Poema para Angelina
o los piolines perdidos de Cortázar
___________________
Félix Amador
Gálvez
Si mi deseo pudiera arrugar
la niebla, me digo, y descorrer el velo del día para ver desde
aquí tu ventana, oler tu presencia tras los cristales, si mi deseo
pudiera. Si pudieras tú, desde tu insultante ignorancia, arrogancia
sólo perdonable por lo imperdonable de su exultante feminidad, saber
que estoy aquí, conocer de mi presencia anclada a esta esquina desde
que dieron las doce. A medianoche nada cuenta, ni las teorías de Freud
ni los códigos de ética ni las sirenas de los coches patrulla ni el
tupé de Tintín, y yo me quedé ensimismado en tu ventana, paseando
de un lado a otro, deshaciendo los adoquines con el roce de mi indecisión,
y ya casi amanece. Sólo esta niebla pertinaz se opone aún a la impaciencia
de mis deseos.
Hace tiempo que todo da
vueltas en el mundo como en círculos excéntricos. La tierra gira sin
orden ni concierto como si no tuviera claro cuál es su órbita y los
días no parecen durar todos la misma cantidad de horas. El caos del
universo, azar indescifrable de la mecánica cuántica, talante político,
pesimismo financiero, estrés premenopáusico de la Madre Tierra; nada
parece funcionar como debiera. El tiempo mismo es una incoherencia
y se mueve al ritmo del estrés, de horarios cambiantes. Las escalas
de valores se invierten. No hay orden en el mundo. Lo prueban los
diarios y los telediarios, con sus reseñas de sangre y odio, su agrandar
las cosas insignificantes y empequeñecer lo que nos hace grandes.
La ilógica se impone y el mundo gira excéntricamente.
De ese mismo modo caótico
y sin sentido funciona hoy mi alma.
Se supone que los problemas
del mundo no afectan a los enamorados. Yo debería estar a salvo y
tan lejos de ellos como Blancanieves del cinismo de Corto Maltés,
pero esta imagen del mundo es la única metáfora que encuentro para
describir la vergonzosa ruina tanto interior como exterior en que
me encuentro desde que no hago otra cosa que pensar en ti.
Angelina.
Es decir tu nombre y cerrar
los ojos. Entonces viene lo peor. La realidad se desvanece a mi alrededor
y los pensamientos se me enredan en ininteligibles trabalenguas, palíndromos,
calambures, charadas, vulgares adivinanzas y toda clase de juegos
de palabras que vienen a embotar mi mente, y las palabras que deberían
ayudarme a salir de esta confusión se esconden. Antes soñaba que compartíamos
gozosas conversaciones que ahora se me aparecen como anagramas, ciclogramas
y tautogramas laberínticos que no me dejan expresar lo que siento.
Entonces salgo a la calle,
te busco, sé que sé donde encontrarte pero el milagro no ocurre y
me paso la tarde deambulando por el centro entre multitudes adictas
a ofertas por las que hipotecar el alma y guardias de tráfico con
escasa o nula comprensión para los que cruzamos ensimismados los abismos
del asfalto de acera a acera.
Una vez creí verte, crucé
contigo mi mirada, no sé si recuerdas. Quizá no te diste cuenta, distraída
por la conversación de tu amiga que te llevaba del brazo atándote
con comentarios sobre las manías de su jefe, sobre los noviazgos de
ese torero que te gusta o sobre la última novela de Paul Auster; quién
sabe. Fue en un jueves de noviembre. Llovía a mares pero la gente
no corría de lado a lado como en el bolero, no. La gente paseaba bajo
sus paraguas con la displicencia de una bossa de Maria Creuza
o la languidez emocional de un solo de Miles Davis, y yo nos soñaba
juntos arrastrándonos el uno al otro cogidos del brazo de escaparate
en escaparate, comentando la vida por comentar, hablando de cosas
sin importancia sólo por hablar, por oír tu voz.
Por saber que me hablabas
a mí, te diría.
Pero te perdí de vista en
el arroyo de la multitud y constaté con pesar que me había quedado
en la otra orilla, solo, enredada mi pena en una cinta de agua que
quedó para mí de todo el nubarrón que había pasado por la Gran Vía.
Desde entonces no te he vuelto a ver.
A partir de entonces, no
hubo nada que me interesara más en el mundo que deambular por las
calles del centro en tu busca, sin ton ni son, pero siempre en tu
busca, como Oliveira en el lado de allá buscando a la Maga sin buscarla,
dejando al azar el resultado, el encuentro, entreteniendo mi impaciencia
en pequeños detalles urbanos que distraían mi camino, trazando, a
fin de cuentas, concomitancias inverosímiles entre el París de Cortázar
en los sesenta y este Madrid gris y solitario del año dos mil, que
apaga mi alma y me convierte más que en un Oliveira en un Swann ensimismado,
jugando al juego emocional de relacionar las sensaciones físicas con
los sentimientos, dibujando hilos invisibles entre mis sentidos y
mi alma (el frío en el rostro, un camino interminable de farolas que
se convierte en mi Camino de Santiago, el olor a café de una croissanterie
cercana, un asador de castañas, una niña-princesa mirándose en
un escaparate...), convirtiendo el placer superficial de pasear en
un ejercicio de estimulación intelectual y sensual.
