Un fusil en la hojarasca
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Óscar Bribián
El muchachito Rubén Mosquera
esperaba, quieto como un demonio expectante, escondido tras los bejucos
y los pequeños helechos, igual que una serpiente encañonando con la
mirada al grupo de militares. Pero el veneno de Mosquera era distinto,
su veneno olía a pólvora, y con la pólvora en los cartuchos de su
vieja M-16 el joven se mantenía enérgico, con ganas de que le pasase
toda una tropa por el frente para aniquilarla. Sabía que los enemigos
no lo distinguirían allí, acostado en lo alto del terraplén, con la
mirilla de su fusil asomando oculto entre la hojarasca como una espina
de muerte. Sentía cómo las raíces de los árboles y las plantas se
confundían con su uniforme camuflado, y ni siquiera los pájaros delataban
su posición.
La enorme cicatriz que
exhibía en la mejilla se le irritaba con la humedad, recuerdo del
mismo machete que había segado la vida de sus padres y su hermana.
Hacía un año había descrito en una carta cómo había llegado a aquella
situación, con letra indescifrable y parco lenguaje. Apenas sabía
escribir correctamente cuando la redactó, aunque era más de lo que
podría saber ahora, porque él ya no rondaba la escuela hace mucho
y no practicaba con las letras o los números más allá de leer algún
cartel publicitario, o tal vez tachar los días en el calendario para
recordarse a sí mismo y en secreto los días que faltaban para su próximo
cumpleaños. El manejo del bolígrafo o el lapicero no le resultaba
ahora más fácil que aprender a manejar una nueva arma. Todas funcionaban
de una forma semejante, y Rubén las adoptaba con una habilidad innata,
instintiva. Recordaba que de niño había leído y escuchado algunos
cuentos, pero de eso hacía ya muchas lluvias. Ahora sólo escuchaba
la radio en el campamento, las canciones de Shakira y Baute que siempre
le recordaban a su hermana bailando en una niñez arrebatada.
Todavía guardaba aquél
manuscrito en su zurrón, plegado y humedecido con la tinta algo corrida,
que le servía para recordar sus orígenes. Hacía más de un año que
había decidido ir a la ciudad de Santa Marta, sobre el Mar Caribe,
para buscar al único tío que le quedaba sobreviviente de las masacres
que arrasaron con su familia. Pero el hermano de su padre había cambiado
de domicilio y nadie supo decirle a dónde se marchó exactamente. Estuvo
también en Barranquilla, otra ciudad de la costa atlántica, buscando
en balde después de una azarosa travesía en una caravana de lanchones
por el río Sinú. Al cuarto día de salir de Barranquilla el grupo de
viajeros con el que recorría la costa norte colombiana fue atacado
por la guerrilla. Rubén tuvo nuevamente suerte y salió ileso de la
emboscada, aunque fue hecho prisionero. No hubo recompensa posible
por él porque ningún familiar iba a responder ante el secuestro. Entonces
los oficiales atacantes le ofrecieron adiestrarlo en el uso de las
armas y pagarle un salario quincenal si se les unía, y el muchachito
Mosquera, con la mirada huidiza y el pelo salvaje, pensó: «Con doce
años ya estoy en edad de ganar algún dinero».
Desde su posición podía
volver la vista y escudriñar a través de la fronda cómo la niebla
matinal que nacía del páramo se adhería a la montaña. Volvió a concentrarse
en su objetivo. El grupo de soldados avanzaba raudo sobre la hojarasca,
apartando el ramaje con sus fusiles y machacando el suelo con sus
botas militares como ganado pesado. Sin duda no esperaban una emboscada.
