En azul
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Luis
de Felipe
Blus.
Así suena la pena en inglés, y así suenan las burbujas que dejo escapar
por la nariz cuando, sumergida, mando el aire de mis pulmones a la
superficie, a reunirse con sus semejantes, átomos que flotan invisibles
sobre mi cabeza, fuera del agua. Así suena para mí el mar: no fsssh,
como hace mucha gente al imitar el rumor de las olas rompiendo, sino
blus, un sonido de burbujas y tristeza.
La primera vez que Alex vio el
mar tenía diez años. Yo lo conocí mucho después, a los treinta y tres.
Tenía el cabello de color rubio oscuro erizado con furia, una barba
rala de color anaranjado que se resistía a cualquier intento de una
cuchilla por adecentarla, y seguía llevado por el embrujo de aquel
momento en que comparecieron ante sus ojos las barbas blancas de las
olas y la inmensidad azul de las aguas. Era bastante alto, alargado
como un junco. Y poseía una irresistible inocencia sabia, una atractiva
picardía caballeresca. Era como luz brillante por un lado y como oscuridad
impenetrable, por el otro.
Yo había cumplido veintinueve y
trabajaba como profesora en un centro de español para extranjeros.
Tenía ocupadas unas seis horas al día y un sueldo que me permitía
malvivir, con lo que siempre andaba necesitada de un extra. Mi vida
me resultaba un poco deprimente, y él, que frecuentaba mi grupo de
conocidos desde hacía un tiempo, cometió la imprudencia de resultarme
irresistible, con el misterio que ocultaban sus ojos y su aire interesante.
En una noche inexplicable, cuando
los dos solos nos encontramos en la pista de baile de una discoteca,
apenas necesitamos un par de frases y dos miradas para acabar enredando
nuestras lenguas. Me cautivó su olor, me encendió una llama dentro
que parecía imposible de apagar y nos fuimos de allí, le arrastré
hasta mi casa para poder desnudarlo, meterme su miembro en la boca
y luego montarme sobre sus caderas, llevada por la necesidad de que
sus dedos, su lengua, su aliento y su pene dentro de mí borrasen los
sinsabores de mi desagradable rutina. Recuerdo haber gritado, entre
orgasmo y orgasmo, cada vez más fuerte, hasta que eyaculó y caí sobre
su pecho, agotada.
Nos habíamos quedado solos casi
sin pretenderlo: el resto del grupo se fue descolgando poco a poco
por distintos motivos. A uno le entró sueño, otra tenía que madrugar,
el tercero y la cuarta querían irse a casa, pero no a dormir… Alex
y yo seguimos, de un modo tácito, por inercia y por no confesar que
ambos andábamos buscando lo mismo. Dio igual nuestro silencio. Tras
unas copas, un cambio de local, otras copas más y unos bailes… estábamos
bastante ebrios, y entonces me dijo algo al oído. He olvidado las
palabras, pero era algo así como que estaba en una isla, a solas con
él, mientras toda aquella gente bailaba a nuestro alrededor. Me abracé
a su cuerpo espigado y le dije entre risas, metiéndole mano con descaro,
que no me dejara ir, que me mareaba, a lo que Alex respondió, sin
más,
«si te caes de la isla,
yo iré nadando a por ti», y ninguno de los dos nos reímos, sino que
nos miramos… creo que nadie ignora como termina una situación así.
Es más, ya lo he contado.
Su cuerpo espigado era una masa
compacta de músculos alargados y flexibles, vibrantes bajo una piel
que adornaban tres o cuatro cicatrices de arma blanca y un tatuaje,
de trazo sutil, que representaba a un payaso llorando. Un reflejo
perfecto de su dualidad, de su misterio. Nunca me dijo a qué se debían
las cicatrices, pero me contó que el tatuaje se lo hizo con Verónica,
su hermana muerta. Tampoco supe cómo había muerto.
