Pobre Molly
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Moisés Sandoval
Calderón
«Y debido a que
sabemos poco,
nos gustan mucho los pobres de espíritu,
más si son mujercitas».
Nietzsche
Es increíble lo equivocados
que a veces podemos estar con respecto a las personas y a los
acontecimientos. Voluntades y sucesos que vemos como una verdad grande,
acaso no serán sólo mera fantasía. Y es que la gente saca conclusiones
de la escasa información que recibe y luego les extiende el certificado
de veracidad. Hoy, con el paso del tiempo, cualquiera podría jurar
que el Chato murió victima del mal de amor. Las pasiones dejan más
victimas que un terremoto, dicen los vecinos, y en todas estas tramas,
según ellos, siempre hay una mujer que se encarga de encenderlas.
A la pobre Molly le tocó personificar el papel de mujer fatal. Y yo,
como el tercero en discordia, no salí muy bien librado.
No cabe duda, la verdad es democrática.
Los hechos propenden a borrarse cuando los olvida la gente. Pero algunos
se transforman, y prevale la versión que circula entre la mayoría,
hasta convertirse en lo único cierto. Cuando recuerdo al Chato, veo
sus ojos absortos, su semblante ensimismado, sus hábitos literarios
que hablaban de un Salvador impostor predominando sobre el Dios verdadero.
También recuerdo el tajo preciso con que abrió la panza de un gato,
y la extraña inscripción que grabó a fuego en la piel ya curtida,
y que aun hoy no he logrado descifrar. Pero nadie habla de ello, es
lógico, hasta hoy, no tenían manera de saberlo.
Al principio, fue el propio Chato
quien me citó en su casa con el propósito de presentarme a su prima
Molly. Ella, recién llegada de los Estados Unidos, había venido a
pasar con ellos la semana de pascua.
En el camino, yo iba pensando en
una chiquilla flaca y desgarbada. Así que ensayé mentalmente un ademán
de hombre de mundo y un: «much pleasure». Cuando la tuve delante.
Sorpresa. Todo se vino abajo. Mi mirada se extravió entre las cuatro
paredes y el techo de la sala, buscó después asidero en los detalles
de la decoración. Mis manos se hicieron de trapo, y golpeé sus dedos
al saludarla torpemente. De repente, no me atreví a mirar de lleno
y a los ojos a esa diva púber de pelo trigueño alisado en dos largas
colas; piernas largas y torneadas, y el cuerpo envuelto en la novedad
de las turgencias y las sinuosidades. Y cuando finalmente fijé en
ella la mirada, de golpe me pilló observándole los senos.
Esa noche no logré conciliar el
sueño. En ese punto de mi temprana existencia nacía en mí una agitación
y un desvelo anteriormente ignorado. Todas las compañeras de la secundaria
se me antojaron insustanciales y llanas como tablas.
Al segundo día de su estancia,
por la vergüenza de haber sido pillado, no me aventuré a encarnar
el papel de pretendiente enamorado. Más bien opté por darme aires
de interesante. Esperaría a que fuera el Chato quien primero me buscara.
Como había sido siempre. Sobre todo desde que andaba inmerso en esas
lecturas místicas, de cabalas, de luces y de sombras, y asumía que
yo era el depositario fiel de sus ritos y secretos.
Lo más triste, sin embargo, fue
que del Chato y su parafernalia, no tuve noticia en todo el día, menos
de Molly, la deidad de la belleza encarnada. La jornada se me dilató
haciéndose eterna. Aún así, me propuse transitarla dignamente encerrado
en mi cuarto.
Al tercer día me levanté más temprano
que de costumbre con dos propósitos. El primero, el de escurrirme
cuanto antes de la imprudente sombra de Fernando, mi hermano de siete
años. Y el fundamental, observar de cerca el misterio de la insondable
hermosura de Molly.
Me acicalé en silencio y salí a
la calle a la carrera, tratando de no ser visto.
El plan era sencillo. Buscaría
un pretexto para acercarme a ella haciéndome el encontradizo con el
recurso de, pasaba por aquí. Aparte que, de cualquier modo, normalmente
yo me la vivía ahí, en la casa del Chato.
