Cartas desde
las ruinas
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Miguel Baquero
Medlebrún (en
la frontera oeste de la civilización)
Día tercero de la cuarta luna del año 527 desde la domesticación del
caballo
Mi querido maestro:
(1)
A día de ayer he llegado a este lugar, después de larga y fatigosa
travesía, y después de múltiples calamidades, que sería prolijo detallar.
Baste decir que, cuando cruzaba las montañas, a la sazón cubiertas
por la nieve, aquel buen mulo con el que salí del seminario reventó
de frío y de cansancio. Imbuido, no obstante, por la grandeza de mi
misión, seguí a pie la vía adelante, pero quiso la suerte (mala suerte
en este caso) que cayera sobre mí una de las muchas bandas de salteadores
que acechan estos pasos. La dicha banda me despojó de todo mi equipaje,
así víveres como vestuario, de tal manera que no exagero a vuesa señoría
si le digo que alcancé el valle desnudo por completo, depauperado
y aterido.
Encontré entonces, a la vera del camino, un monasterio, a cuya puerta
me llegué a pedir auxilio. Me abrió el padre portero y, al verme de
aquella guisa, sin efectuar preguntas me hizo pasar al interior, me
llevó al patio, y corrió luego a tañer las campanas, convocando urgentemente
a la congregación. Se trataba de la muy antigua, muy practicante,
y muy numerosa además, orden de los padres sodomitas. Entre ellos
estuve quince días, hasta que pude reemprender camino. Lo cual fue
una madrugada, furtivamente, y ataviado, puesto que no pude encontrar
otra ropa, con uno de sus típicos hábitos abierto por el culo.
Así fue como llegué hasta Medlebrún, y como me presenté en el lugar
de las excavaciones. Me encontré allí a un buen número de gente, atareada
en la pica y desempolvo de unas ruinas; según me vieron llegar con
aquella vestimenta, todos, sin excepción, tomándome por un monje sodomita
verdadero, se enderezaron al instante y formaron en un círculo cerrado.
Me asombraron, en verdad, tales muestras de respeto, pero al fin,
y por las señas que les di, las cartas de presentación de vuesa señoría,
y otros detalles de nuestro seminario, se deshizo el malentendido
y accedieron a darme alojamiento. Aunque un tanto apartado del común,
esa es la verdad.
Mañana iré a
visitar, por primera vez, el yacimiento arqueológico. De los estudios
que haga, hipótesis que siga, y conclusiones a las que llegue huelga
decir que le mantendré informado. Entretanto, beso a vuesa señoría
la nuca, como es preceptivo y en señal de respeto.
* * *
Medlebrún
Día décimo de la cuarta luna del año 527 d.d.c.
Mi querido maestro:
Antes de entrar
en detalles técnicos, creo necesario contarle cómo salieron a la luz
las ruinas que ahora nos ocupan, según oí de un maestro prospector.
Había atravesado este maestro, en compañía de su expedición, aquel
gran río llamado Ebrún, que hasta hace apenas cinco años delimitaba
el avance de la humanidad; nada más poner los pies en la otra orilla,
ordenó hacer diferentes sondeos por los alrededores, en busca de vestigios
arqueológicos.
Apenas iniciados dichos sondeos, se descubrieron
los restos de dos edificios. Pronto advirtieron que se trataba de
icglexias
(2),
como se decía
en la terminología de la época. O, lo que es lo mismo, de edificios
civiles dedicados a todavía no hemos concretado bien qué menesteres.
Como es propio en estos edificios, su salón principal se encuentra
todo él rodeado por los retratos de diferentes personalidades; en
el cabecero, presidiendo el conjunto, ineludiblemente se halla el
retrato bien del rey, medio desnudo y con los brazos abiertos en señal
de bienvenida hacia sus súbditos, o bien de la reina, sosteniendo
en sus rodillas al príncipe heredero. Esto era norma, al parecer,
en todas las dependencias y despachos oficiales de la época antigua,
de igual manera a como, en nuestros días, se cuelga en las paredes
de los distintos departamentos un retrato del monarca haciendo el
pino puente, en señal de honestidad, respeto hacia sus súbditos y
buena forma.