Luego, están las circunstancias
en que Alex fue revelándose ante mí, desprendiéndose de las sucesivas
capas con las que envolvía su persona. En los momentos íntimos que
las parejas dedican a este tipo de confesiones, el escenario parece
jugar un papel importante. Alex siempre, y digo siempre, me contó
sus secretos de noche, a la luz de la luna llena.
Por ejemplo, una noche me desperté
a su lado, y me contó mientras el satélite brillaba por la ventana,
con los ojos fijos en el techo, que él se consideraba una espada,
un instrumento bello y peligroso que había sido forjado por Dios.
—Tengo una extraña relación con
Dios: no acudo a ninguna de sus casas, no lo busco en las congregaciones,
y a cambio Él me respeta y me enseña mi camino… sin las trampas, sin
los problemas. Me lo muestra despejado, directo hacia un punto. Como
el filo reluciente de una hoja de acero. Me resulta bonito pensar
que soy capaz de ver ese camino, que puedo caminar sobre ese filo.
Que mi vida es como la de un funambulista, siempre con un pie en el
vacío.
Otra noche, desperté porque él
se agitó en sueños, de un modo brusco. Cuando me volví, estaba hecho
un ovillo.
—¿Qué te pasa?
—Ha sido muy raro —me dijo con
voz de niño asustado—. He tenido una pesadilla en la que moría a los
treinta y cinco años. Me pegaban un navajazo por resistirme a que
me quitaran la cartera… ha sido muy raro.
Me abracé a él y le di un beso
en la nuca, susurrándole que todo estaba bien, que sólo había sido
un mal sueño. Me dijo que le había dado mucha pena, sobre todo porque
llegó a pensar que se iba sin volver a decirme lo mucho que me quería.
Luego, se quedó otra vez dormido, entre mis brazos, como si nada hubiese
sucedido. Yo me quedé envuelta en un suave resplandor de plata y pensando
en sus palabras.
Por todas estas razones, Alex se
convirtió en el centro de mi mundo, en el motivo que tenía para soportar
las duras jornadas y los reveses de la vida. Todo era más fácil y
sencillo a su lado, todo podía tener una solución si la buscábamos
y poníamos nuestros corazones en encontrarla. Y si no era así, entonces
nos alegrábamos por haber tenido el valor de buscarla, por no haber
sido conformistas y comodones…
Un año después, le perdí. Bueno,
tampoco debería decirlo así. Le hubiese perdido si alguna vez hubiera
llegado a tenerle, pero no quiero engañarme. Alex nunca fue más mío
que el aire que respiro. El regalo que me hizo por mi treinta cumpleaños
fue la soledad. No volví a tenerle entre mis brazos, envueltos por
las sábanas. Los restos de sus besos y sus caricias se fueron quedando
atrás, llevados como polvo por el viento.
La culpa fue de los malentendidos,
que es casi lo mismo que decir que la culpa la tuvieron los celos,
la incomprensión y el egoísmo. Sobre todo, el egoísmo: Alex me resultaba
tan genial, llenaba tanto de luz mi vida, que no podía soportar la
idea de que no fuera sólo para mí. Nunca lo fue: aprenderlo sólo sería
una cuestión de tiempo.
—Me temo que debo clavar la espada
en otra persona —me dijo el día que se marchó.
Y yo, furiosa, recibí el comentario
como una bofetada, porque no lo entendí. Cerré con un portazo a sus
espaldas, no sin antes haberle gritado que quién coño se creía que
era, que un cualquiera como él no había dejado huella en mi vida y
alguna cosa más de esa índole. Entre nosotros se interponía un fantasma,
al que yo quise echar para que no me robase ni un pedacito de mi Alex.
Pero era un fantasma privado, que nunca iba a marcharse de allí, y
lo único que conseguí fue que él me dejara. El de Verónica.
Como dije, le conocí porque frecuentaba
nuestro grupo. Pero ignoraba el por qué, aunque días después ya no
me cupo duda. Sergio, uno de nuestros amigos más díscolos, siempre
llevaba algo de droga encima porque conocía desde pequeño a Vicente,
un traficante de poca monta, algo más importante que un camello pero
no tanto como para estar fichado por la policía. Alex utilizó a Sergio
para llegar hasta Vicente.
