De la fuerza del
nombre
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Sergio Borao
I
El Coiro me manda un
enigmático y brevísimo correo donde dice: «¿Podés escribirme algo
sobre Casbas?». El nombre no me suena de nada, por lo que abro
el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce hasta un
pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la
provincia limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo
pequeño hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco.
Y puesto que nunca antes he estado allí, me digo: «¿Por qué no?»,
pensando que lo que mi amigo argentino quiere es información de primera
mano sobre este pueblecito, y nada más natural, por otra parte, que
me pida el favor viviendo yo tan cerca del sitio en cuestión.
Así que al otro día
meto unas cuantas cosas en una bolsa de deporte y me echo a la carretera.
Camino durante un buen rato, hasta que un auto negro, un Renault 5
con más de veinte años, se detiene junto a mí. El conductor, casi
un adolescente, me pregunta: «¿Te llevo?». Por supuesto, acepto.
Él tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es gallego. Con una
sonrisa franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a los
Pirineos, sólo por ver la cordillera. Le han hablado de parajes extraordinariamente
bellos, aunque no recuerda bien los nombres o los mezcla o los confunde.
Para no resultar redundante, le menciono sólo cuatro lugares (también
escribo en un papel los nombres y la forma de llegar hasta allí) que
en mi recuerdo crecen más y más conforme se aleja el tiempo en que
me fue dado visitarlos. El primero es el Forau d´Aigualluts, en el
Valle de Benasque, una pequeña explanada rodeada de montañas donde,
a veces, se tiene la sensación de que llueve hacia arriba.
Es lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo llamado Aínsa.
El tercero, aunque he de confesar que no me impresionó cuando estuve
allí, es el Monasterio de San Juan de la Peña. No sé que es, pero
hay algo desconcertante en la montaña donde está situado, algo feo
y sin embargo inolvidable; tal vez —pienso confusamente— hago mal
en recomendarle esa visita. Por último, escribo: Selva de Oza.
«¿Qué es?», me pregunta. Es un valle hacia el oeste, por donde
discurre el río llamado Aragón-Subordán. La vegetación tiene un color
oscuro que produce sensaciones difíciles de describir, pero allí uno
siente que está vivo, que de verdad pueden ocurrir cosas que te hagan
sentir vivo, cosas maravillosas o atroces, pero en cualquier
caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender del todo
el sentido de mis palabras, y promete que irá a todos esos sitios.
Luego se pone a hablar de su coche y, más tarde, de los grupos musicales
que le gustan, cuyos nombres casi siempre me resultan extraños. No
obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo de alegría para ambos.
Le recomiendo otros, que él no oyó jamás. «Te gustarán», le
digo.
Al llegar a Huesca,
tomamos la carretera hacia Lleida. Unos kilómetros más adelante, nos
despedimos con un apretón de manos. No tardaré en darme cuenta de
que ni siquiera nos habíamos presentado. Somos dos extraños caminando
en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo por casualidad
han compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno de
los dos encuentre lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre
y no lo reconozca.
Por la estrecha carretera
que conduce a Casbas apenas hay tráfico. Atravieso una población y
sigo adelante. Según el mapa, ya casi estoy. Es entonces cuando, de
pronto, me asalta una extraña idea: ¿Y si no es esto lo que
quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para Inventiva
un minúsculo pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra
parte, ni siquiera yo tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo
que se me escape en todo este asunto? Perdido en esa confusión y en
esa carretera solitaria, unas palabras aparecen en mi mente, fosforescentes
como un letrero luminoso en medio de la noche: Próxima estación Casbas.
Me doy cuenta de que he metido la pata (el Casbas sobre el que debería
escribir es otro, y está en Argentina y no sé absolutamente nada de
él. Mi maldito despiste crónico me impidió recordar hasta ahora que
es una de las próximas estaciones del Inventrén) y lo peor es que
está anocheciendo (es otoño y los días acortan). Por suerte, al fondo
puedo ver las primeras casas. Advierto que estoy cansado. Espero encontrar
un sitio donde me dejen dormir, porque hace un poco de frío y la manta
que he traído es más bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.
Al fin, distingo
un vago destello al fondo de una calle lateral. Se trata de una puerta
iluminada. De no haber anochecido ya, no la hubiese visto, tan tenue
es el resplandor que de ella sale. Hacia allí me dirijo, con paso
lento y el oído alerta. No es natural este silencio. Sobre
la puerta hay un letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse,
pero se adivina que el lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me
encuentro en un cuchitril mal iluminado donde parece no haber nadie.
Al oír mis pasos, un hombre sale por una puerta situada al fondo y,
con un perfecto acento argentino, me saluda y pregunta si deseo
tomar algo.
II
Una sensación de
irrealidad me atenaza. No acierto a responder. Sólo le miro
como se mira a un aparecido o como se podría mirar el propio reflejo
en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él repite la pregunta,
más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese bien el
idioma. No sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro
esperando que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto
embarazo, me atrevo a pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo
explica que el pueblo está desierto porque hay un concierto en las
piscinas municipales, un grupo de pop, uno de esos que venden muchos
discos donde las diez o doce o quince canciones son, en realidad,
la misma. Añade que incluso ha venido gente de los otros pueblos cercanos
y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí afuera, sin
embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira
de arriba abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente
pregunta no es fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita
normal y éste es, como parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar
de mis muertos y suerte tendré si no me saca del establecimiento a
golpes; si por el contrario, el temor que me aprieta el corazón resulta
ser fundado, yo me volveré loco. Aun así, no queda otro remedio: «Pero
¿Casbas de España o de Argentina?» digo en un susurro. Al principio,
pienso que no me ha entendido, y tal vez sea lo mejor; acaso en el
fondo conocer ese detalle no importe en realidad.