En cualquier caso, nada
de esto era lo que se andaba buscando, por lo que mandó el jefe de
la expedición continuar la marcha apenas amaneciese. Aquella noche,
en torno a la hoguera, reunidos todos los miembros de la expedición,
trazamos rutas sobre la arena y compartimos nuestro sueño, el deseo
latente en cuantos nos dedicamos a la búsqueda de santuarios de la
civilización antigua. En concreto, nuestros anhelos estaban puestos
en hallar aquel templo legendario que, durante muchas generaciones,
ha sido poco más que una quimera, un mito, un lugar de fábula. Ahora,
gracias a los progresos de la técnica (sobre todo gracias a la invención
del pico y de la pala, aunque su funcionamiento todavía nos resulte
algo complejo), tal vez podamos en un futuro no muy lejano ver con
nuestros propios ojos tal maravilla. Con esa esperanza, al menos,
nos despertamos al alba, y con esa esperanza el jefe de nuestra expedición
se caló el gorro de orejeras, símbolo de su autoridad, se alzó sobre
los estribos de su burra, alargó el brazo con toda la pompa que exigía
el momento y gritó:
—¡Adelante!
Es cosa ciertamente admirable ver cómo avanza una expedición de arqueólogos.
Con la misma sincronización, el mismo silencio, el mismo paso corto
y decidido que una manada de leonas hambrientas al acecho de una presa,
así es como la caravana emprende su camino. Tantas veces vuesa señoría,
desde la cama en nuestro monasterio donde se encuentra postrado, me
ha expresado su frustración por no poder contemplar este hermoso espectáculo,
que hoy me veo en la obligación de describírselo cuan prolija y detalladamente
me sea posible.
Verá usía: a la cabeza de la expedición, unos pasos por delante de
ella, suele marchar el comúnmente conocido como maestro orientador.
Aparte de su mayor o menor pericia en la ciencia orientativa, es condición
sin duda primordial para estos doctores sostenerse bien sobre una
mula. Ello es así porque marchan a lomos de una, absortos en la contemplación
de ese gran mapa, la Guía Michelinia, documento del pasado
de incalculable valor que estos maestros protegerían, llegado el caso,
con su vida. El citado mapa lo llevan ante sí, desplegado en cuanto
el brazo abarca, y solamente de vez en cuando alzan la vista de este
maremágnum de papel, otean el horizonte, extienden la mano y gritan:
«Es por allí». Al lado del maestro orientador, y por andar éste tan
sumido en su tarea, es costumbre que camine un mozuelo, con el objeto
de irle apartando las ramas de delante, el matorral de los lados y,
más por lo general, con el objeto de ayudarle a levantarse si es que
la brusca aparición de una zanja o la repentina presencia de un peñasco
derriban al buen doctor de su montura.
Sigue a estos dos personajes, unos pasos por detrás, el jefe de la
expedición. Nombrado por Nuestra Alteza Real entre los individuos
que, de las Seis Provincias, hayan sido escogidos en pública elección
como los más ahorradores, es su misión marcar los objetivos, las etapas,
y, sobre todo, fiscalizar los gastos de la partida; debido a ello
es que, en su persona, se unen los cargos de tesorero, pagador, contable,
y encargado de las provisiones. También es el que lleva el botiquín.
A su zaga van los maestros
prospectores. La tarea de estos grandísimos peritos comienza cuando
el maestro orientador, bien por lo que le dicta el mapa, bien por
su instinto, cree haber llegado ante el posible enclave de un templo.
«Íbidem!
(3)
Hic jacet! Non plus ultra!», grita, y el equipo de prospectores
toma a esta señal el protagonismo: se apean de sus burras, mandan
a sus operarios que descarguen de los carros el material y comienzan
la cala. En general, la gente dedicada a remover terreno, entre maestros,
operarios y mozos, alcanza casi el centenar, de lo que vienen a resultar
enormes circunferencias de tierra hollada, impresionantes socavones
en cuyo fondo, como puede vuesa señoría suponer, no siempre surgen
las ruinas tan ansiadas. En tales casos, suelen volverse todas las
miradas hacia el maestro orientador, en claro signo de reproche. Entonces
es cuando él, a manera de respuesta, lanza el mapa al suelo y plantea
un desafío en estos términos (latinos): «In prima loci, intelecta
summa»
(4).
Tras de lo cual, indefectiblemente, todos los reprochadores vuelven
la mirada, el jefe de la expedición recoge el mapa del suelo, lo sacude
y se lo tiende al maestro orientador, al tiempo que con un arquear
de cejas le hace seña al mozo que le acompaña para que le ayude a
subir al burro.
