VOLAR
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Carmen Romeu
Todo empezó un lunes de mayo.
Me asomé al balcón y vi que era de día y de noche, es decir, las dos
cosas a la vez. Un sol inmenso ocupaba la derecha del cielo y un cuarto
creciente, tenue y plateado, iluminaba la izquierda. Pensé aprovecharlo
para echar una voladita de las que a mí me gustan. Subí a la barandilla
para lanzarme y fue entonces cuando pasó el padre de Miguelito volando,
pero no como lo hacían los demás, a braza o a crawl, no. Él
volaba sentado en un sillón de orejas la mar de confortable. La verdad
es que en ese momento me pareció alto y fuerte, y diferente a los
otros, los que volaban a braza o a crawl, por ejemplo. Y fue
entonces cuando sucedió. Al pasar por la barandilla en donde yo ya
estaba dispuesta para saltar, me ofreció un ladito en su sillón con
un gesto de la cabeza, y me animé. La verdad es que entonces pensaba
que no tenía nada que perder pues siempre quedaba la posibilidad de
volver a mi balcón volando a braza.
El sillón era amplio y cabíamos
los dos sin estrecheces. Él llevaba un mando a distancia que manejaba
con seguridad, y yo me dejé guiar. Volamos por encima de la Albufereta,
por la autopista de Valencia, y por fin, nos adentramos en el mar
por el cabo de las Huertas. No hablaba pero tenía una mirada preguntona,
y yo se lo conté todo. Era como si mi vida hubiera dejado de tener
secretos. Le conté que mi matrimonio no andaba muy bien, que Antonio
era muy bruto y que no me hacía ni caso. Que yo tenía ganas como de
dejarlo todo pero que me sentía mayor y sin ánimo, o sólo algo mayor.
Él seguía dirigiendo el sillón con su mando a distancia y preguntando
con la mirada mientras volábamos por encima del mar que estaba muy
azul. Algunas gaviotas volaban alto moviendo sus enormes alas y dando
graznidos. Al pasar nos miraban y la brisa se metía en mis ojos mientras
le contaba que Antonio, mi marido, trabajaba mucho y que casi lo prefería,
porque cuando estaba en casa lo único que hacía era decirme que era
una inútil y que no servía para nada. Viajaba bastante y yo me tenía
que ocupar de todo, del niño, de la casa, del trabajo y de darle clase.
Y que eso no era plan.
Volábamos por encima de
Menorca cuando comenzó a sonar una música suave y repetitiva, El
Bolero, de Ravel. Yo llevaba el ritmo
con los pies. De pronto observé cómo daba la vuelta al sillón e iniciaba
el regreso. Le miré a los ojos y como seguían siendo preguntones,
le conté también cosas de mi infancia. Luego me dejó en el balcón
y nos despedimos hasta el día siguiente. Bueno, no me dijo ni sí ni
no, pero yo supe enseguida que volvería porque en ese sillón se sabía
todo, aunque nadie te lo dijera.
De pronto se mezcló el sonido
de los timbales con la voz ronca de Antonio, mientras yo veía cómo
el padre de Miguelito se alejaba con su sillón verde y su mando a
distancia. Intenté quedarme un poquito más pero la intensidad de la
música aumentaba y Antonio me gritó:
—¿Quieres apagar eso de
una vez?
El Bolero de Ravel
se había quedado dentro de mí y lo escuchaba en todas partes; en la
cocina mientras echaba los Frottis de Kellogs a la leche, en el baño
mientras me enjabonaba, y hasta en el ascensor donde descubrí al observarme
en el espejo que mi mirada reflejaba un brillo de mar y sal muy delator.
Fue al acercar a mi hijo
Raúl a la parada cuando lo vi otra vez. Y así, en medio de los niños,
parecía menos fuerte, o quizás menos intrépido pero le noté enseguida
que no quería comprometerse, porque ésas son cosas que las mujeres
nos tomamos muy en serio pero que para ellos no es más que una voladita
sin consecuencias. No le dije nada pero lo miré con rencor y me alejé
dejando a Raúl con la madre de otro niño, para que no creyera que
me importaba su desprecio, y que a mí también se me había olvidado
lo nuestro.
Por la noche me acosté antes
de lo normal. Sólo pensaba en el balcón y no estaba segura de cómo
estarían las cosas en aquel cielo en el que era la mitad de día y
la mitad de noche. Fue al abrir los ojos cuando vi un puntito verde
en el horizonte que se acercaba a gran velocidad.
Él llegó puntual y me recogió
en su sillón verde sin hacer alusión al desprecio de la mañana, pero
yo estaba enfurruñada. Al principio volamos en silencio como si no
hubiera sucedido nada, pero mi actitud le acabó enfadando y me preguntó
sin preguntarme qué era lo que me pasaba. Yo seguí en silencio. Es
que las mujeres todo os lo tomáis por la tremenda, me dijo con los
ojos, como lo decía él todo. Os creéis que por dar un vuelo por aquí
y otro por allá tenemos que comprometernos para toda la vida. Y continuó
diciendo que si todo lo estropeamos por esa idea de infinitud que
se asienta en vuestras neuronas, con lo bien que las cosas resultan
dejándose llevar sin compromisos ni promesas. Yo me estaba poniendo
de tan mal humor que salté del sillón verde y me dirigí hasta mi balcón
volando a mariposa. Pero al ver que me iba tan enfadada me siguió
y dejó un confeti rojo en el bolsillo de mi falda. En él había escrito
mucho. Que si no seas tonta, que si yo te quiero mucho pero no puedo
dejarlo todo por ti. ¿Por qué estropear una historia tan bonita con
un compromiso que no va a ningún lado? ¿Es que crees que volaríamos
mejor si estuviéramos comprometidos? Pues no, sería más cotidiano
y perdería ese no sé qué que nos hace tan felices. Ese estar rompiendo
las normas tan a lo grande. Cerré el confeti y lo volví a guardar
en mi bolsillo. Él me sonrió con una sonrisa preciosa y yo hice una
pirueta en el aire y me colé en su sillón de nuevo para abrazarle
mucho y para seguir volando por encima del mar.
Aquel día no interrumpió
nuestro vuelo el Bolero de Ravel sino un locutor ronco que
nos avisaba de que iba a hacer mucho frío. El padre de Miguelito me
dijo con la mirada que me abrigara no fuera a coger un catarro y yo
agarré mi confeti y me estiré.
Pasé el día escondiéndome
de Antonio porque se me salían las gaviotas por los ojos y temía que
se diera cuenta. Escondí el confeti en la sortija y me fui a preparar
el desayuno.
A partir de entonces nuestros
encuentros se han repetido bastante y Antonio ha empezado a preocuparse
porque dice que cada vez estoy más ida y que parezco una marmota:
Pero a mí me da igual lo que piense porque ya no quiero hacer nada
más que volar y volar por encima del mar.
En la parada nos miramos como diciendo:
Lo de ayer fue estupendo ¿verdad? Pero no nos hablamos, porque no
queremos que nadie sepa lo nuestro. Sólo cuando él tiene muchas ganas,
cierra los ojos en un gesto dulce y yo busco un lugar apartado esté
donde esté. Porque todo me ha empezado a traer al fresco. Y si me
echan del trabajo o se me quedan algas enredadas en el pelo, pues
también me da lo mismo, porque siempre me cabe la posibilidad de esperar
en el balcón a que él me recoja en su sillón verde con su mando a
distancia.
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Otros relatos de esta autora (en Margen
Cero):
Carta póstuma |
Un día en París
* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez©
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