En una ocasión, descubrí
que un hippy flacucho y desgarbado arrodillado junto a una farola
observaba con interés mi desorientado caminar. Con una caja de cartón
pedía unas monedas mientras dibujaba con tizas de colores un Nacimiento
de Venus sobre la acera. Un Nacimiento de Venus es como
un diálogo entre filósofos, la expresión exacta de la alquimia, la
asociación perfecta entre la belleza espiritual y la física, pero
el intento a tiza, aparte de técnica y estéticamente pobre, resulta
fallido porque su Venus carecía de belleza, de proporciones, de...
¿Qué queda del arte después del arte, cuando los sentimientos que
nos inspiraron se disuelven en la sangre y nuestro espíritu los metaboliza?
¿Qué es la Venus de Botticelli hoy para los que la descubrieron ayer?
De El Piano sólo alcanzo a recordar a Harvey Keitel desnudo
y la espléndida e intimista música de Michael Nyman. ¿Es eso lo que
queda en mí de una película tan cara, de una —para algunos— obra de
arte? Yo soy ahora un poco esa música, ese recuerdo, una sensación
metabolizada sentimiento, como tu recuerdo tatuado en mi mente como
motivo único y leitmotiv de mi vida, un sistema operativo que
no recuerda versiones anteriores y cuyos parámetros difícilmente admiten
reconfiguraciones. Esa parte que ahora eres de mí me mueve en una
sola dirección.
He buscado tu rostro entre
la multitud, a veces con una impaciencia enfermiza, otras con la displicencia
de saber que te iba a encontrar, pero nunca nos volvimos a ver. Me
quedé con tu rostro, guardé tus labios y tus ojos y tu pelo, tu imagen
serigrafiada en mi retina, una virgen de Murillo, una ninfa de Burne–Jones,
una adolescente de Manara, una pin–up en technicolor, una bailarina
de Degás.
Pero esta noche estoy aquí,
desesperado, frente a tu casa, porque en un momento cerré los ojos,
tendido en mi cama presa del insomnio, y descubrí que no podía visualizar
tu rostro, sus detalles, y temí haberte olvidado del todo, pero sólo
era que, virginal, prerrafaelista, procaz o ingenuo, tu rostro se
estaba borrando de mi desleal memoria.
Llevo un par de meses así,
he perdido la cuenta del tiempo. He recorrido las calles deambulando
con la vista puesta en todas las miradas pero ninguna se parece a
la tuya. He recortado los pocos recuerdos que tengo de ti para hacer
un rompecabezas de tu rostro que pudiera mirar mientras sueño. Una
noche de insomnio y silencio en que se acabó el alcohol y me dio pereza
salir de madrugada al 24 horas, agarré unas tijeras y estuve toda
la noche recortando rostros, labios y miradas de las revistas hasta
que conseguí hacer un retrato–robot de mis recuerdos. Se parece poco
a ti pero a mí me da la impresión cuando lo miro de que te has hecho
esa foto sólo para que yo la tenga, sólo para mí.
Otras veces la soledad de
no volver a encontrarte se hace tan dura como el amor en los tiempos
de guerra, un momento de ésos en que te falta el ánimo y las colinas
más cercanas se te hacen cimas como ochomiles, y necesito de cualquier
compañía que cure la orfandad de mi corazón, el buen consejo de un
buen amigo con una cerveza en la mano y un guiño en las frases, pero
no me quedan de ésos o hace mucho, demasiado, que no les veo y recurro,
como suelo recurrir, a los que nunca me fallan, a los primeros amigos
que tuve y a los que saben de verdad de qué va esto.
La otra noche Lope me contó,
mientras ojeaba algunas de sus comedias más aparentemente banales,
que las apariencias engañan y que no por mucho amar a alguien conseguimos
enamorarla. Cerré el grueso tomo que compré en cierta época en una
librería de lance en Ciudad de México y me dejé aconsejar por amigos
más optimistas, pero Marcel me recordó lo que significaría pasar la
vida distraído en efímeros pasatiempos sin relevancia, vivir en un
callar y un no decir, sin poder olvidarte, amasar el tiempo perdido
en el arte, como si ésa fuera la respuesta a la realidad, la panacea
de los pobres de corazón.
Por otra parte, Italo me
contó que a veces idealizamos absurdamente elementos irrelevantes
de nuestra vida y nos subimos a la parra como idiotas rampantes, camino
que no conduce a nada salvo a las chanzas de vividores más experimentados
y de vuelta de todo como el incombustible amigo Corto, quien, a fuerza
de navegar, aprendió que no te puedes fiar ni de tu sombra pero que
siempre es mejor tomarse las cosas con un poco de sarcasmo y un cigarrillo
en los labios... mientras uno se para a esperar que los malos momentos
se esfumen en el aire.
