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Miel
___________________
Blanca del Cerro


La lluvia era un torrente casi impenetrable. Parecía que el cielo se hubiera abierto en una catarata caliente de sombras, temblores y agua, mucha agua. La tarde se había transformado en un silencio insistente de gotas similares a puños que no cesaban de amenazar al mundo en actitud beligerante, mientras la oscuridad agarraba con sus dedos afilados los bordes del camino.

Santiago apenas veía. Los limpiaparabrisas barrían agónicos el cristal, mas nada podían contra la marea que el cielo enviaba hacia la tierra.

Los árboles, las ramas y las hojas se desdibujaban cuando los faros de la camioneta chocaban contra el silencio de las sombras. La camioneta gris, un poco vieja, un poco gastada, avanzaba lentamente hacia la granja, situada a unos dos kilómetros del pueblo, cuyo propietario era ahora Santiago.

Santiago había heredado de sus padres una pequeña granja, de nombre El Rincón, muy cercana a Naval de los Arroyos, donde había nacido, donde vivía en la actualidad y donde probablemente acabaría sus días. Sus padres murieron de una enfermedad incurable denominada vejez y fueron enterrados en el pequeño cementerio de la villa, uno junto a otro, en un abrazo callado, indiferente y silencioso, como sus propias vidas.

Se sabía de memoria aquella senda, todavía sin asfaltar, que conducía hasta su casa, pero las tinieblas y la lluvia horadando el atardecer convertían el entorno en un aullido incesante de misterios fantasmagóricos, como campanadas de vidrio taladrando la oscuridad, como espectros con sabor a viento helado, como fantasmas vestidos con sábanas transparentes de agua.

Santiago, tras la muerte de sus ancianos padres, había quedado solo al mando de El Rincón. Y allí continuaba y continuaría, con sus gallinas, sus vacas, sus terneros y su huerta, probablemente acompañado de Rosa, la pequeña Rosa, a quien acababa de pedir en matrimonio.

La luz había dejado de serlo y se había transformado en fogonazos de ceniza tibia.

Rosa, la profesora de la escuela, con sus ojos de almíbar y sus labios arrebolados en un borbotón de deseos silenciosos, le había arrebatado hasta el alma.

Santiago, al volante de su camioneta, sorteando los baches del camino y dando tumbos, continuaba avanzando lentamente. Con la mano izquierda limpiaba el vaho que empañaba el cristal mientras que con la derecha sujetaba el volante. Le quedaban por recorrer unos cientos de metros y, tras la última curva, llegaría por fin a casa. Tenía ganas de descansar, de pensar en todo lo que había sucedido, en la sonrisa sedienta de luna de su querida Rosa diciendo «sí» sin palabras, en lo que sucedería a partir de ese momento, en su próxima unión que tendría lugar en verano, en sus sueños formando cordilleras de ilusiones, en su vida que dejaría de ser solitaria.

Rosa, Rosa, Rosa, repetía, y su nombre se colaba suave por todos los poros de la piel, y le hacía cosquillas.

La última curva, la más pronunciada del camino, y a final, su hogar. La chimenea, el fuego, el reposo, el sueño.

Rosa bailaba en su mente una danza densa de arena y flores.

Y al salir de la curva, una sombra. Una sombra negra e informe. Una sombra salida de nadie sabía dónde. Su corazón empezó a cabalgar, sus ojos se extendieron aterrorizados, sus labios se abrieron formando un aro de terror. Santiago reaccionó de inmediato y gritó bruscamente el volante a la izquierda. Sintió un golpe en el parachoques delantero. La camioneta derrapó y las ruedas quedaron clavadas en el barro del camino. En ese momento no supo si aquel sonido aterrador que agrietaba el espacio eran las gotas de lluvia desbaratando el aire o los latidos de su propio corazón.

Había atropellado a alguien. Alguien había surgido de la oscuridad. Alguien se encontraba tendido en el suelo. Y él había sido el culpable. No lo había visto, con la negrura, con la lluvia, no lo había visto…

Bajó de la camioneta como un relámpago de incertidumbres e interrogantes.

Ante él, tumbado a diez centímetros de las ruedas delanteras, yacía un pequeño cervatillo, con los ojos abiertos y aterrorizados, que gemía sin cesar y se movía de un lado a otro ante la imposibilidad levantarse. Tenía una pata herida a causa del impacto.

Santiago comprendió en un instante lo que había sucedido. Se agachó y, sin prestar atención al torrente que taladraba ambos cuerpos, acarició al animal, tocó su pata herida y pensó en cómo actuar.

