La máscara del
bosquimano
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Juan
Herrón González
Vivo solo.
Y por regla general, me gusta. Excepto cuando me aburro: momento que
aprovecho para distraerme con cualquier cosa; leyendo cómics, por
ejemplo. O sacando todo un bagaje de cachivaches inservibles que en
su momento me parecieron útiles. De todos modos, a decir verdad, lo
que más me absorbía era la clasificación de los caprichos comprados
en la feria, como cada año. No pude evitar recordarlo, ni distraerme
con cada colocación caprichosa.
Puntualmente, como cada año, la feria local vino
de nuevo. Pomposos, con muchas cosas dignas de curiosidad, y espectáculos
que atraían a la multitud. Pero este año era diferente al anterior.
Había un puesto, que nadie se había parado a observar. Se hacía llamar:
La casa del bosquimano.
Por un momento —reacio a acercarme demasiado—,
esperé a que algún otro lo hiciera, y no ser el primero. Sin embargo,
no hubo suerte. No lograba entender la causa que me causaba nostalgia
y desasosiego al mismo tiempo. Pasé de largo por delante, con intención
de pasar inadvertido, cuando su propietaria, demandó mi atención.
—¡Eh, chico! ¿No quieres comprar arte bosquimano?
—una mujer de color, con anillas en el cuello, me miraba fijamente,
incomodándome.
—No, gracias —aparté la mirada.
—No seas tímido. Tengo cosas que pueden interesarte
—elevó en sus palabras un halo de misterio.
—¿Qué cosas? —logró despertar mi curiosidad.
—Acércate… —su cuerpo tenía tatuajes, y estaba
cubierto por un jubón hasta la cintura de una piel que no logré descifrar.
Con una cierta introversión, y pinceladas de
desconfianza en mis ojos, me aproximé al mostrador repleto de cosas
extrañas y artefactos de difícil funcionamiento. Al menos, hasta donde
mi entendimiento podía llegar.
—¿Qué es esto? —elevé en los aires un medallón
con la figura de un tigre.
—Es un mosawüe —respondió con una sonrisa de
suficiencia. Haciendo gala de un neutro optimismo.
—¿Y qué es? —lo miré por todos los lados.
—Es para atraer a los buenos espíritus… y la
buena suerte —concluyó, de manera intermitente.
—¿Cuánto cuesta? —conté el dinero que tenía en
el bolsillo con una de las manos.
—Te lo dejaré más barato, seguro que lo necesitas
—sus ojos parecían adivinar mis pensamientos.
—Vale —su actitud me cohibió—. Le daré… —pensé
unos segundos— 50 euros por ello —mi vista se posó repentinamente
en un cofre que tenía en el suelo. Relegado a un espacio apartado
de la vista, y sumido en las tinieblas que devoraban el suelo.
El cofre soportaba un pesado candado, y su orfebrería
era lujosa, con símbolos de animales y arquetipos de espíritus animando
fuerzas de carácter desconocido. Todo formaba líneas de dibujo que
en conjunto, componían la silueta de un árbol genealógico.
—Que lo disfrutes —me acercó el amuleto con lentitud.
—¿Qué hay en el cofre? —me sorprendió mi manera,
casi osada, de dirigir sin timidez la flagrante pregunta que serpenteaba
en mi mente.
No me hizo caso. Se guardó el dinero, y un recorrido
de inquietud afloró en su rostro.
—En el cofre no hay nada —su cara se volvió repentinamente
mustia—. Será mejor que sigas tu camino —mantuvo la mirada en la misma
dirección que la mía, dibujándose momentáneamente molesta—. Adiós
—desapareció en el interior de la tienda.
Sus pasos, escondiéndose de mi presencia, y el
gentío de alrededor, se fundieron en un apunte de curiosidad en mi
memoria. La escena me impregnó una inmanencia personal por saber qué
ocultaba el cofre, y a qué era debido ese brusco cambio en su humor.