Con todo, todavía con cierto encogimiento
me parapeté en una esquina tanteando el terreno. Observé movimiento
en el jardín exterior. Luego escuché risas infantiles provenientes
del patio. Decidido emprendí la marcha.
Al irme aproximando reconocí a
Molly, que en ese instante, apoyándose con una rodilla en el piso,
de espalda a la calle, daba un beso tronado a un niño que a esa altura
estaba fuera del alcance de mi vista. La ansiedad que en ese momento
me dominaba se transformó en angustia al advertir de quien se trataba.
¡Era Fernando, mi hermano! Éste, al notar mi presencia levantó la
vista, lo que indujo a que ella, instintivamente girara el cuerpo
hacia mí y, tropezara yo con un paisaje inédito y perturbador: Su
sonrisa a contraluz enmarcada por los rayos del sol mañanero rozándole
el pelo, y el ondulado nacimiento de sus blancos senos.
—Está idéntico a ti —dijo ella
a modo de saludo.
Y le dio otro beso a Fernando,
que acaso terminó rozándole los labios.
Siguió un compás de silencio ante
el momentáneo desajuste que me sobrevino por la insinuación que noté
en sus palabras.
«Ay, Dios mío». Pensé. «Qué tonto
me siento. ¿Y ahora que digo?».
El corazón empezó a latirme con
violencia. Entonces percibí al mundo entero girando en derredor mío,
como a la espera de esa frase ingeniosa que me sacaría del apuro.
Pero nada. Me quedé parado ahí, mudo. Y de no haber sido por el Chato,
que en ese momento irrumpió por la puerta salvándome del ahogo, me
hubiera quedado con el estigma de idiota por el resto de mi vida.
—¿Eh? ¿Aquí estas tú, atarantado?
Ven, vamos.
Y jalándome del brazo me alejó
de mi fundamental propósito del día.
Por esas fechas llegó al pueblo
un circo. Era una horda de húngaros trashumantes que acarreaban tras
de sí una ristra de jaulas con un revoltijo de animales famélicos
y hediondos. Se instalaron en las orillas, dispuestos a seguir viviendo
a costa de la candidez de la gente. Las mujeres, ataviadas con un
amasijo de vestiduras floreadas y unas bolsas colosales recorrían
las calles, ofreciendo la lectura de las palmas con sus correspondientes
conjuros. Más de un pleito con navajas provocaron con sus solemnes
certificaciones de los designios del pasado y del destino.
Esa tarde, asistimos a la función
los cuatro: Molly, el Chato, Fernando y yo. Anunciado por los magiares
con gran estrépito y frenesí como la apoteosis traída de las grandes
carpas de Francia, el espectáculo, más que asombro nos dio lastima.
Encerrados bajo el intenso calor de un tenderete remendado, nos dedicamos
por dos largas horas a ver como, en la pista, cinco maromeros sucedían
las representaciones valiéndose de los más desatinados recursos. Socorriéndose
de un niño maestro de ceremonias, que con gran pompa iba presentando
a la trouppe, la cual consistía en tres viejos percherones que se
dedicaron a pasear por la pista, encaramados en ancas, a tres changos
impúdicos. Además, en el centro de la pista, Rudy, el Tarzán más hermoso
del mundo, a lomos de una falsa cebra, fustigaba a un viejo león afligido
y asmático.
Al regresar todos a casa me sobresalté
incapaz de dominar mi emoción cuando en un alto en el camino, Molly,
mostrando cansancio, recargó su cabeza en mi regazo.
Al otro día, si no me creía su
novio, ya me sentía con derechos. Fuimos todos los compañeros de clase
al río, distante dos kilómetros del pueblo. Yo, con Fernando vestido
de príncipe colgado de mis brazos, me retrasaba en la caminata alejándome
del grupo compacto que se había formado alrededor de Molly.
—¡Apúrate! Nos estas atrasando
a todos —nos gritó el Chato.
—Váyanse adelantando, allá los
alcanzamos —le contesté, y tomé de la mano a mi hermano.
«Pínche greñudo ridículo, de seguro
lleva días sin bañarse. Que se largue». Pensé.
