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Avisos parroquiales
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Pilar Romano

Llovía desde hacía horas. Desde mi ventana, las hojas de los naranjos agrios de la plaza se veían brillantes y gozosas, a pesar de la fuerza del agua.

Era imposible transitar por las calles, de modo que opté por cruzar la plaza y asistir a misa en la iglesia del barrio, en la que no entraba desde hacía años. Cumpliría con el precepto y la tarde del domingo tendría al menos una hora compartida, aunque fuera entre cánticos y oraciones.

Cuando avanzaba por la nave central, ya se insinuó en mí un leve arrepentimiento ante esta decisión. Los zapatos embarrados parecían recordarme la sentencia bíblica sobre aquello de nuestro origen y destino final. Pero no eran la humedad, el barro o el inexorable futuro polvoriento lo que me producía aquel desasosiego; eran disimuladas presencias e imágenes que me daban un fuerte empujón hacia recuerdos que prefería ahuyentar. Recuerdos no muy lejanos, pero obstinados y dolorosos. Sin embargo, al arrodillarme en la última fila de bancos, antes de comenzar la celebración, me rodeó una atmósfera fluida, evanescente, que me permitía flotar en un estado espiritual en el que el barro no existía.

Había pasado mucho tiempo sin que me sintiera así, como ganándole la carrera a mis dolores. Ni siquiera los fantasmas que solían aparecer cuando pasaba frente a esa iglesia lograban alcanzarme: los funerales de mi hijo mayor aún adolescente, el de mi marido, la boda de mi hija, hechos que me fueron dando fuertes empujones hacia esa forma de muerte incompleta que es la soledad.


Sentí que algo me molestaba: era el paraguas, mal ubicado en el banco; me senté luego de acomodarlo y seguí con la vista el hilo de agua que se escurría por la punta, dibujando un arabesco desorientado. La mirada se me fue pegando después a cosas diversas, deteniéndose en la blusa tejida al crochet que usaba mi amiga Felisa —con tal de estrenarla no le importó que lloviera— y en las raíces desteñidas del pelo de Esther, también vecina del barrio; se fijó luego en la palpitante mancha dejada por el agua en la camisa de José Luis, que marcaba en su espalda el ritmo de su respiración joven y, aunque no me gustara admitirlo, ese ritmo me perturbó. Salté entonces con la mirada hacia la expresión boba de la hija de Doña Celia, vuelta hacia atrás como diciendo que nada de lo que había adelante podía resolver su problema —¡qué cosa la meningitis, por Dios!—.

La celebración logró acercarme un mensaje trascendente, sacramental, pero al llegar el momento de los avisos parroquiales, todo volvió a lo cotidiano: «la comisión de jóvenes pro-ampliación del templo organiza un festival... ha comenzado la inscripción para la misión de hombres a Cañada Oculta... en la semana próxima llegará a la parroquia un nuevo sacerdote... se realizará a fin de mes un encuentro de matrimonios...». ¡Qué curioso! Pensé, salvo poner algo de dinero para alguna de estas actividades, no puedo participar en ellas: jóvenes, hombres, curas, matrimonios...

Había dejado de llover cuando salimos de la iglesia, pero la tarde seguía triste. Para colmo, domingo.

No intenté acercarme a Felisa, que salía tomada del brazo de Esther, ambas parecían avanzar hacia un horizonte de violines, entusiasmadas no sé con qué. Me mantuve distante porque no hubiera podido evitar comentarles algo sobre los avisos parroquiales y Felisa se enojaría; al salir de misa su adhesión a las cosas de la iglesia se enfervorizaba y no admitía crítica alguna. Pero luego se volvía más moderada. Creí mejor dejar la charla para nuestro encuentro del día siguiente, cuando fuéramos a hacer las compras.

Felisa usó la blusa tejida al crochet tan sólo aquel domingo. Se murió el martes, cuando apenas pasaba de los cuarenta. Una crisis asmática, dijeron. Nuestra conversación del lunes por la mañana apenas si había sido una referencia a la llegada el nuevo sacerdote, anuncio que ha ella le había provocado enorme expectación. ¡Pobre, no lo conocería nunca! «Tenemos que ir a saludarlo», me dijo. Ahora, yo sola no lo haría. Felisa no podría ya hacer que me acercara al curita nuevo.

Todo el barrio fue al velorio, a dar el pésame al marido y a los dos hijos, casi niños. O quizá a inspeccionar los rincones de la casa, para descubrir rajaduras en las paredes, el azulejo faltante en la cocina, algo de polvillo en el marco de los cuadros y cierta planta a punto de secarse en una maceta arrinconada. Las cosas que sobreviven al muerto en su propia casa, las que uno imagina que aquél habrá tocado tantas veces, adquieren una silueta especial en los velorios, como si la brusca irrupción de la muerte abriera una grieta en la atmósfera y a través de ella todo pareciera distinto, inquietante, difícil de nombrar.