Encontraron a Vicente amordazado
en su piso, con dos balazos en la pierna. Una llamada anónima a emergencias
tuvo la culpa, seguro que fue Alex quien la hizo. Eso pensaban también
los investigadores que vinieron a interrogarme. Para ellos, Alex era
tan misterioso como para mí. Les conté que su hermana había muerto
hacía tiempo, que tal vez deberían tirar de ese hilo para ver qué
madeja encontraban. Pero no podían, porque no sabían quién era él,
ni quién su hermana. Por primera vez, caí en la cuenta de que yo tampoco
lo sabía. Ni apellidos, ni familiares, ni nada. Después de un año
de relación. Los investigadores no se lo tragaban, pero ése no era
mi problema.
Los proyectiles que extrajeron
de la pierna de Vicente resultaron ser del calibre 38, de un revólver
de cañón corto que yo nunca había visto. No tardaron en aparecer otras
dos balas del mismo arma, esta vez en el pecho de un proxeneta de
nombre Fernando, de quien yo nunca había oído hablar. Por lo visto,
se trataba de alguien relacionado con Vicente. A saber. Amenazaron
a Vicente, pero no consiguieron nada. Les dijo:
—Si suelto prenda, ese tío vuelve
y me pega otros dos tiros. Así me lo juró. Vosotros no le visteis
la cara, yo sé que hablaba muy en serio.
Mientras, se produjo en apenas
cinco días un reguero de tres muertes más, y todas señalaban al mismo
autor de la anterior. Por la manera de actuar, con sigilo y determinación,
y por el tipo de munición empleada. Viví esos cinco días en un vértigo
constante, sin darme cuenta de lo que hacía. Sólo pensaba en los titulares
del día siguiente, sin saber bien qué anhelaba descubrir en ellos:
no sabía si quería leer que por fin le habían detenido, o que seguía
libre y había cometido un nuevo asesinato, o que su fría y cruel venganza
había terminado de una vez por todas.
Después del proxeneta, Alex terminó
con la vida de un empresario cuyos negocios, por lo que pude leer
en el periódico, no estaban muy claros. El siguiente de la lista fue
un banquero, y yo no veía relación alguna entre el camello, el proxeneta,
el empresario y el banquero. Sin embargo, existía. Y entre todos ellos
y Verónica, pero nadie conseguía averiguarla. La última víctima antes
de que me llamase fue un conocido personaje público, de esos que pueblan
las televisiones locales dando opiniones que a nadie interesan sobre
asuntos que a todos conciernen.
Me habían pinchado el teléfono.
Cuando descolgué y le oí saludarme, estuve a punto de gritarle que
corriese, que iban a ir a por él. Sin embargo, me contuve. Era buscarme
un problema gratuito. Después de todo, Alex debía saber muy bien que
me lo tendrían intervenido. Y sus palabras siguientes así lo confirmaron:
—Voy a decirlo para que lo oigan
esos que escuchan: tú eres inocente, no tenías manera alguna de saber
lo que me proponía. Mi hermana no se llamaba Verónica. Mis apellidos,
dejé de usarlos hace mucho. Las cicatrices que has visto, son mis
galones. Cuando empecé a buscar al culpable, aún no era una espada
afilada.
—Alex —la voz me salía en un hilo,
pero tenía que preguntarlo—, ¿alguno de ellos era el culpable?
—No —y lo siguiente que me dijo,
casi me hizo caer fulminada—, de los anteriores nada sabes, pero de
éstos últimos, uno de ellos era su amante, otro un hermano. El resto
han sido para despistar.
En ese momento comprendí, en parte
avergonzada y en parte aterrorizada, que me había enamorado de un
monstruo. ¿Qué otro nombre podía darle a quien decidía, a su capricho,
si una vida era prescindible o no con tal de lograr un objetivo tan
estúpido como lo era una venganza?
—Lo planifiqué hace mucho tiempo.