Al no encontrar una respuesta inmediata, no le
di mayor importancia, y proseguí mi camino, en busca de cualquier
objeto interesante que adquirir por los demás puestos. Me colgué del
cuello el amuleto, y noté un inesperado cambio en mi interior. Para
mi asombro, o sugestión, experimentaba una mayor seguridad en mí mismo;
incluso, unas ansias de aventura desconocidas en mi batiente imaginación,
condenada durante ya hace tanto tiempo, a la soledad del hogar.
Llegó la noche. Y cada uno de los vendedores
de la feria (que para mi personal opinión, eran como cualquier vendedor
ambulante), se recogieron en el interior de sus tiendas. A excepción
de la mujer de color del extravagante baúl. Trataba de esconder algo.
Pero desde la distancia no lograba ver con exactitud sus movimientos.
Era como una mancha negra, de contornos nerviosos, cuya única obsesión
era una cosa: ocultar el cofre.
Caminé pensativo en su cambio de actitud, y la
manera tan extraña que la impulsó a actuar de esa forma debido a mi
incipiente curiosidad. ¿Qué podía temer de mí?
Llegué a casa. Y dejé que el sueño me sobreviniera,
mientras estaba sentado en el sofá, a la espera de vivir una aventura
que se me ocurriera en mi fértil fantasía. Colocando la insólita actuación
de la mujer en otro lugar desocupado de mi mente.
«¿Y por qué no ir a por ese baúl —pensé—. ¿Qué
contendrá?».
El sueño se apoderó de mí. Mientras soñaba, la
imagen del amuleto se coló en el paisaje onírico: sentía que me avivaba,
incluso, me soliviantaba a ir a por el cofre.
Estaba decidido. Esa misma noche iría a por él.
No entendía muy bien por qué el amuleto me inducía a ese estado, o
si realmente era la excitación del momento, fruto del cambio a la
inquisitorial monotonía. Cada uno de mis sentidos se sentía estimulado
por el secreto que esa mujer guardaba en el cofre.
Miré el reloj. Las 4:00 am. Demasiado tarde para
no estar durmiendo, y demasiado pronto para levantarse. Era el momento.
Desperezándome, bajé a la calle. Fijé mis ojos
en el puesto deseado, y todos estaban descansando en el interior de
sus tiendas en forma de tipi.
Cuando me acerqué con cautela, comprobé que el
cofre no estaba en su sitio. Eso me incomodó, y sólo pude sacar una
rápida conjetura: estaría en el interior del tipi. Lo custodiaría
esa mujer de color, cuyo nombre no sabía, pero que tampoco me importaba
demasiado. Un interés egoísta se instauró en mi razón. Recorriendo
cada uno de mis movimientos.
Saltando el mostrador, el tipi tenía unas cortinas
cortadas en trozos de tela de forma vertical, para dar la dudosa bienvenida
a su interior. El ambiente, estaba iluminado por una pobre luz nocturna,
y la mujer dormía plácidamente. Reconozco que en esos momentos un
sentimiento de culpa me invadió, además de un temor a mi forma de
actuar; pero desapareció casi de forma instantánea cuando vi el baúl,
pertrechando su secreto al lado de la cama de su propietaria. En los
laterales tenía dos argollas, y mi lógica me decía que si estaban
de esa manera distribuidas, era porque el cofre debía de pesar demasiado.
Sobre todo, para un delgaducho ser de ojos saltones aclarados como
el mar como yo. No obstante, una fuerza omnímoda me empujó a seguir
adelante.
Tenía el cofre enfrente de mí, y la luz hacía
un juego de brillos y sombras en el cuerpo de la mujer y el lugar
que me indujo a un estado de temor creciente. No sabía qué podía pasar
si me descubría, y no se me ocurría ninguna explicación satisfactoria.
Su ritmo respiratorio inundó mis oídos. Pensaba
que estaba teniendo una indeseada pesadilla. Su rostro se aclaró más
de lo habitual, aunque en realidad fue un efecto del reflejo de la
luz nocturna en su semblante. Parecía incómoda.
Se movió violentamente en su cama. El corazón
se me heló, y me quedé parado, casi sin respirar por un instante que
juraría que duró un siglo. Afortunadamente, volvió a ser presa de
un sueño más amable. A lo lejos, los ladridos de perros juguetones,
me empujaban a que me diera prisa en mi arriesgado cometido.