Así lo sentía yo, sentada sola en la cocina de Felisa, tratando de asumir que ella no podía venir desde la sala para hacerme algún comentario u ofrecerme una taza de café. Ella yacía con la placidez de siempre, ingresando en una dimensión nueva, que podía espantarla o encantarle. En ese momento me produjo una inquietud especial el ver la bolsa que Felisa usaba para las compras, colgada de un gancho detrás de la puerta de la cocina. Estaba vacía, salvo unas doradas cascaritas de cebolla y una ramita de albahaca retenidas en la red. Me pareció que esa bolsa era el símbolo de nuestra relación y decidí que me la llevaría —«a ella le gustará», pensé—. La plegué como pude y la introduje en mi carterón de cuero, con las cascaritas de cebolla y la ramita de albahaca.

Mientras caminaba sola de regreso a casa, me pareció escuchar lo que Felisa solía decirme «tenés que encontrar a alguien con quien rehacer tu vida...», refiriéndose, por supuesto, a un hombre.

Me resultó casi penoso hacer las compras sin mi amiga y tomé la costumbre de usar siempre su bolsa de red, de la que nunca retiré la rama de albahaca; algo de ella seguía allí como en un relicario. La noche de su muerte me había hecho bien sentir ese aroma, que no sé cómo llegó hasta mi cama, envolvió mi cuerpo y me sedujo con el poder invencible de los viejos aromas.

Seguí comprando las ramitas olorosas, como si fuera un rito, reemplazándolas cuando se marchitaban, pero dejando siempre la primera, la que Felisa había comprado, ahora reseca, envuelta en papel transparente para que no se disgregara. Tenía en la mano uno de esos ramitos recién comprado en el puesto de frutas y verduras de Pascual, quien compartía el rito sin que nos hubiéramos dicho una sola palabra, cuando mi monedero cayó al suelo. Un hombre cuya proximidad no había notado, se agachó para entregármelo. Estábamos casi en cuclillas los dos; lo miré y sentí de golpe un enorme deseo de verme espléndida. Tenía él una mirada para no dejar de mirar, una tez justa para la caricia y unas manos ideales para sostener soledades. Fue apenas eso: un gesto cortés, un roce.

Y el aroma a albahaca empezó a enloquecerme por las noches, a hacerme sentir que reverdecía, a producirme en cada célula un estímulo pícaro, que parecía provocado por un duende agitador.

Toda yo empecé a oler a albahaca. Sí, aunque no llevase la bolsa de Felisa, olía a albahaca. Me di cuenta en ese ascensor atestado en que apenas pude entrar. «Rico olor a albahaca» —dijo alguien. Debía subir hasta el undécimo piso; traté de acomodarme y entonces sentí en la espalda aquel roce, aquella temida, esperada sensación. La gente iba descendiendo, los espacios vacíos se ampliaban, pero el contacto continuaba y seguía hacia abajo, voluntario, extático. Era el hombre del monedero, como lo había presentido; reconocí su mano sosteniendo mi antebrazo, en un principio para facilitar mi ubicación entre la gente, pero quedándose luego allí, hasta que yo me aparté y salí del ascensor al llegar al piso catorce.

Me sentí pecadora por haber mantenido ese contacto, por haber disfrutado con él y por recordarlo todos los días gozosamente. «Acabo de cumplir cuarenta y siete años...» —me reprochaba. Quise aliviarme, e ignorando los viejos fantasmas, volví a cruzar la plaza de los naranjos en dirección a la iglesia. Pensé en Felisa, recé por ella y por mí y la culpa se alejó.

Pero volvió cuando al levantar la vista hacia el altar reconocí al sacerdote que iniciaba la celebración. Y sus manos, que me provocaron inevitablemente el deseo de que me aferraran.

Dejé de usar la bolsa de red de Felisa y no volví a reponer el ramito, pero el aroma sigue llegando a mi cama, no sé desde donde.



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PILAR ROMANO Nació en la Provincia de Corrientes (Argentina) y comenzó con esto de contar cosas por escrito en los '80. A veces escribe también algunos poemas.
Tiene publicados dos libros de cuentos: La Plaza de los naranjos y otros sitios y Tiempo de lavar (Moglia Ediciones - Corrientes) y uno en coautoría con otra narradora correntina (Editorial Eudene – Universidad Nacional del Nordeste – Corrientes) y una novela, Inocencia Plenaria (Moglia Ediciones). Tiene también publicaciones en antologías de Argentina y Paraguay. Su cuento Una hoja enterrada fue incluido en la Revista Noticuento, de Madrid, en soporte de papel.
Ha dado charlas en Corrientes, Santa Fe, Rafaela y Paraná (Argentina) y en Asunción (República del Paraguay), todas sobre narrativa.
@ milaguna2000[at]yahoo.es

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Es a mí · Por un rato más

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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