Detrás de estos que ya he dicho, marchan los maestros medidores. La
misión de estos maestros medidores (imprescindibles en toda expedición)
es, como vuesa señoría bien sabe, trasladar las antiguas cifras de
distancia, expresadas en ese enrevesado sistema métrico decimal, a
nuestro moderno y más práctico sistema personal aleatorio. Suelen
requerirse los servicios de estos maestros una vez las ruinas han
salido ya a la luz, o cuando alguna circunstancia en el camino así
lo exige: determinar la distancia hasta un punto, la altura de una
montaña, la profundidad de un río, la hondura de un barranco…. En
el caso concreto de nuestra expedición, son tres los maestros medidores
que nos acompañan, cada uno de ellos acompañado por su ejecutante
principal (que son quienes, efectivamente, han de llevar a cabo las
medidas aleatorio-personales que su maestro disponga) y un buen número
de sustitutos.
Es en pos de este grupo que voy yo, monje de la orden de los comentaristas,
experto en el estudio e interpretación de los textos antiguos. A mí
es a quien se consulta sobre la importancia, o no, de algún vestigio
hallado; sobre la conveniencia, o no, de insistir en una búsqueda;
sobre la necesidad de tal o cual esfuerzo; a quien se pide su autorizada
opinión, en suma, y valga la inmodestia. Cerrando la comitiva marcha
el cuerpo de intendencia: despenseros, cocineros, asistentes, encargados
de las tiendas y los vestidos, palafreneros, furrieles, etcétera,
así como un pequeño destacamento de soldados, que nos protegen de
los posibles asaltantes, de los aventureros que no han logrado hacer
mejor fortuna en estas tierras hostiles y semisalvajes.
¿Puede ya vuesa señoría, mi querido maestro, con esta somera descripción
que le he dado del grupo, hacerse idea del espectáculo maravilloso
que supone verlo avanzar a paso imperturbable por estas tierras extensas,
llanas, interminables de la Dauguirria? Siete jornadas hace que salimos
de Medlebrún. Siete jornadas durante las cuales hemos tenido que atravesar
desfiladeros, donde, al oír el retumbo de los cascos de las caballerías
y el chirriar amplificado de los carros, salían de sus nidos en la
roca buitres, milanos, águilas, y otras aves que hasta entonces nunca
habían visto alterada su tranquilidad; siete jornadas en las cuales
hemos avanzado por bosques, sotos, montañas, dehesas, valles, campos
ubérrimos, agrestes peñascales, infectos pantanos, polvorientas llanuras,
tupidas malezas... Para mí que nos hemos perdido. Eso al menos pensamos
la mayoría, arrebujados en torno de una hoguera mientras ahí, en la
oscuridad, en el desierto vasto, aúllan los lobos y silban las serpientes
Pero, en fin, y como dijo uno de los soldados de la expedición: «Mientras
estemos aquí, no estamos en otro sitio».
Espero darle en mi próxima carta mejores nuevas. Entretanto, beso
a vuesa señoría, etcétera.
* * *
Día sexto de la
sexta luna del año 527 d.d.c.
En algún punto de la Dauguirria Magna.
Mi querido maestro:
El desánimo ha comenzado a cundir entre la gente de la expedición.
Al mucho tiempo que llevamos en camino, y a la incomodidad que ello
comporta, ha venido a sumarse la carencia, preocupante ya, de víveres.
En los carros, llenos, rebosantes cuando salimos de Medlebrún, apenas
si puede encontrarse ya alguna hortaliza reseca, y el racionamiento
ha alcanzado, por lo tanto, cotas insoportables. ¡Ay de la falta de
previsión y de las prisas! ¡Con lo fácil que hubiera sido reponer
lo gastado en la época en que cruzábamos por regiones fecundas!
Ahora todo en nuestro derredor es tierra, tierra ocre con desmandados
brotes amarillos, algún zarzal que nos da poco consuelo, pues la fruta,
en este tiempo, está muy ácida, algunos pocos árboles agrupados en
torno a un regato, de los cuales apenas si obtenemos más que sombra.
De la caza, por otra parte, fuera inútil pretender algo. Si bien hay
entre nosotros reputados cazadores, su destreza sería proverbial en
las montañas, no digo que no, donde osos, linces, jabalíes, rebecos,
cabras, y demás fieras andan a mano de un garrotazo, pero en estos
páramos desolados donde la más cercana pieza acaso sea un pato que
cruza raudo por las alturas, o un conejo que, no menos veloz, huye
de mata en mata, ya se imaginará vuesa señoría en dónde vienen a concluir
sus persecuciones y sus lanzamientos: en una espesa nube de polvo.
