
El tren de la medianoche
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Jesús Berrocal-Rangel
El Viejo Duque había sido feliz
aquella tarde.
Se hacían pesados
los solitarios días en el palacio, extraño ya entre los modernos edificios
que la rodeaban, pero distinguido por el encanto misterioso que rodea
todo lo antiguo. El otoño era lluvioso y gris, azotando inclemente
las calles, formando charcos en el descuidado jardín —tiempo atrás
orgullo de su abuelo—, repiqueteando constante en los cristales, agitando
las ramas de los árboles... y anochecía deprisa. Se había quedado
dormido en el sillón, rodeado de las viejas fotografías y papeles
familiares que el tiempo había amarilleado, repasándolos una y otra
vez durante el día.
Desde el salón el
reloj marcaba, rompiendo el absoluto silencio, las once y media. La
chimenea calentaba la habitación, arrancando oscilantes sombras de
la amplia estancia. Acarició el lomo de cuero de un viejo libro y
lo depositó sobre la mesa. Lentamente, levantó su cuerpo del sillón,
flexionando las entumecidas rodillas y apoyándose en el elegante bastón.
Luego, tomó el candelabro con la mano izquierda y la luz de las velas
desterró las penumbras de la habitación, dejando a la vista las altas
estanterías llenas de libros que su familia había ido depositando
allí desde hacía generaciones: Bécquer, Milton, Espronceda, Sthendal,
Baudelaire...
A veces el anciano
guardaba silencio y creía escuchar un casi imperceptible murmullo,
sin idioma, sexo ni edad, en el que se entremezclaban miles, millones,
de voces provenientes de los libros. Auténticos amigos siempre disponibles,
especialmente gratificantes ahora que hasta su fiel mastín se había
marchado, vencido por la única enemiga capaz de separarle de su amo.
Con el paso del
tiempo, sus parientes y amigos humanos también le habían ido dejando
solo. Aún le quedaban algunos conocidos, pero la mayoría estaban internados
en geriátricos lejanos.
Ahora le tocaba
el turno a él.
Era demasiado mayor
para cuidar de sí mismo —eso decían los cretinos de los servicios
sociales del Ayuntamiento— y el caserón, que llevaba más de trescientos
años allí, interrumpía los planes urbanísticos de la moderna ciudad
en que se había convertido el otrora agradable pueblo. Un amargo pensamiento
le asaltó al recordar que aquella iba a ser la última noche que pasara
en su casa. Por la mañana, los Cretinos irían a buscarle para internarlo
en una residencia.
Estaba completamente
sólo en la casa, por lo que le sorprendió escuchar un suave gemido
proveniente del exterior de la biblioteca. Salió al largo pasillo,
dispuesto a averiguar el origen de la voz, iluminándose con el candelabro,
que manchaba momentáneamente las paredes con la delicada luz, sumiéndolas
de nuevo en la oscuridad a su espalda.
Uno por uno, repasó
con vista cansada los retratos familiares colgados en las paredes.
Severos rostros que representaban varias generaciones de una noble
familia, que concluía con él, le observaban con mirada acusatoria.
La estirpe acabada, las posesiones familiares subastadas y el caserón
derruido. Nadie sabría en poco tiempo de su paso por el mundo.
Volvió a escuchar
la suave voz, ahora más cercana, casi tapada por el incesante sonido
de la lluvia cayendo sobre el tejado, y aguzó el oído, tratando de
interpretar el significado de tan enigmático susurro. Sonaba como
su propio nombre.
Al llegar a la altura
del despacho sintió un escalofrío y no le cupo duda; el gemido provenía
de allí. Cruzó la puerta, pero nadie había en la habitación; seguramente
había confundido el sonido del viento. Dejó el candelabro sobre la
mesa antes de cerrar la ventana, por la que entraban lluvia y viento.
Después puso en funcionamiento el fonógrafo y el Nocturno Número
5, de Chopin, inundó la penumbrosa estancia.
Pesadamente, se
desplomó sobre el sillón desde el que, con tan escasa fortuna, había
dirigido los negocios familiares durante los últimos cincuenta años
y se sirvió una copa de vino, que brilló sangriento y bello a la sinuosa
luz de las velas.
Abrió el cajón más
cercano a su mano derecha, extrajo un pequeño paquete de tela azul
atado con una cinta negra y lo desenvolvió, revelando la fotografía
de una mujer.
