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tetera relato don emilio

Don Emilio
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Guillermo Bayley


Mi infancia y juventud la viví en un céntrico edificio de La Plata. Compartí mis días con mi familia en un minúsculo departamento de portería. Mi padre era el portero. Allí vivían familias y también algunas personas solas. Cerca de mis doce años, más o menos, mi papá y mi mamá, me propusieron una tarea para que pudiera ganarme unos pesitos: hacer mandados. Yo odiaba hacer mandados, realmente los aborrecía. Aunque también me entusiasmaba la idea de ganarme mi propio dinero, ya que justamente no sobraba en mi casa. Imaginé que con mis monedas y ahorrando seriamente, podría comprarme las revistas el Tony, Lupin, o ir al cine... ¡bah…! en realidad iba mucho al cine, mi papá era amigo de los porteros de los cines Mayo y Astro y me dejaban pasar gratis a las interminables matinés de dibujos animados, así vi King Kong, bugs bunny, el correcaminos y la Fiesta Inolvidable entre otras. O quizá podría ahorrar para comprar una lancha pof pof, o en un sacrificio mayúsculo llegar a la pelota nº 5. Ni pensar en una cámara fotográfica, eso era para niños ricos.

Así que, con más ilusión que con ganas, emprendí la tarea. En una semana me había convertido en el mandadero oficial del edificio Santa Fe, así se llamaba la torre de diez pisos que aún existe en 8 y 48.

Las propinas variaban entre generosas cantidades de monedas y avaros agradecimientos encubiertos en promesas de regalos que nunca llegaron. No obstante yo tenía mi primer trabajo.

Las monedas se sumaban, aunque los gastos también. Se había convertido en un difícil desafío pasar frente al kiosco y no comprar nada. Era peligroso para mi ahorro subsistir a las tentaciones consumistas de los chocolates, caramelos y figuritas.

Unos de mis clientes era un abuelo que vivía en el 2.º C, mi papá le decía Sr. Ogando, y yo Don Emilio o Don Ogando. Era un hombre mayor, que había sido maestro y profesor de Filosofía, pero hacia tiempo que estaba jubilado y era viudo. Vivía con él un nieto que estudiaba medicina, pero estaba muy poco, o por lo menos en aquel tiempo yo lo veía poco.

Recuerdo que en un living grande, elegante y austero a la vez, se lucían cuadros con dibujos y pinturas originales en sus paredes, sillones clásicos de tela, y el gran ventanal que daba a la calle 48. Don Emilio se ubicaba en mullido sillón cerca de la ventana, siempre estaba leyendo algún libro.

Sus encargues eran de algunos paquetes de galletitas «express», un frasco de mermelada de duraznos La Gioconda, un cuarto de té negro. Pero estos mandados tenían alguna característica, las galletitas debían ser «Express». Sólo «La Gioconda» la mermelada, y el té también debía ser adquirido en un negocio, que quedaba casi enfrente del edificio, y se especializaba en vender cafés y tés únicamente.

Don Emilio era generoso con sus propinas e invariablemente estaba dispuesto a darme charla. Las primeras veces yo no tenía mucho tiempo para eso. Todo el mundo sabe que el tiempo es un recurso escaso y no renovable a esa edad. Aunque supo, aquel viejo maestro, tentarme con pequeños mensajes o historias. Don Emilio era un hombre de una gran cultura y sabiduría, también era aficionado al dibujo y la pintura. Era un artista excelente, y algunas de sus obras lucían en las paredes de su casa. En ese ambiente abierto al arte, un día me animé a contarle que entre el fútbol, el rock, la fotografía, y algunas chicas, también me gustaba escribir.

A él fue a quien, por primera vez, le mostré aquellas historias minúsculas borroneadas en papel, dotadas de una ortografía terrorista. Si bien me corregía las afrentas al lenguaje, nunca tuvo palabras que pudieran, acaso mellar la idea de mis exposiciones, al contrario él estimulaba, (hoy sé que con gran generosidad), aquella incipiente afición por escribir.