Alguno hay que ha empezado a experimentar con ese reciente invento
del arco y de las flechas, pero en tanto no mejoren en su uso ha dictado
el jefe de la expedición que vayan a ejercitarse contra un árbol,
a una distancia prudencial de los integrantes de la caravana, quienes
ya hemos tenido que sufrir varios percances, sobre todo cuando disparaban
hacia lo alto. Así las cosas, no ha quedado más remedio que sacrificar
algunos burros.
En medio de tan desdichada situación, alcanzamos a vislumbrar cierta
mañana un monasterio en la cumbre de un otero. Como vuesa señoría
bien sabe, hay varias órdenes monacales recoletas que, en su deseo
de aislarse del mundo, y entregarse con tranquilidad a sus prácticas,
han venido a instalar sus cenobios aquí, en estas tierras por civilizar.
A simple vista, y más desde la distancia, no hay señales que permitan
inferir dichos cenobios a qué orden pertenezcan, pero como en el caso
presente viéramos que de sus chimeneas salía humo, e incluso parecían
oírse voces, no nos cupo duda alguna de que se encontraba habitado.
Dejando a un lado la cierta reticencia que, hacia las cosas de los
claustros y los monacatos, se tiene en la sociedad civil, se decidió
que no nos quedaba otra mas que acercarnos a ver si podían surtirnos
de comida. Decidido lo cual, y de manera unánime, todas las miradas
se volvieron hacia mí, pues no en vano soy monje, aunque comentarista,
y había tenido ya, como le conté en mi primera carta, cierta experiencia
en lo tocante a monasterios.
Así pues, y pese a mis protestas, se me asignó el papel de comisionado.
En tal papel, y volviendo la vista atrás con mucha frecuencia para
solicitar a los soldados de la expedición que no me desamparasen,
poco a poco me fui acercando a la abadía. Ya estaba casi ante sus
puertas cuando (sin duda debían de haberme visto desde alguna tronera)
éstas se abrieron y el hermano mayordomo me salió a recibir. Por su
hábito, corto y arremangado, por su gran calvicie y por lo encallecido
de sus manos, curtidas en innumerables rituales, entendí al punto
que me hallaba ante un convento de padres onanistas. Ensimismados
y pacíficos por demás, y tan absortos en sus ceremonias que, según
oyeron mi demanda, sin parar en mientes, me entregaron sacos y sacos
de comida, con los cuales bajé hasta el lugar donde mis compañeros
esperaban, acampados, el resultado de mi misión. Me recibieron, como
ya supondrá usía, con mucho alborozo, y no digo que se lanzaron sobre
la comida y la devoraron al instante porque, antes de ello, procedieron
a lavarla en un arroyo que por ahí cerca discurría, como es costumbre
en los alimentos que proceden de tan pías manos.
En este punto despido la carta, no bien repuesto todavía del susto.
Beso a vuesa señoría etcétera.
* * *
Día decimotercero
de la sexta luna del año 527 d.d.c.
Mi querido maestro:
¡Estamos en Maxdriz, ya sabe usía, esa ciudad que hasta hoy
sólo era un interrogante en los mapas! ¡Hemos llegado, sí, a esa villa
legendaria donde se alzaba el celebérrimo santuario! Una emoción contenida
alumbra todos los semblantes, incluso los de aquellos, como el capitán
de los soldados o el jefe de la expedición, que más fríos y circunspectos
deberían mostrarse.
No ha sido fácil llegar hasta aquí. Después de haber saciado nuestro
apetito con las vituallas que obtuve del convento, a la mañana siguiente
reemprendimos el camino. Y no habíamos andado más allá de medio día
cuando encontramos un río. Preguntado el maestro orientador no acertó
a decirnos, con seguridad, si se trataba del Thajo, del
Iarama, del Enares, o del famosísimo Manz-an-ares.
Anchuroso era, por cierto, y caudaloso, y, en tocante a su profundidad,
se ordenó a uno de los maestros medidores determinarlo. Tomó éste
para ello a su ejecutante principal, le hizo descalzarse, subirse
las perneras, le amarró a la cintura un cordel donde iban sujetas
dos medianas piedras, y de esta suerte le acercó a la orilla y le
ordenó que comenzase a andar. Al cabo de un buen rato de observación
del agua, cuando ésta definitivamente recuperó su tersura, fue que
el maestro medidor se volvió hacia nosotros y dictaminó:
—Es bastante profundo.
Con lo cual tuvimos que ascender su curso hasta que, ya de noche,
dimos con un vado por donde pasar a la otra orilla.
Después de éste, pocos incidentes más nos ocurrieron durante la marcha.
