El entomólogo del alma *
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Óscar Bartolomé
Poy
Nadie se acostumbra al sufrimiento.
Alguien como yo debería experimentarlo como algo cotidiano, pero no
es así. De mi propia vivencia deduzco que ningún ser humano es capaz
de abstraerse del lacerante dolor que supone una conciencia atribulada.
Debo pediros disculpas. Aún no
me he presentado. Mi nombre es... Bueno, excusadme si me mantengo
en el anonimato. No quiero que me malinterpretéis, tan sólo considero
que no es menester dar mi identidad cuando me dirijo al viaje sin
retorno. Sí, concretamente me refiero a aquello que tenéis en mente
y que os da miedo pronunciar. Yo he conseguido superar ese trance.
Temo al dolor, mas no a la muerte.
He meditado largo tiempo sobre
la idoneidad de llevar a cabo esta acción. A fin de cuentas, sólo
se vive una vez. No quería adoptar una resolución precipitada. Sé
perfectamente lo que me propongo hacer. No estoy coaccionado por nadie.
La opción que he escogido es perentoria e irrevocable.
¿Cómo será cruzar la línea divisoria
que separa las dos dimensiones? Desde luego, no espero ver ningún
túnel cegador que me guíe hacia el Edén, pero sí tengo curiosidad
por descubrir qué hay después de la muerte. Mi hipótesis de partida
es que me aguarda un vacío insondable.
Esto no son más que conjeturas,
por supuesto. Aquí, junto a mí, yace inerte en el lecho alguien que
a buen seguro debe de conocer a estas alturas las respuestas a mis
interrogantes. Pobre criatura de Dios. No sabía lo que le tenía reservado
el Destino cuando aceptó mi invitación. Supongo que las delicadas
facciones de mi rostro le debieron convencer de que era una persona
bondadosa. Su primer error fue desconocer el significado del vocablo
«persona». No le culpo de ello. Al fin y al cabo, no le puedes exigir
a una prostituta que tenga don de lenguas, salvo en lo referido al
ejercicio de su oficio, claro. Su segundo error fue confiar en mí.
La confianza. Sin ningún género
de dudas, uno de los pilares básicos de nuestra civilización. La eufonía
de esta palabra no debe llevarnos a engaño. Detrás de las más bellas
apariencias se esconde la naturaleza más abyecta. Si supierais la
cantidad de felonías de que he sido objeto por depositar mi confianza
en quien no la merecía... Son hechos del pasado. Descansarán en paz
cuando yo me haya ido.
¿Sabéis una cosa? Hace falta tener
mucha sangre fría para cometer un acto como éste. Estoy convencido
de que ninguno de vosotros lo hubiera podido hacer con la naturalidad
y el aplomo que yo he exhibido. Me siento orgulloso de saberme poseedor
de una facultad que, por norma general, sólo le está reservada a la
Muerte: la de quitar la vida. Me reporta una inefable sensación de
placidez tener este don tan infrecuente. Me siento un privilegiado.
Me gusta detener la mirada en la
trémula luz de la vela que guía mi mano. No conozco nada que se asemeje
tanto a un fuego fatuo como el efecto óptico que genera esa chispa
titilante al rielar. Podría pasar horas y horas con las pupilas clavadas
fijamente en ese espectáculo fantasmagórico sin apercibirme siquiera
del paso del tiempo.
El tiempo. No sabéis cuánto daño
me ha hecho. Hay heridas que nunca llegan a restañarse y que supuran
al contacto de un recuerdo. Es la corona de espinas que se cierne
en derredor de la frente, púas que se hienden en la carne y atraviesan
el frágil minarete de la memoria.
Acerco un dedo a la llama palpitante.
Lo dejo allí tanto tiempo como soy capaz de contener el dolor. Ahora
comienzo a notar cómo un intenso calor quema la yema. Al principio
es casi imperceptible, pero poco a poco la vehemencia con que se aplica
la aguja flamígera en su hilado hace que se forme una tela de vastas
dimensiones. El lienzo de Penélope representa a la perfección cuanto
expreso. El dolor no tiene fin, tan sólo principio.
Reminiscencias de una época mejor.
Un espacio perdido en la inmensidad del tiempo. Sensaciones que colmaron
de calidez mi espíritu. Conocerla fue volver a la vida; conocerla
fue perderla.
Sí. Así ocurrió. Una travesía paralela
a la que recorre la volátil llama. Efímera como todo lo que brilla
con intensidad.
Aún la recuerdo con nitidez. Su
imagen persiste vívida en mi memoria. Ella me dio la paz que anhelaba.
