La soledad del
aire
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Sergio Llorens
Para Mariam, echo de menos mirarte
Me gusta pasear por las cornisas
de los edificios. El aire de la noche es algo frío. Pero uno se acostumbra
y sigue su camino. Estoy lejos, muy lejos de todo. Todos los problemas
se han quedado ahí, en tierra firme. Aquí, en equilibrio, no sucede
nada. Uno pasa a formar parte de la inmensidad. Ahora soy tan diminuto
que cabría en el estómago de un mosquito.
Normalmente vuelvo
a casa en un par de horas. Anoche casi lo hago antes. Cerré los ojos
de cansancio y perdí el control. Puse un pie en el vacío. Mientras
dependas del trozo de cemento, todo irá bien. Pero hay que tener cuidado.
Aquí un error no tiene solución. Recuerdo que la primera vez no andaba
con soltura. Tenía los pies atenazados. Pero poco a poco mi mente
se acostumbró al miedo. Dicen que cuando eso pasa, es necesario cambiar.
Hay que buscar algo más extremo. No sé. Yo no busco adrenalina, sólo
metros cuadrados.
Es lo que tiene
la hipoteca de la azotea. Que nunca se acaba. No hay paredes, ni columnas
que molesten. Todo es diáfano. Como si los tabiques estuvieran hechos
de gotas de lluvia. Cada paso, cada metro cuadrado, es una liberación.
Y de fondo siempre un mar de estrellas. Verdes, rojas, amarillas.
Las luces que calientan la soledad del aire.
Penumbra. Calor
de hogar. Palpo a tientas y me meto en la cama. Mariam duerme. Me
pego a ella, cierro los ojos. A los dos minutos, o eso me parece a
mí, suena el despertador. Siento los labios de Mariam sobre los míos.
Me dice que tenemos que levantarnos o llegaremos tarde. Ella es sicóloga
en una agencia matrimonial y yo doy clases de lengua en una academia.
Le digo que cinco minutos más, que estoy cansadísimo. Se me acerca.
Siento su cara sobre la mía. Tiene la piel caliente y los ojos color
miel. Las puntas de su melena, como hambrientas serpientes, trepan
por sus hombros. Su boca sabe a noche. A calor, a sueño. Con los ojos
entornados recorro los lunares de su escote, parecen diminutos planetas,
recién descubiertos por mi mirada.
A los dos nos
gusta la misma temperatura del agua y nos duchamos juntos todas las
mañanas. Sólo madrugamos por eso. Hacer el amor por las mañanas nos
sienta bien. Apretar nuestros cuerpos bajo el chorro de agua templada
es lo mejor del día. Y luego secarnos. Mientras yo le paso la toalla
por el pelo, ella lame las gotitas que recorren mi piel.
Sin embargo, a
pesar de que nos encanta estar pegados, el apartamento cada vez lo
sentimos más pequeño. Es un ático. No llega ni a cincuenta metros.
Y algo que echamos mucho en falta es el pasillo. Tal vez sea eso lo
que últimamente busco ahí afuera.
El equilibro.
Todo se reduce a una cuestión de equilibro. O eso dicen. En cualquier
caso, uno aprende a tenerlo. Es un gran esfuerzo. Pero pienso que
es necesario tener equilibrio en la vida. Las cosas cambian de perspectiva
si las miras desde un ángulo más equilibrado. No es fácil, y lo sé.
No todo el mundo está dispuesto a salir por la ventana de su comedor
y caminar por la cornisa de su azotea. Ni yo mismo lo estaba. Pero
luego te das cuenta de que viene bien esto del equilibrio. Además,
con él se consigue una extensión de tu vida. Metros cuadrados por
explorar. Como un pasillo nuevo que recorrer. Tal vez esta noche pruebe
algo diferente y me pase al otro edificio. Tan sólo está a un metro
y medio de distancia. Supongo que he pasado a la fase de la adrenalina.