Atravesábamos por tierra rica, fructífera, agradable, el tiempo era
excelente, los arroyos y riachuelos abundantes, los trinos de los
pájaros formaban una deliciosa melodía, contrapunteada por el cantar
lejano, intermitente, de una chicharra. En éstas que, en lo alto de
una pequeña loma que ascendíamos, se detiene el maestro orientador,
alza la mano, obligándonos a todos a parar, pliega el mapa, se echa
adelante sobre la cabeza de su montura, frunce los ojos y al fin dice:
—Ahí está Maxdriz.
Al punto todos nos echamos abajo de nuestras caballerías, y los mozos,
cocineros, ayudantes, demás gente de a pie, presto soltaron lo que
tenían entre manos y todos corrimos raudos a unirnos al maestro orientador,
sobre la loma. Y el caso era que, mirando en la dirección que nos
indicaba, no lográbamos ver otra cosa sino una llanura extensa, surcada
de pequeñas, perezosas corrientes de agua, vegetación disforme con
predominio del matorral, alguna encina, a lo lejos un grupo de árboles...
Campo, en fin. Ya alguna mirada se estaba volviendo hacia el maestro
orientador cuando, de pronto, uno de los mozos grita: «Mirabili!»,
y dirigiendo todos nuestra vista hacia el punto donde señalaba
su brazo vemos cómo, por entre un matorral, refulge al sol la punta
agudísima de un edificio. Y de ahí vino el comenzar todos a dar gritos,
a abrazarnos, a llorar incluso, a frotarnos la frente en señal de
alegría.
—¡El mítico Pirulí!
Crecido por este júbilo, y como si la cercanía de la ciudad le hubiera
dado renovadas fuerzas, el maestro orientador, que de unos días a
aquella parte se había mostrado apático y desganado, de pronto pareció
recuperar el aplomo de su conducta y el dominio de su ciencia. Ya
había tomado aire para darnos una idea aproximada de por dónde deberíamos
avanzar cuando yo, que en aquel punto me encontraba en terreno conocido
por mis lecturas de los documentos de la Antigüedad, no pude evitar
interrumpir al maestro orientador para decir:
—Yo pienso que lo mejor será —hice una pequeña pausa mientras me acariciaba
el mentón—, coger la M-30, dirección Este-Norte, hasta la salida de
Ramón y Cajal, cruzar Príncipe de Vergara, seguir luego por Concha
Espina...
El maestro orientador escuchó ésta mi ruta con los brazos cruzados
sobre el pecho, la cabeza erguida, los labios apretados. Era obvio
que se sentía ofendido por mi súbita injerencia; el jefe de la expedición
se dio cuenta de esto y fue a ponerle una mano sobre el hombro, con
ánimo de sosegarle. Pero el maestro, tan pronto sintió el contacto,
retiró el cuerpo, giró sobre sus talones, frunció cuanto le era posible
el ceño y se quedó mirándonos de soslayo.
—Venga —dijo en tono dulcísimo el jefe de la expedición—, micer Favius,
ande, no se enfade usía. Vamos a hacer caso por una vez al monje comentarista,
que no en vano es experto en los textos antiguos.
—Ya. Pero es que están todo el rato igual. Todo el rato igual —y según
dijo este último «igual», descruzó las manos del pecho y echó a andar,
braceando exageradamente y de modo rápido, hacia un lugar indeterminado.
No fue sino después de un largo rato que se empleó en convencerle,
y aun así a regañadientes, que el maestro orientador concedió en dirigir
la expedición hacia donde yo había señalado. Lugar que indicó no,
como se suele, con un brusco, firme, enérgico, vibrante alzar del
brazo, seguido del grito ritual, sino con un suave, lánguido, displicente
caer de la mano.
—Aquí está vuestro templo. Hala. Aquí lo tenéis.
—Calad —ordenó el jefe de la expedición con voz tronante, hasta entonces
desconocida; y cuando hubo pasado todo el estruendo de descargar de
palas y de martillar de clavos para montar las tiendas, se dirigió
con paso resuelto hacia el maestro orientador, que se había sentado
bajo un árbol e indolentemente miraba la actividad. Ya antes de llegar
ante él le iba diciendo lo siguiente:
—Espero, micer Favius, que, de verdad, esté aquí el templo fabuloso
que buscamos, porque si no...
—Si no... ¿qué?
—Si no, cobra —concluyó el jefe de la expedición, y todos cuantos
observábamos esta escena no pudimos por menos de admirarle, por el
modo como había impuesto su autoridad.