A ella le debo todo lo que soy, pero sin ella no soy nada. Las lecciones
más importantes las aprendí de su boca: el tacto, el gusto, el olfato...,
campos que me abrió con su dominio de la forma. Fui un aprendiz de
la materia, siendo ella mi mentora.
Desde el primer momento quedé prendado
de su porte. Se conducía entre las personas como si anduviera entre
animales. No se comportaba con la altivez propia de una dama de noble
abolengo, no. Ella tenía un don menos frecuente: subyugaba a hombres
y mujeres con su dulce mirada. No había quien se negase a cederle
cortésmente el asiento o no se echase a un lado para dejarla pasar.
Era como si pudiese penetrar en las mentes ajenas e inducirlas a actuar
del modo deseado. Yo lo viví en mis propias carnes. Toda facultad
volitiva se tornaba írrita ante aquella forma incomparable de tremolar
la grandeza de espíritu. Me sentía arrobado en su presencia. Era como
reclinar la cabeza en una almohada mullida.
A veces pienso que todo fue un
sueño. En no pocas ocasiones me despierto sobresaltado en mitad de
la noche con el corazón dando vuelcos en mi pecho; el rostro perlado
de un sudor oleaginoso; los huesos entumecidos de un frío, árido y
seco, como las tormentas de arena que erosionan las piedras gigantes
en los desiertos.
La tersura de su ebúrnea piel es
lo que más recuerdo. Nívea como un copo de nieve derretido entre mis
manos. Pura como el rocío que inunda el alba de un aroma estival.
Toda ella era néctar y ambrosia. Me perdía recorriendo con mis labios
sus finos relieves, cada curva de su esbelto cuerpo, cada hebra de
su lacio cabello. Disfrutaba desenredando con mis dedos su vedeja
aherrojada por horquillas, luenga y sedosa, y de un perfume a azahar
que aún recreo cuando evoco su recuerdo.
Casi había olvidado que no estoy
solo en esta estancia. Debo ser más hospitalario con mis invitados;
de otro modo, ¿cómo voy a conseguir atraer más huéspedes? Bueno, eso
ya no tiene importancia. El resabio de la soledad está próximo a su
fin. A partir de ahora las puertas están cerradas.
Con vuestra anuencia, voy a hacer
un breve receso. Dejaré la pluma en el tintero unos instantes mientras
echo una ojeada a la mujer cuya alma he expiado. Excusadme unos segundos.
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Ya estoy de vuelta. Lamento haberos
hecho esperar tanto. Se han presentado contingencias que han demorado
más de lo previsto mi regreso. Mis más sinceras disculpas por ello.
Permitidme que os refiera lo que ha sucedido en el ínterin.
En el momento de dejaros me acerqué
lentamente al cuerpo sin vida que yacía sobre la cama. Al primer golpe
de vista, su piel cerúlea me trajo recuerdos desagradables. Pensé
que comenzaba a desprender miasmas; pero eso era imposible. Debía
de ser mi imaginación. El cuerpo no podía descomponerse en tan corto
espacio de tiempo. Habían transcurrido apenas un par horas desde que
pasó a mejor vida.
Abrí el cajón del escritorio y
extraje un par de guantes de goma. Me los enfundé. Es una manía que
tengo. Siempre que me relaciono con seres humanos los uso. No quiero
exponerme a riesgos innecesarios. Quién sabe qué clase de bacterias
pueden abrirse paso a tu organismo con una simple exposición a un
animal portador de parásitos. Los hombres son una fuente permanente
de contagio. Expelen todo tipo de efluvios. La saliva es uno de los
más peligrosos. Por eso no acostumbro a acercarme a menos de cinco
metros de un ser humano. Evito todo potencial foco de infección.
Siento haber introducido esta digresión.
Veamos, ¿dónde lo había dejado? Ah, sí. Ya lo veo. Una vez que me
hube ajustado los guantes, alargué las manos con objeto de palpar
ese vehículo sensitivo al que llamamos cuerpo. La primera zona que
exploré fueron sus pechos. Estaban caídos a los lados y su excesiva
molicie hacía que se movieran como un péndulo al mínimo contacto.
En aquel instante sentí cómo una arcada luchaba por aflorar al exterior.
Eso me trajo recuerdos de acerbo sabor.
Acababa de rememorar el clímax
de aquel breve encuentro con la puta, que entonces se entregaba a
mí. Estaba a mi merced. Ella creía que le había comprado su cuerpo,
cuando en realidad era su alma lo que me había vendido a un módico
precio. Algunos argüirán que el acuerdo fue fruto de una simonía.
