos» decía él, para no dar demasiadas pistas.
—Sí señor, yo soy, ¿es que me conoce usted? —respondió
el aludido con cara de extrañeza.
—¡Naturalmente, don Gonzalo! Por favor, permítame
invitarle, ¿qué está usted tomando?
—Una copita de Soberano, poca cosa, mi
hija no me da más que para café, no tomo café y con lo que junto me
tomo una copita de Soberano cada dos días.
—Pues hoy se va a tomar usted un café y la copa
porque invito yo. ¡Camarero, un café para don Gonzalo!, aquí tiene
usted quinientas pesetas, se cobra esta consumición y deja la vuelta
para que se tome otro café y otra copita mañana y todos los días hasta
donde alcance.
—Gracias hijo, pero, ¿quién eres que me conoces
y yo no te conozco? —a Pablo no le pasó desapercibido el cambio de
tratamiento de usted a tú, no era la primera vez que el señor Gonzalo
lo hacía, pero ahora no sentía miedo como lo sintió cuarenta años
atrás.
—Don Gonzalo, ¿es que acaso no me conoce usted?
—Pues no, hijo, la verdad es que te miro y tu
cara no me suena de nada... —el tuteo ya era normal.
—Don Gonzalo, haga el favor, míreme bien y dígame
si no se acuerda de mi cara. ¿No le recuerda a alguien?
—Te digo que no, que no te recuerdo.
—¿Está usted absolutamente seguro, don Gonzalo?
Mire usted que es importante.
—Pues sí. Estoy absolutamente seguro de no conocerte
de nada. ¿Quién eres?
Y ahora Pablo, el Pablo de nuestros días, dio
un largo trago de su botellín de Mahou, se quedó pensativo y me dijo:
—El camarero ya había cobrado las quinientas
pelas y se había metido al cuartito que hacía de cocina. Estábamos
solos en el bar aquel cabrón y yo. No lo pensé dos veces: di un paso
atrás, cerré el puño y le endiñé la mayor hostia que he dado en mi
puta vida, Antoñito, la mayor que he dado en mi puta vida y sin lugar
a dudas la más grande que el cabronazo ése había recibido en la puta
de la suya. Trastabilló tres o cuatro pasos y fue a golpear con la
espalda en la puerta de los retretes, la cual se abrió para darle
paso y dejarle caer de culo sobre los orines del suelo, entre la taza
y la pared. Salí corriendo del local y no paré hasta la Glorieta de
Cuatro Caminos, cuando estuve seguro de que nadie me seguía y comprendí
que el camarero no salió tras de mí, sino que tal vez se dedicó a
auxiliar a aquel desgraciao de mierda. Créeme que ese día sentí un
alivio tan grande como el que siento ahora al contarlo por primera
y única vez en mi vida.
A mí me vino una carcajada espontánea, Pablo
me miró con una sonrisa infantil, una sonrisa inocente y agradecida,
y en su cara creí ver a un niño de doce años que una mañana llevaba
a las vacas a pastar por los terrenos del demanio en su pueblo serrano,
un niño que no entendió por qué le dieron una injusta bofetada —una
descomunal hostia decía él— y por qué tuvieron que pasar tantos meses
de penuria en su casa para pagar una multa.
En la actualidad, Pablo y yo seguimos
frecuentando la bodega y, como siempre, hablamos del barrio, de los
estudios de mis hijos, del trabajo de los suyos, del Real Madrid,
de las obras de la M-30... En el aire flota la complicidad tácita
de no comentar el caso, pero en los silencios que se producen en nuestras
charlas tabernarias o en las partidas de damas en la mesa del rincón,
suele aflorar una risita porque sin lugar a dudas, sin palabras, solamente
mirándonos, ambos nos imaginamos al unísono la cara de sorpresa que
debió de poner el tal don Gonzalo, sentado en el suelo del retrete,
tras recibir la inesperada hostia con que le obsequió un desconocido
en un bar de la calle de Bravo Murillo una tarde de enero, ya anochecido.
___________________________
ANTONIO GARCÍA FRANCISCO
es el responsable de la
sección de humor en la Revista Almiar.
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
|