A la mañana siguiente de
haber comenzado esta excavación, una voz, desde el fondo de uno de
los hoyos, dio el grito siempre perturbador, siempre inquietante,
siempre estremecedor de «edificium!
(5)».
Al punto, se trasladaron a aquel hoyo todos los operarios, se llevó
todo el equipo y, poco antes de la noche (en este momento que le escribo),
ya se pueden vislumbrar los primeros restos. En mi próxima carta,
le contaré lo que pasó con esto y qué fue lo que, finalmente, se descubrió.
Entretanto, beso a vuesa señoría etcétera.
* * *
Maxdriz
Día décimo de la octava luna del año 527 d.d.c.
¿Cómo describirle a vuesa señoría el alborozo, el júbilo, la excitación
que se apoderó de todos los expedicionarios cuando advertimos, tras
tres o cuatro días de cavado, que nos hallábamos efectivamente ante
el templo tan ansiado? ¡El mayor y más importante monumento de la
Antigüedad! ¡El más grande, más hermoso y más histórico santuario
de todo nuestro continente!
Tendrá, a falta de más exacta
medición, cosa de 345 pasos, no muy amplios, de largo, 280 ídem de
ancho, y de 24 a 25 cuerpos como el mío de altura. Esta altura me
atrevo a darla por completada, puesto que han surgido ya, en el fondo
del cavado, restos de la hierba originaria. Aquí era donde, dentro
de un rectángulo perfecto, se inscribía el canpo
(6),
o lugar de ceremonias, que a continuación le paso a detallar.
Con la ayuda
de un maestro medidor evalué toda la extensión del terreno central,
siendo la cifra resultante de ochenta y dos saltos seguidos sin tomar
carrerilla por un lado, y treinta y siete y el último dejándose caer
por el otro. Acto seguido, y como vuesa señoría me aconsejó, busqué
en los lados más estrechos del terreno esos dos agujeros donde, según
las noticias que nos han llegado trasmitidas de generación en generación,
se incrustaban los dos postes así de altos, con el otro atravesado,
que eran, según parece, componente fundamental de la ceremonia. Midiendo
la distancia entre agujeros, resultó ser de cinco volteretas hacia
delante y un resbalón.
Después de esta primera
fase, en la que he hecho acopio de cuanto dato objetivo, medición
y prueba me era posible encontrar, paso ahora, conforme ordena la
teoría científico-arqueológica, a la segunda fase, en la que es necesario
servirse de la imaginación. Paso a la etapa intuitiva. Me hallo sentado
en las gradas del templo, arrebujado en una piel de cabra. La mañana
se ha presentado un tanto nublada, un viento frío desciende por las
ruinas, concretándose, aquí y allá, en pequeños remolinos de polvo;
el silencio a mi alrededor es casi absoluto, acaso roto por el sonido,
pautado, de un pequeño pico al impactar en la piedra.
Me imagino, en primer lugar, las gradas llenas de asistentes. Las
crónicas antiguas hablan de setenta, ochenta y hasta cien mil concurrentes,
cifra seguramente exagerada si tenemos en cuenta que, tras la hecatombe,
apenas si quedaron sobre la Tierra cincuenta mil seres humanos. Es
cierto que el recinto tiene cabida para tantos como dicen las crónicas,
siempre y cuando se mantuvieran sentados, con las piernas encogidas,
y sin poder moverse prácticamente del asiento. Tal postura, salta
a la vista, es insostenible, y más si, como sabemos, era norma acudir
a la ceremonia con banderas, pendones, estandartes, y demás parafernalia
cuya función en el culto, a decir verdad, aún no hemos podido definir;
es por esto que más pienso yo que andarían tumbados, tendidos o repanchingados,
cómodos en cualquier caso, y que ese aforo apuntado de siete u ocho
decenas de miles bien podría reducirse a la mitad, o a una tercera
parte.
Cuentan asimismo las crónicas antiguas con qué desaforado estruendo,
proveniente de este público, eran acogidos los oficiantes de la ceremonia
cuando saltaban al canpo. Supongo yo que este alboroto tendría,
sin duda, un matiz reverencial, vendría a ser algo así como una impetración
masiva a esos ungidos, a esas cuasi divinidades; no en vano, según
se aprecia en muchos viejos grabados, eran numerosísimos los fieles
que, alargando sus brazos hacia esos semidioses, buscaban con ellos
el contacto salutífero. Otros, los de más arriba y alejados, según
se dice cantaban a coro salmos de bienvenida y alabanza, en un tono,
presumo yo, de mucha religiosidad. Una vez así cumplimentados los
oficiantes, era cuando se presentaba en el terreno el sumo sacerdote.