Mientras Rubén Mosquera los acechaba oía a los pájaros graznar nerviosos,
como si quisieran advertir al enemigo de su presencia. Eran seis en
total, pocos para ser descubiertos en la inmensidad de la selva, pero
el joven guerrillero había recibido el aviso de que pasarían tarde
o temprano por aquella senda, y debía emboscarlos con su M-16. El
muchacho los había esperado durante dos días y dos noches, sin apenas
variar su posición. Dos días a base de pan y legumbres enlatadas,
padeciendo sudores y fríos nocturnos, defecando y meando sobre los
troncos más cercanos, soportando mosquitos y alimañas. Ni siquiera
había llenado su cantimplora en una cascada cercana, por si cualquier
despiste provocaba el fracaso de su misión. Tenía la boca seca y al
tragar saliva el paladar le rasgaba el cuello. Le alegró que el grupo
frenara en seco a una orden del oficial; aquello le pondría la labor
más fácil. Era tan sencillo clavar una bala en el cráneo del sargento
como dispararle a una lata a menos de tres metros de distancia. Tenía
la cabeza gorda como un melón maduro en verano, y las cejas tan espesas
que desde la distancia parecía que sus ojos se escondían bajo un tupido
bigote.
Desde la altura el muchachito
Mosquera acechaba a los soldados como un niño observa a las inquietas
hormigas antes de comenzar a aplastarlas con el dedo. El oficial que
iba a la cabeza se quitó la gorra para secarse el sudor de la frente
y mandó un descanso. Los cinco soldados rasos se derrumbaron en el
suelo agotados. Aquello le puso las cosas mucho más fáciles al muchachito
Mosquera, que acariciaba extasiado el gatillo del arma, tratando de
mantener firme el pulso mordiéndose los labios hasta sangrar. «Hey,
man, este chico vale. Tiene huevos y buena puntería», le habían recomendado
de esta guisa a su jefe para la misión. Para aquellas tareas siempre
empleaban a niños. Decían que los adultos eran incapaces de atreverse
solos frente a todo un grupo de militares, porque eran conscientes
de la realidad; los niños lo tomaban más como un juego, un juego con
el que mataban enemigos pero en el que eran inmortales, así que actuaban
como kamikazes. Pero Rubén Mosquera no pensaba así. Él no era
un niño bobo. Sabía que un error podría costarle la vida, pero también
iba a morir tarde o temprano, pensaba, y si lo hacía pronto mejor,
porque sufriría menos. Entendía que era víctima de algo superior a
él, superior incluso a sus jefes de guerrilla, y acataba las órdenes
como soldado que era, consciente de que aquella cabeza gorda con forma
de melón no era la de un muñeco lejano, sino la de un sargento con
familia e hijos esperándole.
Una vez un chiquillo recién
reclutado, aún menor que él, le había preguntado si mató a alguien
alguna vez.
—Claro,
man —contestó
el muchachito Mosquera, y notó cómo a su colega se le entornaban los
ojos de asombro y respeto.
—¿Pero
cómo lo hiciste? —le
inquirió el niño. Lo recordaba como si hubiera sucedido dos días atrás,
aunque en realidad hacía ya varios meses de aquella charla en el campamento.
Se llamaba Juanito y era negro como la pez, con el cuerpo rechoncho
igual que una abeja gorda. Había llegado allí como otros muchos, sentenciado
por una guerra invisible, y a Rubén Mosquera le había tocado enseñarle.
—Ay,
man, no es algo que a uno le nazca de la cabeza
—recordaba
Rubén al pie de la letra sus explicaciones al aprendiz—.
Si a uno le dicen: mate a Fulano, pues ha de hacerlo no más, porque
si no lo hace los demás le tienen desconfianza. Y a uno lo pueden
quebrar las desconfianzas, pues es como si estuviera colaborando con
el enemigo, ¿entiendes? Sólo hay que obedecer. Pienso que con el diálogo
es como uno arregla mejor las vainas, pero aquí no gustarás si no
obedeces.
Pocos días más tarde su
aprendiz moría a manos del enemigo cuando trataba de emboscar un camión
militar junto a otros compañeros. Y ahora Rubén Mosquera sentía algo
ante las circunstancias, sin distinguir si era venganza o temor. Seguía
mordiéndose los labios para mantener firme el pulso sobre el gatillo.
