La
Sirena del aire
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Alejandro Maciel
En algún
año del siglo XVII hubo un capitán que, amargado por la enfermedad
de la nostalgia y el abandono de sus amigos, se hizo a la mar buscando
una isla. En la isla, según decían sus camaradas, vivía un monje ermitaño
muy sabio que podría ayudarlo.
Zarpó al mediodía cuando el sol rutilaba en el
cabrilleo marino y dio instrucciones tan confusas al timonel y al
piloto que la fragata se perdió en la bruma de un pasaje que todos
llamaban «el silencio tenebroso». Nada se movía en la quietud mórbida
de esas aguas espesas cuyos miasmas parecían supurar una niebla verdosa
y picante que escocía los ojos. El capitán sabía que traspasada la
calma especiosa y malsana, se encontraba la isla. Y en la isla una
cueva. Y en la cueva un león que custodiaba la entrada al cenobio
donde el monje escribía cláusulas a los textos sagrados.
Pasó un día y el barco seguía inmóvil, como amarrado
a las fuerzas de las profundidades. Al segundo día el piloto se acostó
en la amura y abandonó el timón inútil en la parálisis de la nave
que no podía avanzar ni retroceder porque el aire se había coagulado
a su alrededor. Al tercer día se escucharon golpes en la quilla, hacia
babor. El capitán bajó una escala de gato y por ella trepó una bellísima
Sirena.
Era una criatura límpida, de tez parecida al
alabastro, casi traslúcida. En sus ojos, si no habitaba la divinidad,
estaban los rastros de esa visión.
—He vivido mil años en las profundidades —dijo
con voz tímida—. Ya no soporto las tinieblas ni el hondo pesar del
mar. Quiero vivir en la luz.
El capitán se limitó a encogerse de hombros;
no buscaba redimir a nadie ni librar a un inocente de sus culpas.
No buscaba ayudar: buscaba ayuda.
Buscaba en el mar al monje que le daría paz a
su vida.
—Puedes vivir en mi barco —respondió sin dar
mucha importancia a sus palabras que seguían lánguidamente a sus pensamientos.
La Sirena suspiró hacia la lejanía y respondió
sin alzar los ojos:
—Sigue siendo el mar.
El capitán pensó un momento, algo inquietante
le había cedido la extraña criatura envuelta en algas que pisoteaba
su propia cola con dos aletas del color del acero bien pulido. Ahora,
repentinamente, sentía una infinita lástima por la Sirena pensando
que también ella sentía el dolor de la nostalgia; que vivir diez años
en las profundidades sería un castigo insoportable; pero mil años
ya ofendía el pensamiento.
—¿Quieres que te deje en algún puerto? ¿Quieres
vivir en tierra?
—Yo misma podría haber llegado al puerto más
próximo. Necesito el aire, ¿acaso ignoras que las sirenas fuimos criaturas
aladas en el pasado? El vértigo de volar es la libertad. Han pasado
más de mil años pero aún recuerdo la libertad. Nunca se olvida el
origen de la vida.
El capitán se puso pensativo. Atardecía con un
cielo desgarrándose en rojos y violetas cuando empezó a soplar el
viento. El barco se puso en movimiento y el piloto despertó de su
largo sueño para retomar el timón.
—Sé lo que haré contigo —dijo al fin el capitán—.
Te izaré en la cúspide del campanil de la iglesia más alta que encontremos.
Allí serás feliz indicando a cada cual el rumbo de su libertad.
—¿Cómo puedo indicar a nadie la felicidad si
yo misma no la conozco? —preguntó la Sirena con dulzura.
El viejo capitán recordó que durante una tempestad,
en la nasa, habían rescatado del fondo agitado del mar una lira de
oro que él guardaba celosamente en su camarote. Bajó a buscarla sin
decir nada y al acariciarla sintió que algo muy delicado estaba a
punto de suceder. La lira de oro parecía temblar como esas gaviotas
que a veces caían exhaustas en la cubierta de la nave. Se la dio a
la Sirena.
—Si puedes tañerla sabrás lo que es la felicidad
y dónde encontrarla, señaló mirando fijo la frente nacarada de la
doncella del mar.
No bien la tuvo en sus manos la Sirena meció
sus dedos traslúcidos y era como si un cristal rozase el oro desprendiéndole
la música más sublime que jamás se había escuchado. La música de los
ángeles.
El capitán comprendió enseguida que se habían
unido dos partes del universo que se necesitaban desde los lejanos
tiempos de la primera luz.
La Sirena empezó a cantar y su voz llenó el vacío
que había impuesto la tristeza al capitán, que había removido viejas
culpas e hizo que el sueño huyese de sus ojos.
El piloto, diestro en el manejo de la rosa de
los vientos, señaló a lo lejos una vieja iglesia de piedra recostada
contra el farallón. Tenía una torre y en lo alto, el sitio de la veleta
estaba vacío junto a la cruz.
—Allá serás dichosa —dijo.
Han pasado muchos más de cien años. La Sirena
con la lira de oro sigue allá en lo alto, temblando, asida a los vientos
para indicar el sitio exacto donde éstos van a extinguirse en la calma.
Con sus dedos de anémonas de cristal hace la música que indica a cada
cual el sitio desde el cual puede perdonar el pasado y bendecir el
futuro. El capitán comprendió que en ese sitio empezaba la paz que
estaba buscando.
Ya no necesitó encontrar la isla, ni despertar
al león de su letargo. El monje escribiría entonces, en los márgenes
de un texto sagrado:
«La belleza nos enseña a salvarnos de nosotros
mismos».
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ALEJANDRO MACIEL
es un escritor que vive en
Paraguay
talomac[at]pol.com.py
Lee otro relato de este autor (en Margen Cero):
Cuentos con la abuelita Nicasia
* Ilustración relato: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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