Con gran satisfacción, cuando cogí el cofre entre
mis manos, comprobé que no pesaba tanto. Quizá las argollas tuvieron
un uso pasado que ahora no era necesario explotarlo. Refrené mis crecientes
ansias de alegría, y salí de la tienda lo más rápido posible con el
deseado botín entre mis brazos.
Quise dejarle una muestra de dinero, pero me
pareció una idea tan vaga y engañosa, que no lo hice. ¿Cómo sabría
que el pago era por el cofre? Asimismo, corría el riesgo de caer en
la sombra de la sospecha, pues yo fui el único que se acercó y mantuvo
un vivo interés por él. A no ser, claro, que ya se hubiera interesado
otra persona. Pero eran simples y relampagueantes hipótesis que cavilaba
por el miedo a ser descubierto. Además del consciente robo que estaba
cometiendo.
Cuando salí, la figura de alguien a lo lejos
me sorprendió. Y mantuvo mi corazón en vilo durante los segundos que
duró mi apresurada carrera, sin contar la ola de insultos en otro
idioma, y el sonido, de aparatosos objetos rompiéndose en el interior
del tipi de mi fugaz, pero eficaz hurto.
Dentro de mi casa, y con el ánimo y la sangre
más calmada en mis venas, me senté en una silla, dejando el cofre
encima de la mesa. El sueño quería dejarme estático, aunque no le
dejé que hiciera de las suyas: lo combatí tomándome un café bien cargado.
Necesitaba un receso de unos minutos. Meditabundo, dejé que mi mente
hiciera balance por unos momentos de libertad en su pensamiento.
Con la taza en la mesa, y la vista en el cofre,
di fe de que era un auténtico estúpido. El cofre tenía un cerrojo
que era de un especial grosor, y a menos que fuera con una cizalla
potente, no tendría ningún resultado. Sin embargo, me decidí a intentarlo.
No había hecho el viaje para nada. Y menos aún cuando las calles estarían
recorridas con los vientos de la ira en mi busca.
En un aparatoso cuchitril, transformado por mi
gran imaginación del interior de una de las habitaciones, estreché
entre mis manos todo lo que me podía ser de utilidad: martillos, serruchos,
tijeras de podar… La verdad es que me embargó un optimismo renovado,
como un chiquillo pequeño. No sé si realmente quería engañarme a mí
mismo, o si es que mi cerebro pretendía abrir el cofre a toda costa.
A pesar de que, pensándolo bien, tal vez mi desbordada
imaginación me jugaba malas pasadas; porque si era algo tan valioso
lo que ocultaba, ¿por qué dejarlo a la vista?... De todos modos, la
teoría que me quería echar atrás cayó por su propio peso, porque nada
más ver la orfebrería y el tamaño del candado, además del recuerdo
de sus ojos inundados de un frustrado temor, me empujaron a seguir
la decisión de abrirlo.
Con el martillo, y los serruchos no logré hacer
nada: solamente un gran ruido que atrajo los golpes de los vecinos,
y las quejas de otros. Pero no iba a parar, ya no tenía miedo, sólo
necesitaba calmar la bravuconada fantasía de mi mente, que daba forma
a cientos de cosas, candidatas a estar en el cofre.
No hubo forma. Nada. Mi ira creció dentro de
mí de una magnitud y virulencia, que le di una patada a la mesa, cayendo
el cofre por su extremo como si fuera camino de un inexorable precipicio.
Derramando la taza de café por el suelo, y haciendo añicos el contorno
de la taza. Del café, vertido bruscamente contra el pavimento, todavía
salían líneas de vapor, asemejándose a un hálito vital.
—¡Oye! ¡Qué algunos intentamos dormir! —se quejó
el vecino de al lado—. Como sigas haciendo ruido llamo a la policía…
¡Cabronazo! —apostilló.
Eso era justo lo que necesitaba; el bálsamo a
mis nervios que me obligó a actuar con más prudencia. Caminé hasta
el otro lado de la recostada mesa, y mis ojos se abrieron dilatados,
debido a un síndrome de una grata e inesperada sorpresa. En la base
del cofre, pegado con una tira adhesiva transparente, estaba prisionera
una llave.