Fue el abuelo que nunca tuve y empecé a disfrutar de su compañía. Algunas veces me invitaba a tomar el té, que con puntualidad inglesa era a las cinco. Don Emilio sacaba las galletitas de su paquete y prolija y detenidamente las colocaba en un plato, con la mermelada hacia lo mismo pero en un plato mas pequeño, el té lo preparaba en la tetera, y todo se servia en una porcelana de distinguida humildad. Al principio seguí esa ceremonia con curiosidad sarcástica. Para qué tanta alharaca me preguntaba, ¿para tomar un té? Quizá no llegaba a saber, a esa temprana y adolescente edad, que los hombres solemos guardar en envases ceremoniosos aquellos recuerdos de preciada intimidad. Son evocaciones, custodiadas por ritos mundanos y autómatas, que nos dan identidad propia, construyen ese distintivo modo de vivir que tenemos unos y otros.

Quizá tomar el té, era para él alguna ceremonia que lo llevaba a compartir ese instante rutinario con algo o alguien, quizá lejano o distante. El rito era el mismo tarde a tarde, la nostalgia siempre distinta. Aprendí de aquella experiencia y varias veces tuve el honor de compartirlo con él.

Con inagotable paciencia interpretaba mi escritura, casi cuneiforme, y me honraba con sus comentarios. Muchas veces aquellos desprolijos escritos disparaban en él historias y anécdotas que narraba imbuido de una secreta pasión. Yo podía ver aquellos paisajes, urbanos, campestres y humanos a través de sus ojos, de sus delicados ademanes, de sus acentos y silencios.

Él hablaba de cómo dejaba que la canilla del fondo de su casa de Córdoba, goteara para que las abejas se provean de agua fresca. Dejaba harina en lugares estratégicos, en zócalos y rincones, para los grillos. El maíz y las migas de pan, cerca de sus pies, para los pájaros amigables.

Sus palabras me hacían escuchar el sonoro arroyo de aguas limpias, podía distinguir las redondeadas piedras blanquecinas y el serpenteante paso del agua entre las sierras. Describía los diferentes e intensos verdes del verano, los ocres y quietos amarillos de los inviernos de su querida Salsipuedes.

Me contó que un invierno se quedó dormido, bajo un árbol, y un pie se le congeló, nunca se recuperó de aquella dolencia.

Hasta que un día que concurrí a hacerle los mandados y me invitó a tomar el té. Me pregunto por mis escritos. Yo le contesté, que nada se me había ocurrido. Que no tenía qué escribir. Con fastidio reconocí, que mi fuente de inspiración se encontraba seca e indigente. Agregué que nada de lo que pensaba desarrollar podía llegar a tener algún interés para alguien, y peor aún, ni para mí mismo. Sonó aquella frustrada confesión, como una sentencia de muerte que cayó insensible e implacable sobre mis ganas de escribir algo.

No me dijo nada en ese momento, simplemente cambio de conversación ante mi desengaño. Terminamos de tomar el té, yo levante la mesa y lavé las tazas, fuimos hasta el living, y antes de sentarse en su sillón se quedó mirando por la ventana. Me llamó, y me hizo mirar también. Por calle 48 se desarrollaba una tarde común y corriente. Simplemente gente. Hombres, mujeres, jóvenes, niños y viejos, iban y venían, caminando o en autos, se movían con y sin apuro, diversamente vestidos.