Aún con ayuda de
las lentes, tuvo que aguzar la vista y estirar la mano para acercar
el candelabro, observando detenidamente cada detalle del retrato,
reconociendo en el rostro cada recuerdo de su vida junto a ella. El
Viejo Duque había sido feliz aquella tarde porque el sueño de aquella
tarde le había devuelto al día que la conoció, ya hacía casi sesenta
años. Él acababa de volver de Manila donde, enviado por su padre,
había malvendido los negocios familiares en la recién independiente
Filipinas. A su regreso encontró una interesante novedad; una sala
de cinematógrafo y allí la conoció a ella. En el sueño de aquella
tarde, había sido tan feliz que perdió realmente la conciencia de
que dormía, entregándose por completo a revivir los más dulces momentos
de su vida.
Frunció el ceño,
con expresión de tristeza: debió renunciar a todos los lazos que le
ataban a la familia y casarse con ella, haciendo frente a toda oposición
por parte de su familia. Pero no fue el miedo a perder la herencia
material lo que le impidió hacerlo. Desde pequeño le habían enseñado
que el legado familiar no era simplemente posesiones económicas, se
trataba de sangre; de «raza». Ahora, cincuenta años más tarde, aquello
no resultaba ser más que palabras vacías, pero entonces era impensable
que un miembro de la mas antigua nobleza de la región, futuro titular
del ducado, uniera su vida a la de una humilde costurera.
A pesar de todo,
continuaron viéndose clandestinamente, ocultos a la mirada de una
sociedad intransigente respecto a la mezcla de clases sociales. Un
frío invierno, acordaron escapar juntos en el tren de la medianoche,
iniciar un viaje que les alejara de todo aquello que impedía su amor.
Pero él, abrumado por el peso de su Título, nunca se presentó en la
estación. Tardó algún tiempo en comprender su error y buscarla pero,
cuando al fin la encontró en un país extranjero, sólo pudo dejar sobre
el pecho de su cadáver una rosa blanca. Ni siquiera fue capaz de besarla
por última vez: había rechazado aquellos labios en vida y no se sentía
digno de tomarlos en la muerte.
Cincuenta solitarios
años pasaron desde entonces, terribles días y noches preguntándose
por qué no tomó la decisión correcta cuando estuvo a tiempo. Por qué
arrojó sus vidas al vacío, provocando que quizá ella muriera odiándole.
Pero aquella tarde
había soñado con los encuentros amorosos, con la risa de sus ojos
verdes, los soleados días en el campo paseando junto al lago... cuando
despertó, tomando contacto con la realidad, no pudo evitar que una
fría lágrima le abrasara el alma, marcando a lo largo de su cara una
estela tan visible y dura como la conciencia de los años perdidos.
El fonógrafo enmudeció
al tiempo que la ventana se abría violentamente a su espalda, empujada
por el húmedo viento de la noche, que ahora sintió como una brisa
familiar.
Con sonrisa nostálgica
recordó una frase que su abuelo solía repetirle: «Es mejor morir que
perder la vida». Había llegado el momento de terminar con todo de
una manera digna: el Duque no sería internado al siguiente día en
un geriátrico.
Besó por última
vez el retrato y luego lo sostuvo con una temblorosa mano ante sus
ojos, mientras la otra asía serenamente un revólver, apoyando el cañón
sobre la sien derecha. Desde el salón, el reloj anunció la llegada
de la medianoche, rompiendo el silencio reinante en la solitaria casa.
El Viejo Duque presionó
el gatillo y en ese momento, unos suaves labios, inmateriales pero
cálidos, le besaron dulcemente en la boca.
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JESÚS
BERROCAL-RANGEL
ha trabajado como locutor
y guionista publicitario para radio y televisión, ejerciendo además
la crítica musical en prensa y revistas especializadas. Como ilustrador
ha publicado cómics en diversos magazines, participando en
el libro Extremadura y América (Universidad de Extremadura,
1985).
Su primera novela, El Sueño del Caballero (Diputación de Badajoz,
2000 - El Arca de Papel, 2000), logró una alta valoración por parte
de público y crítica, y en breve la editorial Noray publicará la novela
El Desafío. Con su tercera obra, La Senda del Honor,
escrita en colaboración con Antonio Castro, ha sido finalista de prestigiosos
premios españoles. Ha participado en la antología de relatos El
Vuelo de la Palabra en 2002, 2004 y 2006 y, actualmente, colabora
en revistas mediante artículos de viajes. Es miembro de la Unión de
Bibliófilos Extremeños y de la Sociedad Geográfica Española y, llevado
por un fuerte interés en la Historia y la Etnología, viaja en una
incesante búsqueda de culturas alternativas y siguiendo los pasos
de célebres escritores de principios del siglo XX.
Página web del autor:
http://www.jberrocal.com/
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fuego en una chimenea,
By Pizarros (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)],
via Wikimedia Commons.

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