En realidad, un velo de
misterio cubre a esta figura. Sabemos que se acompañaba, para ejercer
su magisterio, de un silbato, cuyo trino canoro (me lo imagino aquí
sentado) haría entrar a la multitud en una especie de trance. Y sabemos
también que, por lo común, al acabar el ritual era acompañado hasta
la salida por los policiae
(7),
o soldados ciudadanos que, en cerrado círculo en torno a él, le expresaban,
sin duda, su admiración. Por lo demás, su comportamiento sobre el
terreno, razones por las que se guiaba y motivos de su actuación continúan
siendo un enigma.
Este arbitro, como se le llamaba, hacía su aparición
en el terreno entre un ondear de banderas, y portando el balon.
Dicho balon era un objeto esférico, comparable a una cabeza
humana pero sólo en tamaño, no en tocante a blandura o capacidad de
bote (como, tras numerosas pruebas, han sentenciado los maestros medidores).
Su colocación, por parte del arbitro, en el centro del terreno
marcaba el inicio del ritual propiamente dicho. Éste consistía, básicamente,
en que los oficiantes, divididos en dos bandos, hacían rodar dicho
balon del uno al otro, y del otro al uno, y éste a un tercero,
y éste a su vez a un cuarto, con cuidado de no traspasar las líneas
que delimitaban el canpo, así como de no ser tampoco interceptados
por los oficiantes contrarios. Para ello ponían un especial empeño
en triangular. Es de suponer que, de este modo, resultarían
unas evoluciones exquisitas, culmen del álgebra, la trigonometría,
la geometría, la aerodinámica, y otras ciencias del espacio; evoluciones
que el público, muy versado en estas cosas, contemplaría arrobado,
casi en éxtasis, pleno de trascendencia y muy cercano a la comunión
con el Creador.
Al parecer, el objetivo último de estos ejercicios geométricos consistía
en introducir el tal balon en el tinglado anteriormente dicho
de palos y redes. Yo no tengo esto tan claro, sin embargo, quiero
decir el gol como objetivo. Pues, de ser así, ¿dónde radicaría
la gracia del asunto? Bastaría con avanzar en línea recta, sortear
uno tras otro a todos los contrarios y... ¡patapum!, a la red. Ya
me dirá vuesa señoría qué puede haber en esto de bonito. Antes pienso
que lo que interesaba era el hecho, en sí, del movimiento del balon,
el discurrir por discurrir de la pelotha (como también se le
llamaba). En verdad le digo que, nada más por esto, debía de ser un
espectáculo fascinante.
De hecho, puede leerse en las crónicas antiguas cómo eran muchas las
ceremonias en donde no se producía ningún gol, o lo que es lo mismo,
que concluían a cero, y no por esto sabemos de quejas ni deserciones
ni motines por parte del público. Ah, me digo, cuántas veces no eran
nuestros antepasados más sabios y más cultivados que nosotros. A esta
pregunta, como una respuesta misteriosa, una repentina ráfaga de aire
violento ha descendido por el graderío, arrasando casi con mis papeles
y levantando una gran nube de polvo.
La tarde comienza a caer sobre estas ruinas. El silencio, profundo
y sepulcral, ha ahogado con su pie de plomo la algarabía de aquel
viejo mundo invocado, y el espacio lo ocupan ya, tan sólo, los exánimes
rumores provenientes del cercano bosque. Ha tiempo ya que los maestros
prospectores cesaron en su labor y, por encima de la mellada línea
del templo, comienza a elevarse y a luchar con la ventisca el humo
azul de las hogueras del campamento. Hasta aquí llega, signo único
de civilización, el olor agrio de la carne de cordero asándose en
los espetones. Así pues, voy a ir recogiendo. Pero antes de ello no
quiero dejar de referirme a los héroes de todo aquel ritual, a aquellos
poco menos que semidioses, ídolos en cualquier caso, que nosotros
llamamos los oficiantes.
De ellos nos han llegado muchos nombres, pero no importan tanto éstos
como su figura en general. Sabemos que los escogían entre lo mejorcito
de los hombres, que les educaban para su labor prácticamente desde
críos, apartados del mundo, y que luego, cuando por razón de edad
ya no podían seguir rindiendo como de ellos se esperaba, entonces...
lo cierto es que me cuesta decir esto... entonces «les traspasaban».