No podía creerlo. El ver que ahora, después de
tanto esfuerzo invertido y de que, además, era capaz de abrirlo, me
contuvo la respiración. Suponiendo que fuera la llave adecuada, claro,
y suponiendo… ¡qué sé yo! No podía perder más tiempo.
Coloqué la mesa tal y como estaba en un principio.
La mancha de café oscureció irremediablemente el pavimento, como un
mudo testigo.
Puse el baúl encima de la mesa con una delicadeza
brutal, habiendo cogido previamente la llave de la base del cofre.
Sin motivo alguno, el amuleto de mi cuello me impedía respirar bien:
me lo quité. Tal vez estaba demasiado nervioso para no tener nada
que me rozara la piel en ese momento.
Con la mano sudada, y los ojos fijos en la oquedad
oscura de la cerradura, inserté la llave y cómo era de esperar, encajaba
perfectamente. Toda la curiosidad que tenía iba a ser satisfecha en
segundos, y el tiempo se había detenido a mi favor, regalándome el
silencio nocturno, ante un gradual desconcierto y prudente temor.
Al abrirlo, una espesa oscuridad recelaba de
mostrar sus dominios, y cuando encendí la luz del interruptor, mi
duda no se borraba. Dos objetos descansaban en su final: una máscara
y un papiro.
La máscara, de una madera y formas que no me
atrevería a describir, me causó una zozobra e incomodidad que no logré
calmar en minutos; como tampoco logré apartar mi mirada de sus atentos
ojales. Daba la impresión de que tenía vida propia. ¡Que me miraba!...,
estudiándome. Con esa forma de piel demoníaca…, oscura, vacía de vida.
Con una mayor calma, me dispuse a coger el papiro.
Estaba escrito en un idioma que no entendía, y su caligrafía estaba
construida en una mezcla de símbolos profanos para mi entender, lo
que me reprimió el moderado pero irrefrenable afán que tenía de comprender
esa rara máscara. Porque seguro que el papiro encerraba una explicación:
no tenía dudas. Al final del mismo, como rúbrica macabra: el sello
de la huella dactilar de un dedo manchado de sangre.
Todo era demasiado confuso y peligroso como para
seguir adelante. Mi antiguo carácter volvió a mí, y quise cerrar el
cofre metiendo el papiro en su interior. Pero, para mi asombro, unas
ganas terribles por poseer la máscara, dominadas por una fuerza desconocida
en mi interior, atraparon mi razón y mis oídos. Y esa misma exigencia
que me controlaba, y que no era capaz de gobernar con todas mis fuerzas,
me hicieron ponérmela. Circunscribiendo su oscuro contorno, a la gris
luz de sus ojos, y su boca. Transformando mi visión del mundo.
Cuando noté el contacto en mi piel de su material,
vino a mi memoria instantáneamente la imagen de un entierro. Y no
tenía la certeza de por qué, pero era un entierro bosquimano…, y lo
que era peor: la mujer que estaba siendo enterrada, dentro de un círculo
de personas de su tribu era la mujer de color que me vendió el amuleto.
¡No pude soportarlo más! Cada una de sus caras
estaban desencajadas; y el conjunto de la atribulada visión, inconexo
para mí, que lo contemplaba como un mero espectador, me hizo abandonar
precipitadamente la escena. Me quería quitar la máscara al precio
que fuera. Y digo quería, porque no pude. Estaba pegada a mí como
una prominencia de mi rostro. La última imagen de la mujer enterrada,
entrando en el sopor universal, me sacó apresuradamente del trance.
Después de escuchar una danza inquietante por parte de una recóndita
tribu a la que seguramente pertenecía.
Su cara estaba contraída por el tiempo, y los
ojos, hundidos en las cuencas, atestiguaban un entierro que guardaba
un estrecho secreto. Además de su lengua, que era un trozo de carne
rosado, devorado por las llagas y huevos de moscas. El resto del cuerpo,
estaba relegado a un esqueleto, con la piel succionada que marcaba
el contorno de sus huesos. Era imposible que fuera ella: me negaba
a creerlo. La tierra la tapaba, empezando por la cara. Decenas de
máscaras, danzaban, movidas por la ilusión de un ritual escatológico.