Viró la mirilla suavemente para apuntar a uno de los soldados que
acababa de quitarse las botas y descansaba tumbado. Mejor dejarlo
para después, pensó. Acabaría con los que llevaban las botas calzadas,
porque podrían perseguirlo si trataba de huir después de disparar.
Volvió a apuntar al sargento. Eso les crearía mayor confusión. ¡Bam!,
un disparo al jefe y los otros temblarían. ¿Quién sería el segundo
en el mando?
Observó que uno se alejaba
del grupo y se escondía tras unos helechos para defecar. Sería su
segunda víctima. Decidió concentrarse en el oficial. Apuntó con firmeza,
justo en el centro del bigote que coronaba la mirada adusta, entre
las dos cejas. Apretó el gatillo accionando el instrumento mortífero
y el hombre cayó como un saco de patatas. El estruendo provocó que
decenas de pájaros huyeran en desbandada del lugar. Uno de los militares
gritó mientras los demás aferraban sus armas y miraban a su alrededor,
confundidos por el revolotear de las aves. Rubén apuntó ahora al hombre
que estaba separado del grupo. El desdichado intentaba correr hacia
los demás con los pantalones aún bajados y dominado por el pánico.
Trastabilló una vez cayendo de bruces al suelo. Rubén aprovechó para
apuntar a la espalda y apretar el gatillo de nuevo. Dos balas atravesaron
el cuerpo del militar, quedando tendido en el suelo con los pantalones
bajados, una mano sujetando el cinto y la otra intentando alcanzar
un tronco para erguirse. Rubén Mosquera volvió la mirada hacia el
grupo y observó cómo se replegaban con rapidez, ocultándose tras la
maleza y los troncos de las palmeras. Le gritaron insultos que no
pudo entender.
Decidió esperar sus próximos
movimientos. Los trajes militares se confundían con el follaje, y
al principio pensó que se movían a su izquierda, pero luego comprendió
que sólo era una estrategia; Los soldados lanzaban piedras a lo lejos
entre los helechos para confundirle, aunque permanecían escondidos
en el mismo sitio, esperando que el muchacho delatara su posición
con un movimiento en falso. No lo consiguieron. Rubén Mosquera mantuvo
la calma y esperó durante varios minutos, hasta que uno de los soldados,
el que andaba descalzo, decidió adelantarse para recoger sus botas.
El hombre se acercó muy
lentamente, agazapado como una serpiente, y cuando estuvo cerca de
su objetivo trató de alargar la mano para coger las botas por los
cordones y tirar de ellos hasta recuperarlas. Aún no las tenía en
sus manos cuando recibió un disparo que le perforó la garganta. Otro
de los soldados trató de escapar saltando sobre unos troncos derribados
y corriendo pendiente abajo, disparando a discreción su ametralladora.
El muchachito Mosquera volvió a abrir fuego. Pulsó el gatillo y lo
mantuvo en esa posición hasta que la tormenta de balas barrió el sendero
y tiñó de sangre al desgraciado. Disparó hasta que dejaron de saltar
casquillos vacíos de su arma y comprobó que necesitaba recargarla.
La última ráfaga de disparos
había delatado su posición y los dos soldados sobrevivientes comenzaron
a disparar apuntando a lo alto del terraplén donde el pequeño guerrillero
se escondía. Las balas silbaban muy cerca de Rubén Mosquera y se perdían
a lo lejos. El muchacho trató de retrasar su posición y buscó un nuevo
cartucho de munición en su mochila. Antes de cargar el arma decidió
asomar la cabeza y mirar cuesta abajo. Los dos soldados ascendían
la pendiente rodeándolo en círculo, amparándose tras el grosor de
los troncos, mientras se aferraban a piedras y raíces que se asomaban
como venas entre la hojarasca, los musgos y los hongos. El guerrillero
comprendió que no tenía tiempo de recargar su fusil y optó por huir.