Pasado un instante,
levanta la vista del barreño en el que en ese momento estaba lavando
unos cubiertos y dice: «¿Acaso quieres tomarme el pelo?». Entonces
me atropello, intento explicarle lo ocurrido, nombro el Inventrén
y algunas otras estaciones, le cuento que soy poeta. «¡Poeta!»
dice él. «¡Poeta!» repite. «No me lo creo. Nadie va por
ahí en estos tiempos diciendo que es poeta. Usted es un aprovechado.
Un sinvergüenza». Yo insisto. Mi sombra en el suelo gesticula
como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona, idéntica
a mí pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído
un solo libro; de haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más
peso. Entonces, sin explicación, hay por su parte como una sorda aceptación,
no ya de mis palabras o de lo que ellas pretenden comunicar, sino
de la remota posibilidad de que sean ciertas. Mirándome de reojo,
con desconfianza aún, se dirige hacia un extremo del mostrador, levanta
un trapo oscuro que cubre un ordenador portátil y sentencia: «Ahora
lo veremos». Abre el explorador, busca el Inventrén, busca mi
nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece comprender
que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego
me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en
una mano y dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende
un cigarrillo y se larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.
Así, me entero por
fin de que nada extraño ha sucedido (si es que no es extraño encontrar
de repente, en medio de un desierto, a un hombre que creemos habitante
de otro desierto distante más de diez mil kilómetros). No hubo
viajes astrales ni agujeros en el espacio. Estamos en Huesca. Con
la voz plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor)
me habla de su niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que
tal vez hayan dormido ahí durante años, esperando esta noche y este
vino; (afuera continúa el silencio, no hay ruido de pasos, ni de
autos en marcha, ni siquiera el eco lejano del concierto. Si yo fuese
otro, si fuese un tipo valiente, tal vez me asomaría un instante a
la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la luna y saber que
todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la
barra, de una novia que tuvo y perdió, «¡qué linda era!», exclama.
Luego hay un silencio necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu
buscando en su cartera y sacando de allí una foto cuarteada por el
tiempo. La miro y hago un gesto de admiración. En efecto, la muchacha
es guapa. (no sé si es entonces cuando comprendo que éste es cualquier
lugar y cualquier momento, un retazo arrancado a mordiscos de la eternidad;
tal vez por eso el obstinado silencio del exterior, la silueta en
la pared de dos desconocidos conversando, dos latinoamericanos perdidos
en cualquier parte, lejos y cerca de la vez, tenues fantasmas de sí
mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches olvidadas, que
viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho
la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde
con otros muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo
en el campo, del fatídico día en que se fue el último tren... Entonces
algo parece romperse en el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos
en los suyos. Sujeto el vaso que viaja hacia sus labios. Lo insto
a continuar, con el leve asomo de una sospecha insinuándose en mi
entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración: «...yo
me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya
más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un
poco de todo por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia,
en Bolivia y Ecuador, que es decir casi lo mismo, o de forma más breve,
más certera, en Latinoamérica, que es mi patria... Nuestra patria»
se corrige. Yo asiento. Luego continúa narrando las peripecias de
una vida, una vida errante, como lo son todas. «Y, entonces, de
pronto, llegué aquí» dice mientras vacía en los vasos lo que queda
de la segunda botella. «De alguna manera, sentí que mi deriva había
terminado. No es que la coincidencia del nombre y el cansancio acumulado
me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión era anterior,
fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me llevó
de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche,
como ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba
hasta la mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría
aquí. No puedo explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy
desde entonces».
No hablamos más.
Ambos estábamos algo borrachos y era muy tarde. Dormí allí mismo,
en una pequeña habitación que servía de almacén y donde había sitio
de sobra. Al otro día, después de un abundante desayuno, Manu estrechó
mi mano y nos despedimos como dos viejos amigos. Ambos sabíamos que
había muy pocas posibilidades de volvernos a encontrar. Eché a andar
por la carretera, en dirección al sur, no a ese Sur que nunca vi y
que mi corazón incansablemente anhela, sino al otro, al de todos los
días, al sur prosaico donde la vida sufre una combustión tan lenta
que ni combustión parece.
* * * *
SERGIO
BORAO LLOP
nació en Mallén (Zaragoza,
España) en 1960 y reside en la capital zaragozana. Es encuadernador,
periodista, poeta y cuentista.
Ha publicado los siguientes cuentos: Las carreteras (Revista
Nitecuento, n.º 23, también en Margen Cero); Antología
Relatos - Zaragoza, 1990; Feria (Revista Nitecuento,
n.º 13); Paisaje sin batalla (Revista Nitecuento n.º
16); Espíritu de la Plaza (Antología Callejón de palabras
- Mizar) y en cuanto a poesía publicada: La estrecha senda inexcusable
(poemas) (Poemas Zaragoza, 1990) y Poemas (Antología
Poemas quietos - Mizar).
Ξ
Web del autor: http://www.aragonesasi.com/sergio/index.htm
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• ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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