La vida en tres días
Óscar A. Bidabehere
Los tres últimos días.
Tres. Los últimos. El destino estaba escrito. Punto final al camino
en la vida de Rafael. Pareciera que hay un reloj biológico que nos
anuncia la llegada. Alto, con rasgos de italiano meridional, rubión
y fornido. Taciturno, apelaba al lenguaje de los gestos para trasmitir
sus estados y enviar sus mensajes. Primero las hijas mujeres entre
las sierras cordobesas y luego nuevos horizontes. Rumbo al sur y lejos
del mundanal ruido de la gran urbe porteña. Olavarría. Sierras y canteras.
Romper la piedra, cavar la tierra, construir. Sudor y lágrimas. Y
llegó José. Padre e hijo. Amaba entrañablemente a su único hijo varón.
Las palabras estaban ausentes en cada encuentro. Parecían telegramas
aquellos diálogos donde campeaba la parquedad. Secos y agrestes para
la fragilidad del niño. Padre a hijo. Y el niño creció en ese clima.
La adolescencia con sus turbulencias y las hormonas saltimbanquis.
El joven tenía sus travesuras como todo joven. Más o menos estridentes.
Sólo que un día una de aquellas ocupó la página central del periódico
lugareño. Gran conmoción Gran. Un croquis garabateado para hacerse
de unos pesos. El destino: un enredo con faldas y baile a la luz de
la luna. El marco, un país invadido por la botas con olor a bosta
que habían pisoteado las libertades democráticas. Los juegos de niños
eran peligrosos para esas mentes cavernícolas. El hijo hizo una de
las suyas. Inocente, ajeno al repiqueteo de los caballos que patrullaban
la ciudad. La travesura terminó en un calabozo. Cuatro meses. Sólo
la madre lo visitaba. El padre guardó silencio. A José le dolía. No
lo visitó y eso pudo más que un sopapo o un reproche. No hubo golpes
ni palabras hirientes. Sólo silencio con todo lo que entraña. El hijo
entendió el mensaje. Quiso redimirse y nuevamente tropezó. Y nuevamente
ese vacío entre ambos, cuando el joven esperaba la andanada de reproches,
silencio. Mirarse y no decirse nada y un sudor frío que recorría el
cuerpo de José. Había otras personas. Luego llegó el momento de estar
frente a frente. La anécdota decía que José había destrozado el auto
de su padre. Sobre llovido, mojado. Rafael lo miró, hizo una pausa
que para su hijo fue interminable y le dijo: «tenés que arreglarlo».
Y nada más. A los pocos días le indica un taller y donde retirar los
repuestos. José piensa ¿cómo? Más no le queda otra que encarar la
tarea y en su orfandad empuña las herramientas asistido por el tallerista.
Seis meses y el automóvil nuevamente a rodar. Aprendió la lección.
Su padre en silencio pensaba ¡ese es mi hijo! Curtiéndose en las dificultades.
Como su padre le había enseñado a él. No había caricias ni abrazos
así lo habían educado, preparándose para la batalla. Soportar la intemperie
y el sálvese quien pueda. En su interior estaba orgulloso de su hijo
varón. Ni el frío ni las dificultades lo podrían doblegar. Espartano
lo hacia caminar esos tres kilómetros que separaban el ingreso del
corazón de la cantera. «Levanta todas las piedras en punta para que
no dañen las cubiertas de los camiones». Y José asentía en silencio.
Por ese camino a los trece años ya manejaba las palas mecánicas. El
trabajo era para hombres rudos y aquel niño aún, no desentonaba. Se
acercaba el final de la historia y ninguno de los dos lo presumía.
Rafael da paso a sus sueños y construye aquella casa en la colina
donde sembrar y ver crecer los sauces. Un día cualquiera toma la camioneta
y sube a José con él. Imagina tomar la cortadora de pasto y descargar
toda la energía para desmalezar el predio. Se apresta a intentarlo
y el cuerpo no le responde. Y aquel hombre de figura maciza e invulnerable
se derrumbó en llanto. Ahí supo José que los hombres también lloran
y que el llanto es vecino de la ternura. Tuvo ganas de abrazarlo y
consolar a su padre. Supo ahí Rafael que aquello que oprimía sus pulmones
era una señal. Un mensaje cifrado. Supo leerlo. Preparó el terreno.
Vísperas. Llegan los nietos y aquel hombre portentoso tiene esos momentos
donde ve prolongarse la vida en quienes lo sucederán. Se derrite el
témpano. La vida es más dulce. Una salida a cenar y un beso en la
boca de su compañera en la vida. De esos con sabor a chocolate y menta.
A la vista de todos. Lo que nunca. Como queriendo rubricar una unión
imperecedera. Asombro en su hijo por ese romper la rutina y su intimidad
al desnudo. Parecía que quería beberse gota a gota el elixir de la
vida. Mientras José luce con alegría el haber promocionado su primer
año en la facultad y Rafael inopinadamente para su hijo lo colma con
agasajos. Que el departamento en Mar del Plata, que las llaves del
auto O Kms. Lirios y rosas. Y las retamas amarillas ornamentando la
sierra. Y aquella casa. Todo junto y tres días. Solo tres días. José
asciende al cielo en su felicidad. Mientras acaricia a su amor se
apresura a contarle pletórico esas sensaciones. Un llamado. Rafael
está descompuesto. Su hijo corre frenético intuyendo no sé qué y llega...Tarde,
ya se ha ido. Así como fue en su vida. Y cuantas cosas no dichas.
Le dejó un camino y lo acarició a su manera. Como pudo. Como aprendió.
Muchas preguntas sin respuestas y ese paraguas que cubría sus angustias
que ahora no estaban. Pero dejó su legado, esa armadura para enfrentar
la vida y esa forma de amar silenciosa pero que cala muy hondo. La
de dar sin esperar recibir. La que Rafael había derramado toda su
vida.
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Óscar Armando
Bidabehere es un autor argentino.
osbipd[at]yahoo.com.ar
ILUSTRACIÓN RELATO: Pintura por Ana González © (De su muestra de obras en Margen Cero).
▫ Relato publicado en Revista Almiar, n.º 31, diciembre de 2006-enero de 2007. Página reeditada en enero de 2022.