«Ves», me dijo. Y yo me quede observando la rutinaria escena, antes que contestara, y sin sacar los ojos de la calle, me dijo, que cada persona que transitaba, tenía una historia que esperaba ser contada. Que un apuro, una preocupación o una alegría guiaban el andar de esa gente. Que si miraba con detenimiento, aún cuando los perdiera de vista, cada persona dejaba una parte de su vida en la calle. Así de efímera, corta e insignificante. Como si fuera un gajo de una naranja, era esa visión que nosotros capturábamos, e indudablemente formaba parte de una fruta entera, de toda una vida. Una breve visión de los andares, de los gestos, de sus miradas constituía una pequeña parte, una evidencia, y a partir de ella podíamos esbozar con palabras nuestra propia versión de sus vidas. Pero debíamos advertir los detalles, descubrir qué cuentan con esos pasos, con sus modos de mirar, de transitar. Las palabras son para el escritor, como los colores para un pintor. Sólo tres colores primarios e infinitas variaciones, estaba en nosotros combinar las palabras. Las mismas palabras sencillas con que la gente habla en la verdulería o en el banco.

«Fíjate», me dijo, como Mario Benedetti o Pablo Neruda, pintan con palabras sus poemas e historias, con esas mismas palabras que nosotros ahora estamos usando, pero ellos ven cosas, colores, aromas o pasiones, y cada vez que leemos sus obras, nos llevan con sencillez a vivirlas. Sólo palabras. O quizás podemos buscar algo más meticuloso y curioso como las palabras que toman Lugones y Borges, para crear sus historias y llevarnos a vivir misterios y locuras.

«¡Jorobar!», acotó, algunas combinaciones de palabras pueden ser funestas. Los decretos que mandan a matar gente y las órdenes de reprimir también son combinaciones de palabras, y tantos otros mensajes o decisiones que han dejado penas, angustias y vergüenzas.

De todas formas, todas cuentan o remiten al hombre. Porque es él quien se cuenta a sí mismo, en crónicas recurrentes, en cada respiro.

Siempre vas a tener algo que contar. Simplemente con solo al mirar a tus semejantes descubrirás una historia que a los gritos te pide que la cuentes y te puedo asegurar que para cada una de esas historias, también, y a los gritos habrá alguien que quiera escucharla.

Porque la gente se deleita escuchando historias de la gente. Nos gusta mirarnos nuestro propio ombligo, aunque creo que disfrutamos un poco más escudriñando el del vecino. Y ni te cuento, con qué fruición tomamos las historias, cuando aquellas nos remiten a aspectos íntimos, a amores, deseos y pasiones. No sé, si con placer o perversidad deseamos descubrir que tan poco o mucho se parecen esas historias a las nuestras. No sé, si con eso nos comprendemos o nos perdonamos, sí puedo asegurar que necesitamos saberlo.

Siempre resultó más tentador curiosear el sótano del vecino. Quizá en nuestro sótano salgamos heridos por los oscuros perros rabiosos que, quien más quien menos, encierra en ese subterráneo y oscuro refugio.

Mucho que escribir, mucho por narrar, por contar. Cada historia vale la pena, y no te imaginas, aun por simple, compleja, diáfana u oscura que sea, cuánta gente la quiere escuchar, cuantos se identifican, en su consciente o inconsciente, en su deseo o ambición, o quizá en su frustración o renuncia.

Por donde mires, brotan como legiones invencibles las palabras que disparan historias. Sólo hay que estar preparado para detectarlas, se dejan modelar y combinar por tu sensibilidad, y van armando verso a verso, oración tras oración, poemas, sonetos, novelas o cuentos... Al fin historias, que de manera inexorable, también, cuentan la tuya.

Cuando Don Emilio María Ogando partió a otros universos, yo no me encontraba en la ciudad de La Plata. Me quedé con su inalterable imagen de hombre de bien, retengo sus palabras y miradas. Y cuando tengo oportunidad tomo el té con su genial recuerdo. Eso sí, las galletitas las saco del paquete y las coloco en un plato, con la mermelada hago lo mismo, y de la tetera de porcelana me sirvo la milenaria infusión. Una ceremonia intima. Una evocación. Un agradecimiento a quien me enseñó a pintar historias de gente para la gente.


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Guillermo Bayley
es abogado. Vive en la Ciudad de La Plata, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.

@
guillermobayley[at]hotmail.com

Ilustración del relato: Teapot white, By Jeremy Keith (Flickr: Teapot) [CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)], via Wikimedia Commons.