—Lo siento, pequeño —dijo—, lo siento. Estabas ahí parado y no te he visto. ¿Qué hacías tú ahí en medio, debajo de este infierno de agua?

Sin pensárselo dos veces, levantó al cervatillo en sus brazos, abrió el portón trasero de la camioneta, acomodó como pudo al animal en el interior, entre los múltiples cachivaches allí desperdigados, se puso al volante, dio media vuelta y emprendió el camino de vuelta hacia Naval de los Arroyos.

Santiago no pudo percibir el rayo de dos ojos muy oscuros que seguían sus movimientos en la espesura. Tampoco pudo apreciar que esos ojos ribeteados de niebla encerraban una profunda tristeza.

Una vez en el pueblo, al que llegó entre tumbos, saltos y cataratas de agua, se dirigió hacia la casa de Martín, el veterinario. Aparcó, bajó del coche, salió como una exhalación y llamó a la puerta.

Martín, un hombre joven, pelirrojo y muy delgado, como si estuviera fabricado de estrías, quedó asombrado ante la extraña visita.

—Vaya, Santiago, ¿qué te traer por aquí? —saludó amistosamente—. Pasa, pasa, que estás empapado.

—No puedo, Martín. Verás…

Y Santiago explicó a su amigo todo lo que había sucedido, mientras se dirigían hacia la camioneta, ahora protegidos bajo un paraguas. Abrió el portón trasero del vehículo, Martín sonrió con dulzura ante la visión de aquella bolita tierna que tenía delante, examinó al cervatillo y juntos lo introdujeron en la casa, donde el veterinario tenía sus utensilios de trabajo.

—No es nada grave, sólo una herida superficial —afirmó Martín tras curar la pata del cervatillo—. Pero no podrá andar hasta dentro de unos días. Ha sido una suerte que pudieras frenar a tiempo.

Santiago contempló al animalito, tan pequeño —calculó que debía tener tan sólo quince o veinte días—, ahora dormido bajo los efectos de un calmante, y tan rubio, con su pelaje suave de color trigo seco, y pensó que parecía un tarrito de miel.

—Te llamaré Miel —dijo mientras le acariciaba la cabeza—. Y estarás conmigo hasta que puedas caminar de nuevo. Yo te cuidaré. Es lo menos que puedo hacer por ti.

Santiago agradeció a Martín su ayuda, colocó a Miel en la parte trasera de la camioneta, y lentamente emprendió el camino de vuelta a su hogar.

La lluvia continuó su sinfonía de rugidos y espasmos hasta el amanecer.

Transcurrieron los días, tan iguales y tan distintos, durante los cuales Santiago combinó sus tareas en El Rincón con el cuidado del pequeño cervatillo. Rosa, vestida de soles luminosos, acudió a la granja el sábado por la tarde. Y conoció a Miel. Y Miel lamió sus manos blancas a modo de aceptación. El terror había desaparecido de sus ojos oscuros porque todo eran caricias y sonrisas a su alrededor, y las caricias y las sonrisas ahuyentan el miedo.

Rosa y Santiago iniciaron los preparativos de su próximo matrimonio, ceremonia que tendría lugar en la iglesia del pueblo y sería oficiada por Don Jacinto, el cura, y a la que asistiría la totalidad de los habitantes del lugar.

Rosa y Santiago se sintieron transportados a un mundo de sortilegios y sueños en el que sólo tenían cabida ellos dos. Solos. Y Miel a su lado, al que cuidaban como si fuera su propio hijo.

Y llegó el día en que Miel se levantó. Y llegó el día en que Miel pudo andar. Caminó por el patio, a pasitos lentos, olisqueó la tierra, investigó el entorno, un poco temeroso, como si estuviera preguntándose en qué consistía todo aquello tan diferente a su bosque. Y Santiago lo contempló con una sonrisa muy amplia que casi abarcaba el mundo. Y allí continuó unos días, hasta que la pata sanó por completo. Y fue entonces cuando Santiago decidió que había llegado el momento de que el animal retornara a su vida y a su entorno de gritos verdes y sin hombres alrededor. Se acuclilló ante él y empezó a hablar a la vez que le acariciaba la cabeza.

—Nos tienes que dejar, pequeño, porque debes volver con tu madre, que te estará esperando. Comprende que ella te echará de menos. No sabes cuánto lo siento, pero cada cual ha de estar es su casa, con los suyos, y tu casa no está aquí sino en otro lugar. Así es y así debe ser —se miraron a los ojos—. Quiero que sepas que siempre te llevaré aquí dentro —se tocó el corazón— y que nunca te olvidaré.