A mí no me cabe duda de que no hubo trampa. Yo no la embauqué. Ella
vino a mí con plena libertad de acción, y se encontró con una sorpresa,
la última de su lastimosa existencia. En última instancia, le hice
un favor liberándola de aquel pútrido mundo que le daba de comer.
Creedme, fue un momento para el
recuerdo, no por mí, sino por ella. Le brindé una experiencia que
no está al alcance de cualquiera. Consiguió llegar al orgasmo al tiempo
que el oxígeno cesaba de anegar sus pulmones. Le corté la respiración
oprimiendo la almohada sobre su cara mientras hacíamos el amor, de
modo que sus esfínteres debieron de relajarse y sus músculos liberarse
de toda tensión. ¿Creéis que existe alguna práctica más placentera
que ésta? Lo dudo. Como contrapartida tuvo la muerte, pero ¿no os
parece una buena inversión?
Una persona de bien se hubiera
sentido contrita después de haber cometido un acto de semejante iniquidad.
A mí me sucedió algo completamente diferente. Primero me quedé inmóvil
con los ojos fijos en mi creación. Es difícil precisar con exactitud
lo que sentí en aquel momento, tal era la cantidad de pensamientos
que se agolpaban en mi mente. De manera resumida, diré que al principio
percibí mi acto como atroz y malvado. La seguridad en mí mismo que
había demostrado durante la intervención se desplomó como por ensalmo.
Pero ese estado de abatimiento no se prolongó más que unas décimas
de segundo. Acto seguido, ya estimaba que había ejecutado una gran
obra. Sentía que era un ser superior, y eso me reconfortaba.
Sin embargo, poco después ocurrió
algo que no esperaba: sentí náuseas. Tal vez fuera debido a la extrema
frialdad del cuerpo que tenía debajo, en estrecho contacto, o quizá
fuera a causa de aquellos regueros de sangre que pendían de la comisura
de sus labios. Comoquiera que fuese, tuve que ir al baño con presteza
y vomitar en el retrete lo que había deglutido horas antes. Fue horrible,
en verdad. No pude evitarlo. Es patético confesarlo, pero quiero que
lo sepáis todo de mí; al menos, de mi devenir durante el transcurso
de mi último día de vida.
Creo que ya va siendo hora de despedirme.
No quiero demorar por más tiempo mi partida. He visto lo suficiente
como para saber que no cometo un error. En toda mi vida, sólo una
vez me he sentido pleno de vitalidad, pero aquel momento fue volátil,
como la llama de la vela que agoniza entre estertores frente a mí.
Ya no hay posibilidad de que ella vuelva a mi lado, de recuperar la
parte del alma escindida, de unirnos en un solo ser. En realidad,
mi partida de defunción fue sellada tiempo atrás; tanto, que ni lo
recuerdo. El paso de los días dejó de afectarme. Es como si las agujas
del reloj se hubieran detenido.
Quizá sea cierto que exista un
plan universal y que habitar en una sola dimensión equivalga al sufrimiento.
Yo me hallo en el espacio. Cuando la poseí gané el tiempo. De ahí
que mi alma esté irremediablemente demediada.
Es un interesante tema de análisis,
pero a mí ya no me compete. Tan sólo me queda sacar del cajón del
escritorio las rayas de cocaína que he dispuesto y esnifarlas. Una
a una, hasta haber aspirado la montaña de nieve que he preparado para
la ocasión. Moriré de sobredosis, soñando en mi febrilidad con la
pureza espiritual de la mujer que lo fue todo para mí.
Firmado:
El testaferro del género humano
* El título
sólo es orientativo, y se debe prescindir del mismo para la correcta
comprensión del texto (Óscar Bartolomé Poy).
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Óscar Bartolomé Poy nació
en 1978 en Baracaldo, pero ha pasado toda su vida en Bilbao, cerca
del lugar donde nació don Miguel de Unamuno. Es licenciado en Periodismo
y en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Leioa, lo que
muestra bien a las claras dos de sus pasiones: la literatura y el
cine. Desde siempre ha cultivado una panoplia de géneros literarios,
que van desde el cuento a la poesía, pasando por el aforismo. Es autor
de los poemarios Te quiero, no lo olvides. Poemas para Psyche
(editorial Belgeuse) y La luz de tu Faro (editorial Bubok).
También hace crítica de cine y ha escrito y dirigido un cortometraje
titulado Un billete para el mañana. Algunos de sus poemas pueden
leerse en su blog La luz de tu Faro (http://laluzdetufaro.blogspot.com)
dedicado a la memoria de la poeta asturiana Sara Álvarez.
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Ilustración
relato: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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