—Ustedes irse delante —atajó Molly
en su español mocho. Y sin duda percatándose de mi disgusto se acercó
a nosotros y tomó ella también a Fernando de la mano.
Y así nos lo fuimos llevando. A
ratos columpiándolo, a ratos dejándolo que correteara delante de nosotros.
Cuando quedamos rezagados del resto del grupo, en mi fuero íntimo
me figuraba a nosotros dos caminando juntos tomados de la mano.
—¿Y cuándo te vas? —le pregunté,
tratando de ahuyentar la zozobra que me abrumó de repente al verme
frente a ella, por primera vez sin la presencia del Chato.
—Am... Pasado mañana. ¿Por qué?
—Fernando te va a extrañar mucho.
¿Sabes? Se está encariñando mucho contigo.
—¿Nada más Fernando?
—Bueno... todos. En realidad… yo,
el Chato. Todos, sí, todos.
—Me conformaría con que aparte
de Fernando me extrañara uno más.
—¿Quién? Si se puede saber... ¿Alguien
que yo conozco?
—Sí, y muy bien —cuando contestó,
arropó mi rostro con su mirada.
—Y ese alguien, que yo conozco
muy bien ¿Significa algo para ti? —insistí.
—Sí.
—¿Y quién es ese que tú dices que
conozco?
—Tú dímelo.
—Te digo si me dices con que letra
empieza...
Y súbitamente se plantó frente
a mí, estática, respirando hondo. Con los ojos entornados parecía
esperar un beso.
—Este momento lo voy a guardar
siempre en mi corazón —susurró ella.
Yo me quedé atónito, incapaz. Temblando
de alegría y recelo.
Entonces ella tomó la iniciativa
y me cogió el rostro con ambas manos. Luego me dio un beso húmedo
y suave, impregnado con el sabor a fresa de su labial americano.
Y yo, me quedé callado.
Sí.
Callado.
Ya en el río, ella se introdujo
primero. Luego me pidió a Fernando con las palmas arriba moviéndolas
hacia sí, haciendo un mohín gracioso. Por los bordes de su talle la
mansa corriente formaba ondas imprecisas que con el vaivén del agua
provocaba que la camiseta mojada se pegara a su cuerpo, descubriendo
la forma de su vientre y su cintura estrecha.
A todo esto, el Chato se mantuvo
ajeno. Se le veía abstraído y ausente. A ratos como con un desasosiego.
Al regresar esa tarde entré en
un estado de exaltación extraño en el que todo el universo me abría
la puerta de las posibilidades. Como si de repente todo fuera posible,
inclusive volar si me lo proponía.
Repasando las acciones y las omisiones
hice un balance en el que de cualquier modo salí ganando. Sopesaba
lo acontecido camino al río con la actitud huraña del Chato.
Aunque por mi parte, Molly era
ya el amor de mi vida, la estrella de mi corazón, en interior sentía
algo parecido a un reproche.
La víspera de la partida de Molly,
me aparecí por la casa del Chato desde temprano. Éste no pudo evitar
se le desfigurara el rostro al verme. Bruscamente me tomó del brazo.
—Ey, tú, atarantado ven p’a acá
—me jaló hacia el jardín posterior y no me permitió ni siquiera asomarme
al interior de la casa.
—Es que...
—¡Es que nada! ¿Que no te das cuenta,
idiota?
Y me metió al viejo y oscuro almacén
en el que sus padres depositaban los utensilios de labor, y que en
los últimos tiempos nos había servido de escondrijo, a salvo de miradas
extrañas.
—¿De qué? —pregunté.
—Desde cuándo no vienes a buscarme...
andas atareado ¿eh? Desde que llegó ella, ya hace casi una semana
que nomás te estorbo. Crees que no me he dado cuenta. Bueno. Pues
para que te enteres, Molly se va a ir de aquí y yo me quedo. Y en
cuanto a ti, Molly, te exijo le muestres la verdad.
Tornó el Chato la mirada hacia
un rincón. Ahí descubrí repentinamente a Molly, quien se acercó a
nosotros poco a poco, emergiendo de la penumbra.
—No seas rudo —dijo ella, y al
tiempo que surgía, como si angustiada acabara de salir de un mal sueño,
me miró como ausente.
