
Pensamos que somos
eternos
___________________
Sonia
Bettencourt
«(...)
La escritura se vuelve una verdadera neurosis.
Ella viene a ocupar el lugar de Dios
que partió para nunca más volver (...)».
Jean-Paul Sartre
Las personas salen del autobús
y se diseminan por la calle. Tres horas. «Tres horas es siempre tarde
o pronto para aquello que queremos hacer», leí en algún sitio. Es
la hora en que hacemos la digestión con el estómago vacío.
Un sol frío me arremete
en los huesos. La luz anémica me provoca dolores de cabeza. Una náusea,
diría.
Me dirijo a casa
con pasos largos, por un camino estrecho y vacío, como si alguien
estuviese esperándome. Me gustaría tener alguien que me esperara.
Por primera vez aborrezco estar solo.
El corazón me da
un vuelco de alegría cuando avisto mi pequeña morada: sencilla, pequeña,
sumida entre campos. Lo mejor es el silencio. Nos da noches bien dormidas.
Mientras tanto, tengo sueño atrasado. Una noche bien dormida sería
suficiente para barrer de mi cabeza todas las historias. Ya no consigo
estar solo en medio de aquellas voces alegres, ver personajes reír,
pensar todos juntos y reconocer satisfechos que son de la misma opinión.
¡Mal rayo les parta!
Escribo diez, quince
páginas en una noche y nunca digo la verdad. Me enfado conmigo mismo.
«¿Cómo es posible mentir con la verdad en la mano?», me digo para
mí.
Miro a un vaso de
cerveza del día anterior, encima de la secretaria. Tengo ganas de
decir: «¡No escribo más!».
¿Podré mantener
la soledad quieta en su lugar?
A medida que voy
envejeciendo siento una necesidad cada vez más fuerte de escribir
un libro. Esto no está probado. Mas es una hipótesis que sale de mí
mismo en una manera de unificar mis conocimientos, mi desesperación
y angustia.
Me gusta escribir
sin enmiendas, de una sola vez. Pero pierdo el equilibrio fácilmente.
Me da por tontear, cabalgar en la silla, el rostro para atrás, embriagado
por la cerveza y por los pensamientos. Muchas veces me levanto emocionalmente
exhausto con una sensación brusca de libertad y corro hacia un agujero
blanco que tengo en la pared. El espejo.
Mi cara. Me paro
a contemplarla. No la comprendo. Las caras de las personas que estaban
en el autobús tenían un sentido; la mía no. Quiero decidir si me resulta
bonita o fea. Entonces hago una mueca, destapo un diente, arrugo la
piel descolorida, me arreglo los ojos avellana, enmaraño el cabello
castaño… Nada aclara mis dudas. Treinta años, pienso. Un número demasiado
redondo, tan largo y tan corto al fin y al cabo.
Miro a través del
espejo lo que tengo detrás: mesas, sillas, libros, CD’s, vasos
sucios, bidones de cerveza, colillas amontonadas en los ceniceros,
tazas de café…, (afrodisíacos que ya poco efecto tienen sobre mí),
una secretaria con hojas de papel amontonadas, desorganizada… En fin,
una casa cubierta de polvo y de neurosis.
Retiro del espejo
un rostro que no parece humano y regreso a la silla de las tempestades
cerebrales, mientras la noche me respira y me entrelaza en su secreto.
El diablo mora al lado. De repente paro, y al mismo tiempo que el
último sorbo de cerveza me moja las entrañas, veo una frase venir
de arriba y golpearme: «pensamos que somos eternos».
Me
recuesto en la silla y me deslizo muy suavemente hacia el fondo del
pensamiento, lleno de sed y de dudas:
¿Cómo no despeñarse
en sueños? ¿Cómo no exiliarse de la existencia? ¿Cómo no hacer promesas?
¿Cómo no caminar hacia un tiempo acabado?, ¿cómo no dejarse huellas
en la arena? ¿Cómo no abandonar nostalgias?, ¿cómo no cultivar devaneos?
¿Cómo no conversar
con fantasmas parlantes? ¿Cómo no vivir la realidad del mundo entero?
¿Cómo no dejarse engañar? ¿Cómo no desconfiar de la naturaleza humana?
¿Cómo no sublevarse? ¿Cómo no borrar un libro?, ¿cómo no colmarse
de vacío? ¿Cómo no desmoronarse sin ruido?, ¿cómo no gritar en silencio?
La cerveza se acabó,
reparo. Y salgo a comprar.
El sol está frío.
Otro día que se repite.
Entro en el autobús
y pago el billete para todos los sitios y para ninguno, simplemente
siguiendo la vida de fuera, historia andante, rodeado de personas
con caras llenas de sentido, aunque unas ciegas, aunque otras sordas,
ambas viviendo una aventura con violencia. Acomodadas. Ahora las detesto,
no sé por qué.
Parece que cuando
se vive nada sucede. Las personas entran y salen de un momento vivido
como si de un autobús se tratase —deprisa, sensatas y en vaivenes.
Como
si fuesen eternas.
___________
CONTACTAR CON
LA AUTORA:
bettencourt.sonia(AT)gmail.com
Ilustración relato: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©

|