Escucha, el tiempo apremia. No cumpliré los treinta y cinco, no moriré
por no dejarme robar y no me quiero ir sin decírtelo. Te quiero muchísimo.
Eres lo mejor que me ha sucedido nunca. Ojalá todo hubiera sido diferente.
Y colgó. La policía estuvo a punto
de localizar la llamada, pero Alex lo tenía todo bien calculado. Nada
iba a interponerse entre él y el final de aquella locura que apenas
había durado una semana.
Según supe cuando todo terminó,
el proxeneta era el amante y el banquero, el hermano. El culpable
de todo ese dolor que Alex escondía tras sus ojos hechizantes, un
dolor que yo ni siquiera llegué a intuir en ese año que pasamos juntos,
era un empresario farmacéutico, bastante bien situado, con unos cuantos
secretos sobre su conciencia que había decidido mantener ocultos.
La hermana de Alex se llamaba Teresa. Era periodista. En algún momento,
cometió el error de husmear demasiado en los trapos sucios de las
industrias farmacéuticas. Experimentos con vacunas en África y Asia.
Un asunto feo. Apareció muerta en un vertedero.
El empresario y el personaje público,
a los que Alex asesinó para despistar a los sabuesos de la policía,
no merecían encontrarse con su horrible destino de ese modo. En los
días siguientes, saltaron a las páginas de los periódicos informaciones
escandalosas relacionadas con ambos. Al parecer, formaban parte de
una red de pederastas. Más de uno debió pensar que Alex le había hecho
un favor al mundo, pero un justiciero anónimo nunca hace favores a
las cosas buenas del mundo.
Armado con su revólver, el asesino
de mi corazón entró en la lujosa casa del empresario. Le disparó dos
veces a quemarropa, delante de toda la gente que allí se había reunido
para darle el pésame por la muerte de su hermano. Le dijo a la horrorizada
congregación que Dios le había preservado entero hasta ese momento.
Que su hermana ya podía descansar en paz, porque él acababa de matar
al responsable de su muerte. Y luego, se metió el cañón del arma en
la boca.
Desde entonces, el sonido de burbujas
y tristeza, blus, me acompaña cuando paseo junto al mar, solitaria,
en busca de ese embrujo de las blancas barbas de las olas, de la inmensidad
azul de las aguas, que hace mucho tiempo cautivó a un niño.
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Luis
de Felipe:
«Nací en Valencia, y aquí me he criado. Aunque por motivos de estudios
he visto algo del mundo más allá de nuestras fronteras, siempre vuelvo
a mi ciudad. Supongo que es un referente para mí.
Ahora mismo doy clases
de español a estudiantes extranjeros en un centro privado, pero también
he trabajado de traductor, profesor de inglés e incluso de jardinero.
He traducido varios libros, entre ellos La muerte de los reyes,
Almas para el olvido y Un honorable asesino, novelas
detectivescas ambientadas en la Inglaterra de Shakespeare.
Me gusta escribir por
las ilimitadas posibilidades de experimentación que me ofrece el lenguaje.
Fruto de esta pasión, que cultivo desde hace ya unos catorce años,
son los relatos que guardo en mi disco duro. Y alguno más que ha visto
la luz, como por ejemplo, Último asalto, un microrrelato que
apareció en la antología A contrarreloj II, de la editorial
hispalense Hipálage.
Mi palmarés es poco sustancioso.
Gané en el año 1996 dos premios, el del IES Francesc Ferrer i Guardia
de Teatre, y quedé el 7.º en el certamen El Gos i la Tortuga, convocado
por el Ayuntamiento de Benicàssim, de narrativa en valenciano. En
2008, fui finalista en dos premios: el VII Premio de Relato Yoescribo,
del portal www.yoescribo.com, con Crónica de los años perdidos,
y el III Certamen de Relatos «La cerilla mágica», convocado por el
portal www.publicatuslibros.com, con El aprendiz de brujo».
@
ludefev[at]ono.com
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Abstract Art, By Mitchfeatherston (Own work) [CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
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