Sí, «les traspasaban» ¿A quién, que tenga alma sensible, no
se le pone al oír esto la carne de gallina?, ¿quién no les compadece
sinceramente desde el fondo de su corazón?, ¿quién, cada vez que lee
éste su terrible fin, no vierte una sentida lágrima por ellos? Y aunque
lo cierto es que burrada semejante obscurece la belleza del conjunto,
la grandeza de la ceremonia y lo avanzado de su civilización, ¿es
que acaso nosotros, que nos llamamos sucesores suyos y nos creemos
por demás instruidos, no colgamos de los dedos gordos de los pies,
cabeza abajo, a los actores que no nos gustan? ¿Será por esto por
lo que nadie quiere ser actor en nuestros días y hay que tomar a gente
de reemplazo? Me limito a sugerirlo, nada más.
Pero, volviendo a los antiguos, y aunque la brutalidad nunca tiene
disculpa, hay que apuntar también en su descargo que, durante los
años en que los citados oficiantes eran capaces de cumplir con su
tarea a gusto del público, se les trataba con las mayores deferencias
y eran agasajados como si de reyes se tratase. Tal demuestra, por
ejemplo, la abundancia con que se les retrataba, y no sólo la abundancia,
sino el cuidado y la extrema perfección, el amor con que se reproducía
su imagen. Por desgracia, de este arte sólo nos han llegado referencias,
y algunos pocos originales, a través de las crónicas antiguas; bastan
estos escasos restos, sin embargo, para apreciar el estilo notabilísimo
de aquellos grandes retratistas. ¿De qué manera que ignoramos
conseguirían ajustarse tan fielmente a la realidad?, ¿qué asombrosa
técnica emplearían? Mucho me temo que pasarán, entre nosotros, generaciones
y generaciones hasta que nazca alguno que consiga, siquiera, aproximarse
a la calidad de aquel famoso Foto Agencia; entretanto, nos debemos
contentar con admirar sus obras, ya celebérrimas: Miguelón, delantero
centro de Osasuna (retrato que se ha tomado como canon de la belleza
clásica); Paquito, duda para el derbi; y, sobre todo, ese prodigio
de movimiento, de intensidad, de furia y de pasión que es Márquez
rematando el córner que supondría, a la postre, el gol de la victoria.
Sencillamente impresionante.
Ahora debo despedirme de vuesa señoría. Pido disculpas por lo extenso
de la carta, fruto de la emoción que me ha embargado. Daría, en verdad
le digo, la mitad de mi vida por que me fuera posible retroceder en
el tiempo y presenciar, siquiera unos instantes, el ritual que se
celebraba en estos templos. Sentimiento común, ya sé, a todos nuestros
hermanos, monjes instruidos en la lectura y comentario de esa magnífica
colección de «Marcas» que se encontraron hace siglos entre las ruinas
y que constituyen lo que nosotros denominamos «Crónicas antiguas».
A partir de ellas hemos acertado a reconstruir gran parte del pensamiento
y la cultura de nuestros antepasados, una cultura cuyos logros nunca
alcanzaremos a igualar, como nítidamente advierte uno aquí sentado,
en las gradas de este magnífico templo, el Sant Yago Bernabíu.
No es momento, en fin, de ponerse triste, porque ya debe de estar
el cordero en su punto.
Beso con infinito respeto a vuesa señoría la nuca.
Ieronimus Marcello
(fraile comentarista)
________________
(1)
Esta carta, y todas las que siguen, traducidas del berniaco, idioma
que guarda cierta similitud con el latín macarrónico.
(2)
En castellano, o casi, en el original.
(3)
Íbid. íd. que nota 1
(4)
«Id
vosotros primeros, si sois tan listos»
(N. del T.)
(5)
Ídem
que (1) y que (3), no que (2) y tampoco que (4)
(6)
Ídem que (2)
(7)
Ídem que (2) y que (6), me parece, y, de aquí en más, dejo a discernimiento
del lector los términos que han sido conservados, tal cual, o
casi, del castellano antiguo y los que son muy parecidos al latín.
* * * *
Miguel
Baquero
nació en
Madrid en 1966. Ha escrito novelas y cuentos de humor. Polemista y
autor de numerosos artículos, es redactor jefe de la revista digital
Literaturas.com.
Sus textos se han publicado, entre otros medios, en la revista de
cultura La Fábula Ciencia. Desde 2008 mantiene uno de los
blogs literarios más refrescantes del panorama literario español:
A Esto Llevan los Excesos
(http://miguel-baquero.blogspot.com/).
El relato
aquí publicado pertenece al libro Diez cuentos mal contados,
del que puedes leer una reseña
pulsando aquí.
∴ Ilustración del
relato: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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