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Una jornada de agosto
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Martín Piedra


Todo comenzó porque uno echa de menos un dulce beso de mujer por las mañanas y otro ardiente al anochecer. Era agosto, ese mes en el que la soledad siempre supone un grado más en el termómetro. Marta y las niñas estaban en el apartamento de Alicante —las imaginaba a las tres corriendo tras las olas— y yo seguía en Madrid porque una jovenzuela recién salida de la Universidad quería horadar los cimientos de mi puesto de trabajo. No podía renunciar al combate y pospuse para septiembre los quince primeros días de mis vacaciones. Todas las mañanas trabajaba, y mucho, y procuraba que se enteraran mis jefes. No podemos permitirnos perder la cuenta de ese cliente, decía cuando podían oírme, y deseaba que nadie me preguntara por el cliente al que me refería. O me veían vagar por los pasillos portando pesadas carpetas. Gritaba cuando me ponía al teléfono, aunque no fuera necesario. Al fin, una mañana de finales de agosto, la niñata se acercó a mi mesa y me dijo que teníamos que hablar. De lo nuestro, dijo. Supuse que se refería al escalafón, a la virtud del trabajo bien hecho, a la constancia y la lealtad para con los propios compañeros primero, y con los clientes después.

—Podríamos quedar para comer un día —propuso.

—¿Comer? Sí, cuando quieras.

—¿Mañana?

—Mañana.

Cuando la vi ir pasillo adelante sentí como si hubiera perdido una batalla. Pero no me importó demasiado porque batallas pierdo muchas.

Luego, al llegar a casa por la tarde, eché de menos a Marta y a las niñas. Mientras me tomaba una cerveza recordé que tenía una cita con un antiguo compañero de clase del instituto. Le iba muy bien. De vez en cuando me llamaba para recordármelo. Tomaríamos una copa en una terraza y me contaría lo de la especulación inmobiliaria y lo de cambiar de domicilio social varias veces al año para despistar a Hacienda. Me duché. Me parecía que se producía un eco cuando me movía por las habitaciones vacías. Pasaba las horas yendo y viniendo, abriendo y cerrando puertas —de vez en cuando volvía la cabeza, por si había alguien, y me reía de mí mismo—, encendiendo el televisor, poniendo música y quitándola. Iba a la habitación de las niñas y miraba los ositos en sus estantes, abría el frigorífico y contemplaba un trozo de queso amarillento durante media hora como si estuviera compuesto de materia lunar.

Salí de casa a esa hora de las tardes de agosto en la que el sol cae ya rendido y la gente busca las primeras brisas de la noche para pasear. En más de una ocasión había estado a punto de dejarme olvidadas las llaves en casa y esa noche que salía para tomar una copa con mi amigo lo conseguí. Las llaves quedaron sobre el televisor mientras yo cerraba la puerta. Golpee la puerta desde fuera —también la pateé— y, como es lógico, nadie me abrió, pero se me quitaron esos nervios que le atenazan a uno cuando se siente demasiado estúpido. Agarré el móvil y llamé a mi amigo para disculparme y para contarle lo que me había sucedido. Mi amigo no me ofreció su ayuda, me dijo que ya nos veríamos otro día. Creo que se quitó un peso de encima. Por mi parte, yo sentí como si viviera quince segundos con retraso del resto del mundo —como cuando la voz y la imagen de un televisor no se corresponden— y pensé en derribar la puerta a golpes, porque el otro juego de llaves estaba en poder de Marta, en Alicante. Luego fui a casa de un vecino —uno que se dedica al bricolaje— para pedirle que me echara una mano.

Aquel hombre subió tres pisos y descerrajó la puerta con verdadero placer mientras su mujer me invitaba a tomar una cerveza fría. La mujer a la que yo había ayudado en ocasiones a meter el carro de la compra en el ascensor me miró con verdadera conmiseración, allí, sentado en su sofá, y me preguntó por Marta y las niñas. «Dios mío», pensé, «su marido me salva de dormir esta noche en la calle y yo en estos momentos difíciles, en lugar de agradecérselo, no consigo quitarme de la mente el trozo de carne blanca que ha asomado por su escote al servirme la cerveza». Pestañeé, miré la espuma del vaso, soplé un poco sobre ella y deseé estar capado como algunos perros, porque me sentía sucio.

—Bien, están bien. En la playa.

—Nosotros nos iremos a partir del día veinte —dijo ella.

En ese momento regresó su marido, con virutas en las manos. Llevaba una enorme ganzúa colgando de un bolsillo de sus pantalones.

—He dañado lo menos posible la puerta. Una buena puerta, por cierto. Manda cambiar mañana la cerradura. Esta noche, por lo menos, podrás dormir en tu cama.

Le di las gracias, me despedí de ellos y subí a mi casa. Cerré la puerta tras de mí y miré por el hueco de la cerradura rota durante varios minutos. No vi a nadie, sólo una luz ínfima y amarillenta al final de la escalera. Seguramente todos los vecinos de mi planta estaban de vacaciones. Seguí mirando con placer. La oscuridad me refrescaba. Eso fue todo.


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Martín Piedra es el seudónimo utilizado por un autor madrileño que escribe porque le gusta y porque no puede dejar de hacerlo...


Lee otros relatos de este autor (en Margen Cero): Pucheruelos | Si el Capitán Trueno

* ILUSTRACIÓN RELATO: Roto Door, By Roto Frank AG (Roto Frank AG) [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/)], via Wikimedia Commons.