Y Miel lamió suavemente la mano de Santiago.

Juntos emprendieron el camino hasta la curva en la que se había producido el accidente, a unos escasos cien metros de El Rincón. Una vez allí, el joven condujo al cervatillo al interior del bosque.

—Ha llegado la hora de despedirnos —dijo con palabras embadurnadas de tristeza—. Aquí te quedas tú —sus miradas se cruzaron—. Espero que seas feliz.

Y guardándose una lágrima en un pliegue oculto de su corazón, Santiago dio media vuelta y se alejó, por lo que no pudo percibir el rayo de dos ojos muy oscuros que vigilaban entre la espesura y tampoco pudo apreciar que esos ojos ribeteados de niebla encerraban una inmensa alegría.

Se separaron con el alma partida en cachos diminutos.

A finales de verano, en un mes de septiembre engalanado de hojas amarillas y árboles a medio deshojar, Rosa y Santiago celebraron sus esponsales en la pequeña iglesia de Naval de los Arroyos y, tras una luna de miel de quince días de duración, se aposentaron en El Rincón, iniciando así su vida en común cargados de sueños, ilusiones y esperanzas.

Y los años inmisericordes fueron marcando sus vidas de silencios y aleluyas.

La unión de la feliz pareja fue bendecida de inmediato con el nacimiento del pequeño Martín, nombre que le fue impuesto en honor al veterinario, que actuó como padrino del niño. Rosa continuó trabajando en la escuela y Santiago siguió desempeñando sus labores en El Rincón. Tres años después nació Rosita. La madre afirmó entonces que todas sus hijas llevarían nombre de flor porque deseaba que su existencia se asemejara a un jardín. Dos años más tarde vino al mundo otra niña, a la que bautizaron con el nombre de Azucena.

La vida de Rosa y Santiago era un nido de sonrisas y un arsenal de sueños. En ese momento estaban esperando su cuarto hijo, que sería un niño.

Aquella tarde a punto de expirar se acurrucaba lentamente entre las aristas del cielo. Rosa volvió del mercado con sus tres hijos, a los que dejó jugando en el patio, como hacía todos los días, mientras ella sacaba las bolsas del coche, colocaba la compra, arreglaba la casa y preparaba la cena. Santiago se había quedado en la taberna, jugando una partida de dominó con sus amigos. La luz se iba despidiendo del mundo formando un sortilegio de sombras anaranjadas.

Hacia las ocho y media, Santiago volvió a su hogar montado en su flamante camioneta, ahora de color azul, comprada hacía algunos años en sustitución de la ya vieja y desgastada camioneta gris de otras épocas. Le extrañó que estuviera abierta la puerta de la cancela que daba paso al patio. Entró, aparcó en un lateral y bajó del vehículo. Sus hijos Martín y Rosita se acercaron a darle un beso.

—¿Y Azucena? —preguntó.

Los niños no supieron decir dónde se encontraba su hermana pequeña, pero dieron por supuesto que estaría con su madre.

Santiago entró en la casa, dio un beso a su mujer y buscó a Azucena, que acababa de cumplir cuatro años. La niña tampoco estaba en el interior.

—Los he dejado a los tres en el patio, como hago siempre —explicó Rosa un poco asustada.

Rosa y Santiago se miraron con los ojos que encierran el terror de una posible tragedia.

—Estará en el huerto —dijo Martín.

Y allí se dirigieron. Pero Azucena no se encontraba en el huerto, ni en el patio, ni en las habitaciones, ni en los baños, ni en el pajar, ni en el cobertizo, ni en ningún lugar de la granja.

Santiago se encaró con su hijo mayor.

—Tú eres el responsable de tus hermanas, que son pequeñas. ¿Dónde ha ido Azucena? ¿Dónde?

—Papá —respondió el niño al borde de las lágrimas—, no sé, estábamos los tres aquí jugando y de repente… ya no estaba, no la he visto marcharse, no sé adónde ha ido…

—¿Pero se ha marchado?

—No sé…

Santiago pensó entonces en la puerta de la cancela abierta.

Angustiados, con un borbotón de terror caliente recorriéndoles el cuerpo, iniciaron la búsqueda por los alrededores, por el bosque, por la montaña, entre árboles y matojos, bajo rocas y piedras, gritando el nombre de Azucena a los cuatro vientos.

Azucena no respondió. Un surtidor de lágrimas amargas hizo explosión en los ojos aterrorizados de los padres.