El mundo cambiaba de color al verlo a través
de la máscara, podía sentir la muerte cerca, y una constelación de
oscuridad, se cernía sobre mí. Fantasmas del pasado venían en mi busca,
y para pesar mío: no tenían buenas intenciones. No me lo pensé ni
un segundo más: se la devolvería a la mujer del tipi.
Comencé una frenética salida de mi casa. Perseguido
por espectros de otro mundo ignoto. No paraban de amenazarme con su
presencia, aunque por una desconocida causa, no me atacaban: sólo
me conminaban a correr. Impulsados por mi presencia.
De vuelta en la calle, y a la luz del día, sin
ninguna clase de reparo ni temor, excepto el de mantener mi propia
vida, me fui al puesto. No estaba la mujer…, eso me encogió el corazón:
pero no tenía tiempo que perder, los enanos seres ávidos de mi sangre
venían a mí encuentro, y extendían las manos para atraparme en un
abrazo mortal. Ahora entendí que era un verdadero idiota, y un curioso
sin remedio: me había metido yo mismo, sin ninguna necesidad, en graves
problemas; y el amuleto, que tal vez me ayudaría, yacía en el suelo
de mi piso. Pero no iba a volver, necesitaba devolverle la máscara
a su dueña. Apreciaba que me desmayaría en cualquier momento. Y me
sentía sin fuerzas para desandar mis acelerados pasos.
Entré dentro del tipi, y la busqué con la mirada.
Una figura enjuta, y con su propia piel, ahora desprendida de sus
huesos, se arrebujaba. Me clavaba la mirada, vacía, sin rastro de
algún vigor humano: sus ojos mantenían el mismo brillo que cuando
la tierra de su lecho de muerte se cernía sobre su cabeza. Retrocedí,
pero no por mucho tiempo. Al abrir sus labios agrietados, y con pústulas
de gangrena en su índiga lengua me ordenó: «Devuélveme la máscara».
La realidad superaba la ficción, y esa mujer,
avanzaba hacia mí, decidida a quitármela. Intenté pedir auxilio, pero
mi lengua no me respondía y no tenía aire para insuflar una nota de
auxilio.
El miedo me hizo echar raíces en el suelo. No
podía moverme, y la mujer que fue tan amable en un principio me susurró
al oído: «A veces la curiosidad puede matarnos. Hay una leyenda entre
los bosquimanos, que dice, que el portador de la máscara esquivará
a la muerte, pero sólo puede ser cada cierto tiempo. Hay que alimentar
a la muerte con una frecuencia precisa. El portador, será perseguido
por los espíritus de sus antiguas víctimas, que le perseguirán para
siempre. Como testigos mudos. Hay que protegerse de ellos dándoles
un amuleto. El amuleto del tigre. Y los pactos con la parca no se
pueden romper. Están hechos con sangre».
El temor me recorrió desde la planta de los pies
hasta la cabeza, como cientos de hormigas. La mujer, ahora transformada
en la viva imagen de una muerta, me arrancó la máscara de la cara
bajo un aberrante chillido que no logré sonorizar. Fui otra víctima
más, y con un cuchillo me despedazó en el interior de la tienda. Con
total intimidad, escondió mi cuerpo en varias alforjas para el grano.
Seguramente, para plantarlo en su tierra natal, o quién sabe si para
esconderme en cualquier otro sitio. Unos polvos blanquecinos limpiaron
la sangre que pintaba a brochazos el interior del tipi. Era auténtica
magia. Y para mi confusión y frustración, vi alrededor de mí, más
víctimas suyas, que no eran otros que mis perseguidores, que ahora,
me increpaban con la mirada.
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Juan
Herrón González
es un autor
madrileño. Mantiene los blogs:
http://cinedeterrorculto.blogspot.com/ y http://podolsky.blog.com.es/
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Ilustración relato:
Masque,
By tangi bertin from
Rennes, France (Masque Uploaded by Paris 17) [CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)],
via Wikimedia Commons.
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