Cuando se controla el miedo, uno no se contenta y quiere más.
Demasiadas clases,
demasiada gente buscando el amor perfecto en la agencia. Hoy el trabajo
ha sido agotador. Después de la cena nos quedamos dormidos en el sofá.
Una corriente de aire frío me despierta. Las cortinas hinchadas como
globos de agua ocupan medio comedor. Con cuidado de no despertar a
Mariam, la cojo en brazos y la llevo a la cama. La pongo de lado,
su postura favorita, la arropo y la beso. Se acurruca. Como un pájaro
lleno de lluvia.
La noche, como
todas estas noches, es hermosa. Caminar por la cornisa me resulta
cada vez más placentero. El cemento está caliente. Ha absorbido el
sol de otoño. Es como caminar descalzo por la arena alejada de la
orilla. Al llegar al otro edificio, decido saltar. Me emociona un
nuevo pasillo. Más metros cuadrados, más calidad de vida. O tal vez
sea por la vista. O por pisar otra cornisa y perfeccionar mi equilibrio.
Hay casi metro y medio de distancia entre las dos. Si fallo, ahí abajo,
sólo me esperan aire y soledad. Salto.
A lo lejos veo
una sombra que balancea los pies. Al principio uno piensa que muy
poca gente puede hacer esto. Pero luego uno se da cuenta de que cualquiera
puede hacer lo que uno hace. Y ese cualquiera puede ser hasta la persona
que vive contigo.
Cuando descubro
que quien tiene los pies colgando es Mariam, siento miedo. Pierdo
el equilibrio, el control. Acelero el paso. Me apresuro. Pienso que
se va a caer, pero no, no se cae. Si no me tranquilizo, el que se
puede caer soy yo. Mariam me mira y sonríe. Me hace un gesto con la
mano para que me siente a su lado. Apoya su cara en la mía y me señala
la ciudad. Ventanas encendidas, sueños de medianoche. El viento sopla
por cada ángulo de nuestro silencio. Miramos abrazados la inmensidad.
Sin sentir nada más que eso, inmensidad. Podría preguntarle qué hace
aquí, pero eso supondría que yo también tendría que dar explicaciones.
Así que mejor disfrutar del momento y luego en casa, lo hablaremos.
Si es que lo hablamos algún día.
Escucho un sonido
extraño. Como algo golpeando contra el cemento. Es su móvil. Parece
una luciérnaga retorciéndose de dolor. Mariam lo deja sonar, retorcerse.
La cornisa no es muy ancha y como no responda caerá al vacío. El insecto
no saca las alas y el golpe lo destruye. Afortunadamente, la calle
está vacía.
—Pasemos al otro
lado, por favor. Al nuestro —me dice Mariam.
Caminamos hacia
casa. Mariam primero y yo detrás, enlazado a su cintura. Prefiero
no pensar en lo del móvil. Aquel número privado retumbando en la cornisa.
Supongo que también ella buscó su desahogo. Su pasillo. Y no creo
que sea necesario aclararlo. Hay pasillos que duele saber su final.
Antes de acostarnos
leemos una carta de la comunidad de vecinos. Alguien ha visto sombras
en la azotea y ante la posibilidad de robo, se ha decidido poner rejas
en el ático. Los dos miramos hacia la ventana y nos abrazamos. Al
poco perdemos el equilibrio, caemos al sofá. Y ahí pasamos toda la
noche, atrapados en el espacio mínimo de nuestro amor.
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SERGIO LLORENS
nació en Valencia, en 1972.
Es licenciado en Filología Hispánica. Ha publicado De lo Canalla,
del amor y de lo absurdo, su primer libro.
PÁGINA WEB DEL AUTOR: http://www.sergiollorens.com/
ILUSTRACIÓN RELATO:
Tejados Genalguacil, By teclasorg (Flickr [1]) [CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)],
via Wikimedia Commons.
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