Decir ahora que si en ese momento
me hubiera ido de ahí, dejando las cosas como estaban nada hubiera
pasado, sería ocioso. Pues en ese punto chispeaba en mi cabeza la
curiosidad provocada por la palabra pronunciada por el Chato: la verdad.
—¿Cuál verdad? —pregunté, y dirigí
a Molly una mirada desolada y suplicante.
—Jurar que guardar este secreto
por siempre —contestó ella.
Y estirando los brazos me tomó
una mano y la colocó en su seno izquierdo.
—Tocar el símbolo del poder creativo.
La nueva sexualidad, planta de la vida después de la muerte —añadió.
Mi corazón empezó a palpitar fogosamente
al palpar la suavidad del contorno. Ella estaba vestida sólo con una
bata camiseta de tela delgada.
—¿Cuál verdad? —insistí.
Cuando vi que el Chato se acercaba
a mí blandiendo un extraño verduguillo, retiré instantáneamente la
mano.
—Nuestro proyecto. Que pronto lo
olvidaste —contestó éste. Y al hablar lo hacia de una forma teatral.
De repente, artificial y grandilocuente—. Bastó una semana de amor
con esta perrita para que olvidaras nuestro pacto. Pero no importa.
Al fin que ella va a ser el camino que nos despertará la libido para
adentrarnos en el alfabeto del deseo del libro del placer, ante la
postura de la muerte.
—Vaya, vaya. Ya entiendo —entoné—.
Tu viejo amigo el dios Zos ¿Eh? ¿Y yo qué papel juego en esta representación?
¿El de la víctima inmolada?
—Tú vas a acompañarme en el viaje
de ida y vuelta a la casa de la muerte. Necesito ayuda y bien que
lo sabes.
—¡Pero cómo no! ¡Claro! Morimos,
y luego regresamos. Fácil —agregué, sarcástico— ¿Y a fuerza tiene
que ser así, Chato? ¿De casualidad no te diste cuenta que todo este
tiempo sólo jugábamos un juego? Una travesura que tú estás llevando
demasiado lejos. ¡Molly! —traté de despabilarla—, no sé qué te haya
hecho o qué droga te haya dado este estúpido, pero ya despierta y
vayámonos de aquí.
—¡Molly! –exclamó el Chato.
Y ella, como obedeciendo una orden,
se encogió de hombros, y dejó resbalar por su cuerpo la delgada bata,
descubriendo la blancura de su desnudez que como un destello saturó
mis ojos con sus tetillas de sonrosadas salientes. Y la finísima senda
de incipiente vello que bajaba de su ombligo y surcaba su vientre
hasta llegar al pubis, coronando su sexo, invadió el espacio de mi
discernimiento, impidiéndome razonar con claridad. La excitación consiguiente
indujo a que la sangre, agolpándose en mis sienes, empezara a desbocarme
los sentidos.
—¡He aquí! La luminosidad de la
belleza, el símbolo supremo del culto a la sexualidad concentradora
del deseo del Zos, el relámpago soberano liberador de la energía de
la libido —clamó de nuevo el Chato, con gran desparpajo—. El ojo de
Ayin. La muerte acoplada al sexo en la unión de las almas.
Bastó que escuchara la palabra
muerte para que regresara yo de ese letargo en que me tenía la visión
del mórbido y delicado cuerpo desnudo.
—¡Vete al diablo! —le grité.
Después de la exclamación, mi puño
hendió el aire y fue a estrellarse contra la fachada grotesca del
Chato.
Inmediatamente, salí corriendo.
De la bella Molly, desde que se
regresó al norte, no he sabido nada. No sé, quién me asegura que no
venga estas pascuas.
Al Chato es al que sigo esperando.
El pobre, no ha de poder retornar sin mi ayuda.
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MOISÉS SANDOVAL CALDERÓN, narrador mexicano, tiene textos publicados en diversas
revistas electrónicas, entre ellas: Realidad Literal, Axolotl,
No-retornable, Destiempos, Silencios Literarios,
y la revista Voces, en sus dos versiones, papel y electrónica.
sandoval_calderon_moises(at)hotmail.com
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La muchacha
* ILUSTRACIÓN RELATO:
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