Por eso anoche, al sonar
la hora en que el mundo cierra los ojos y el lado oscuro se apodera
de la ciudad, me dejé llevar por mis instintos y salí a la calle a
buscarte.
Llegué con el corazón en
la boca. No me preguntes por qué pero sabía que vivías aquí. No me
lo ha dicho nadie. Esta casa de dos plantas encalada de albero y blanco,
con sus nobles buhardillas asomando curiosas a la calle desierta y
el nostálgico destello color siena de sus tejas no podía ser sino
tu casa. Me quedé al otro lado de la calle, observando sus ventanas
apagadas como un héroe estupidizado ante la visión del castillo que
encierra a la princesa. Debería decir mejor muerto de miedo. Borré
la estulticia espontánea de mi sonrisa y me di media vuelta.
Sin embargo, no me atrevía
a irme sin más. Sólo me separaban de ti el asfalto y ese jardín tuyo
sembrado de buganvillas y plataneras, la verja mohosa pero augusta,
y el poco valor que tenía y que me acababa de abandonar.
Pasar la noche allí enfrente,
de pie, enredado en mis pensamientos fue la solución más sencilla
para tan complicado dilema.
Al caer la mañana, crédulo
y cegado por las promesas del sol naciente, me atreví a cruzar el
Rubicón hasta tu acera. La verja estaba fría al tacto y chirrió al
girar sobre sus goznes con una queja profunda y tímida al tiempo.
Me dijo que hacía tiempo que nadie la había cruzado con el ímpetu
y el ardor guerrero que me movían en aquellos momentos. Respondí en
silencio que tenía miedo, pero sólo miedo a enfrentarme a tus ojos
por no saber si tu belleza podría hacerme daño.
Debían de ser poco más de
las ocho cuando me animé. La mañana iba cambiando de ese gris prometedor
al azul de los días más anodinos y ordinarios como una velada amenaza
de que aún podía no ocurrir nada. Yo tenía el cuerpo congelado por
el relente de la noche pasada a pie quieto, el pecho retumbándome
exaltado de impaciencia, y me movía torpemente subiendo los dos escalones
que me separaban de la puerta principal. Una vez allí mis dudas se
despejaron y toqué con los nudillos sobre la madera pintada de blanco.
No había timbre, no había aldaba, sólo la madera pintada y mis dedos
llamando, tu nombre en un código cifrado.
Siguió el silencio. Unos
segundos y unos minutos de silencio. Luego, un sonido al otro lado
de la puerta, como el roce de unos pies en el suelo, un arrastrar
algo. Las cadenas de un fantasma, decía mi imaginación en unos de
sus calenturientos arranques. Al fin, un descorrer de pestillos y
el rostro de una vieja con el rostro arrugado y los ojos velados por
el sueño y el fastidio que se asomaba por un resquicio.
—¿Busca a alguien?
Dudé.
—¿Vive aquí Angelina?
La vieja meneó la cabeza
como no queriendo creer la hora que era y después, sin mediar más
palabra, intentó cerrar la puerta. Yo interpuse el pie como había
visto hacer en mil y una películas, pero mis reflejos no fueron tan
buenos o hay demasiada farsa en los efectos especiales.
—Aquí no vive ninguna Angelina
—contestó, malencarada. Luego, viendo que no me iba, añadió: —Vivo
yo sola aquí desde hace veinte años. En realidad, no conozco a ninguna
Angelina. En este barrio no vive nadie que se llame así. ¿Es una muchacha?
Yo guardé silencio, buscando
un hilo de realidad en la cinta de agua que me empapó aquella tarde
que te vi en la Gran Vía. El corazón dejó de latirme y mis pies dejaron
de tocar el suelo. Ya no sonaba música en mi mente. No existían ni
Miles Davis ni Paul Klee ni nada bello en vivir, y tu rostro lentamente
comenzó a borrarse de mi memoria como una acuarela bajo la lluvia.
—¿De verdad busca a alguien?
—volvió a preguntar la vieja, a punto ya de perder la paciencia.
Yo amargué una sonrisa de
autocompasión.
—¿Busca algo? —vocalizó
lentamente.
—No lo sé, señora —musité—.
Quizá un imposible, quizá sólo buscaba piolines para coleccionar...
—añadí, recurriendo a una imagen de Rayuela que pudiera explicar
la pasión por las cosas inútiles, como el amor.
____________________
Félix Amador
Gálvez, autor de Huelva,
es ganador de seis premios literarios mainstream (Café Compás,
Castillo de Cortegana, Cuentos Cortos-Cortos, Ciudad de Palos, Adepa-Ica
y El Chiscón, este último con una fantasía futurista) y ha publicado
en Alfa-Eridiani, Miasma y Efímero.
moguer(at)gmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
|