Se levantó ágil como un felino, echándose el arma y la mochila al
hombro, y corrió en dirección contraria a sus enemigos. Salvó un repecho
y descendió a un valle frondoso tropezando con ramas y hoyos en el
suelo. Tras él corrían los soldados, disparando sus armas cuando lo
tenían a tiro. El denso follaje hizo que se diera de bruces con un
tronco que lo doblaba en anchura. Apenas distinguió el obstáculo cuando
corría pendiente abajo, y el golpe en la cabeza lo dejó aturdido unos
segundos.
Por su mente circularon
raudos los escasos recuerdos de su niñez, arrinconados en un hermético
extremo de su memoria, de esa niñez verdadera e inocente que tuvo
alguna vez. Su hermana Claudia bailando sobre la cama, sobre las mesas,
o delante del televisor, siempre con la sonrisa blanca como los terrones
de azúcar que su madre les servía en los tazones de chocolate. Rememoró
los abrazos de su madre. Era una imagen lejana. La recordaba trabajadora
y religiosa como pocas, con el rosario colgando de su fino cuello
de cisne abotargado. Se acordó de su padre. Un hombre de manos férreas
y enjutas, cuidando de las aves en el corral detrás de la casa, justo
antes de ser ajusticiado mientras veía horrorizado cómo violaban a
su esposa. Por primera vez desde que decidió ser adulto Rubén tuvo
miedo, y comprendió que hasta el más fuerte puede temer a la muerte.
Entendió que una vida vale más que mil dólares y sus pupilas se volvieron
más negras y profundas de lo que nunca habían sido.
Miró hacia lo alto y distinguió
entre las copas un mono equilibrista que lo miraba curioso, mientras
se balanceaba colgado de una rama con la cola. Trató de recobrar las
fuerzas cuando oyó muy cerca de él las voces de sus perseguidores,
los cuales discutían entre sí sobre el paradero del muchacho. Su frente
sangraba y notó cómo un hilillo caliente le recorría la mejilla. Continuó
corriendo, extasiado por el miedo que se había apoderado de él. «Hey,
man, este chico tiene huevos», recordó que alguien había hablado una
vez así de él. Pero ahora el corazón le latía como si sufriera la
cuenta atrás de un artefacto, sentía cómo sus pulmones iban a explotarle
de un momento a otro.
Por fin, tras apartar
las hojas de unos inmensos helechos, hizo aparición ante él el principio
de una enorme catarata que caía resbalando por las rocas hasta despeñarse
en el último tramo sobre las aguas de una laguna. El muchacho midió
la caída y supo que desde aquella altura se rompería el cuello golpeándose
con las rocas del fondo. Prefirió descender por la vertiente derecha,
donde la pared era más escarpada y con más bordes a los que aferrarse.
Además, allí el agua salpicaba menos y las rocas no estaban resbaladizas.
Fue descendiendo mientras el rugido del agua le impedía oír si sus
perseguidores estaban cerca. Cuando estuvo en el último tramo de la
cascada se lanzó a la laguna doblando las piernas, seguro de que no
hubiera rocas en los primeros metros bajo la superficie del agua.
Se hundió como un pesado saco en la fría laguna, lo suficiente para
que sus pies rozaran levemente las rocas del fondo y pudiera coger
impulso para subir y respirar. Tardó bastante en llegar a nado hasta
la orilla porque el fusil y la mochila dificultaban el movimiento
de sus brazos. Seguidamente llegó a pisar la tierra enlodada y permaneció
allí tumbado unos segundos, creyendo que había despistado a los soldados.
Comenzaba a reír nerviosamente cuando detrás de él, entre el follaje,
oyó el chasquido de una raíz pisoteada.
Ágil como un jaguar, Rubén
Mosquera rodó por el suelo soltando su mochila y echándose a correr
con su vieja M-16 bajo el hombro. A su lado vio aparecer a uno de
los soldados sujetando un fusil con ambas manos.
—Suelta el fierro, muchacho,
o disparo —le oyó decir al hombre.
El jovencito Mosquera
soltó el arma con un acto reflejo mientras huía, pero no tuvo oportunidad
de oír una nueva advertencia. Cuando apenas se había internado en
la espesura, sus piernas se paralizaron con el estruendo de un disparo
y cayó al suelo de bruces descansando sus exánimes labios sobre la
hojarasca. Sintió cómo alguien se acercaba a sus espaldas y las botas
militares se posaban junto a su oreja. «Eso es todo», pensó el muchacho.
«Aquí acabó todo. Me vencieron. No tuve huevas y salí corriendo. Por
eso Dios me castigó».
Notó cómo apretaban contra
su cráneo el cañón de un fusil mientras los dos hombres proferían
insultos. Recibió varios puntapiés en un costado que lo hicieron revolverse
como una lombriz de tierra, mientras lentas lenguas de fuego y dolor
barrenaban sus ojos como un cuchillo desgarra el estómago. Luego uno
de los soldados ordenó que acabaran de una vez. Volvieron a apuntarle
con el arma y esta vez no hubo más patadas.
Allí quedó Rubén Mosquera,
desnudo bajo el manto que los recortes de cielo tendían sobre el difunto
a través de las copas de los palmerales, fruto de una hombría que
no entendía y un país que le había dado la espalda.
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ÓSCAR
BRIBIÁN LUNA,
Huesca (España)
(1979). Residente en Zaragoza. Diplomado en Administración de Empresas
y diplomado en Relaciones Laborales. Director de la revista literaria
Oxigen (2002-2006) (www.revistaoxigen.com).
Miembro de la asociación de escritores NOCTE (www.nocte.es).
PREMIOS LITERARIOS
-Finalista en el I y II Certámenes de Relatos Domingo García 2002
(Nitecuento)
-2.º Premio en el XVII Certamen Internacional de Narrativa breve Villa
de Iniesta 2007
-Seleccionado en la VII y IX Muestra Poética Picarral (Zaragoza)
-Fue corresponsal en el exterior de la revista Internacional Colombiana
de Ensayo, Narrativa y Poesía RAMPA.
Autor de multitud de relatos, poemarios y varias novelas.
Aparecen relatos, poemas y artículos suyos en las siguientes publicaciones
impresas: Antologías de relatos I Certamen Domingo García 2002
y II Certamen Domingo García 2003, antologías Jóvenes autores
del relato en castellano, Poesía picarral 1996-2005,
Habitando el olvido (Cuenca) n.º 15, y en diversos números de
las revistas Tántalo (Cádiz) n.º 23, 30, 46 y 47, Luces
y Sombras (Navarra), n.º 18, 19 y 20, Nitecuento (Barcelona)
n.º 17 y 25, Imán (Zaragoza) n.º 1, 2 y 3, Amalgama
(Cádiz) n.º 15 y El hocino (Teruel) n.º 21.
Tiene relatos, poemas y artículos publicados en las siguientes ediciones
digitales: EOM-Eldígoras, Revista Voces, Scifiworld,
Letras Perdidas, Letralia, La Tecla, Poesía+Letras,
Rampa, El Arco de la Rosa, El Ebro, Almiar-Margen
Cero, Proyecto Mizares, Crónica Literaria, Valvanera,
Antropoética, Elfos, Espacio Luke, Biblioteca
Virtual Cervantes, Oxigen, NGC 3660, Shiboleth,
etc.
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El relato aquí publicado fue Finalista en el II Certamen Domingo García-Nitecuento
2003 (Barcelona).
⇒
Lee otro relato de este autor:
Beso mortal
@
CONTACTAR con el autor: oscarbribian[at]hotmail.com
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Ilustración del relato:
US Woodland pattern, Henrickson at the English language
Wikipedia [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/)], via Wikimedia Commons.
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