Tras una hora de búsqueda exhaustiva, Santiago decidió desplazarse al pueblo a comunicar la terrible noticia de la desaparición de su hija pequeña.

La totalidad de los habitantes de Naval de los Arroyos respondió al unísono a la llamada de socorro y, armados de palos y linternas, subieron hasta El Rincón y empezaron a peinar el campo y el bosque, entre gritos, llantos y soledades.

Azucena seguía sin responder.

La noche negra les saludó despacio, vertiendo una capa de sombras temblorosas sobre su pena.

Varias horas después, decidieron abandonar la búsqueda de momento, esperando tener más éxito por la mañana, a la luz del día.

Un manojo de dolor incoloro se aposentó en todos y cada uno de los rincones y esquinas de la granja aquella noche tibia en la que, sin que nadie llegara a percatarse, los capullos y las flores rendían homenaje a una primavera recién instaurada.

La búsqueda de la pequeña continuó durante todo el día siguiente. El nombre de Azucena reventó en las gargantas de los habitantes del pueblo. Hombres, mujeres y niños batieron la zona en medio de gritos y lágrimas, mientras la mañana se transformaba en tarde y la tarde en noche cerrada. Buscaron por todas partes, escudriñaron cada centímetro de la zona, investigaron, gritaron, quedaron agotados y exhaustos. Pero la niña no dio señales de vida.

La angustia se hizo dueña del viento apretándolo con sus garras hasta dejarlo mudo, y el aire sembró a su alrededor una especie de pasta viscosa y gris llamada tristeza que dejó impregnado hasta el último átomo de vida de aquel cachito de tierra.

Azucena seguía sin aparecer.

Desolados, tristes, cabizbajos, agotados tras aquella jornada de búsqueda infructuosa, los habitantes de Naval de los Arroyos retornaron a sus hogares. Llevaban en sus bocas el sabor amargo del fracaso. Al día siguiente continuarían batiendo la zona.

El Rincón había quedado encerrado en una campana invisible de pena negra.

Santiago, embrollado en un confuso sentimiento entre el agotamiento y la desesperación, preparó y sirvió la cena, recogió la mesa y acostó a los niños. Salió al exterior para abrir la cancela pensando que, en caso de que Azucena volviera, al menos pudiera encontrar la puerta abierta. Rosa hubiera sido incapaz de hacer nada. Su mujer, repentinamente transformada en una especie de espectro abrumado por las sombras, sólo sabía llorar. Le administró un calmante suave para que pudiera dormir, la acompañó a la cama y la acostó.

—Buenas noches, cariño —se despidió con una caricia—. Ya verás como mañana tenemos más suerte.

Cerró la puerta del dormitorio y, entrando en la cocina, se dispuso a fregar los cacharros.

Una vez finalizadas sus labores y ante la total seguridad de no poder conciliar el sueño, Santiago decidió sentarse en una silla, en el porche delantero de la casa, a contemplar la oscuridad y compartir su dolor con las estrellas.

La noche era un silencio negro plagado de grietas.

Así permaneció mucho tiempo, tal vez varias horas, pensando en la nada, preguntándose por qué, soñando con tener en sus brazos a su hija, maldiciendo al bosque y a la espesura, echando la culpa al silencio, buscando en su mente otros caminos que recorrer, trazando senderos imaginarios.

¿Dónde estás, hija? ¿Dónde estás?

Le había pasado por la cabeza la idea de un secuestro, la posibilidad de que algún desalmado hubiera raptado a la pequeña y pudiera llegar a hacerle daño, incluso a violarla o a matarla. Deseó apartar esos trágicos pensamientos, pero ahí estaban, machacando y machacando sin cesar su cerebro agotado. Se oían casos así. Niños desaparecidos y encontrados muertos. A veces ocurría, pero no, no era posible, no era posible. No, por favor, no, no hagáis nada a mi niña. Por favor…

Sólo se oía el chirrido aletargado de los grillos.

Y en medio de aquel silencio teñido de angustia, torturado por las macabras ideas que inundaban su mente, de repente, como si el aire hubiera quedado partido por un sonido distinto al resto de los sonidos, Santiago creyó percibir en la lejanía un suave ruido de pasos muy tenues.

—¡Azucena! —gritó.

Se levantó de la silla. Sus ojos se abrieron inmensos intentando horadar a golpes la oscuridad absoluta.

—¡Azucena!

Pasos. Era cierto. Sonido de pasos.

Quedó paralizado, sin ninguna posibilidad de movimiento. Sus ojos veían la nada completa.

Pasos que se acercaban.

Los segundos se derritieron formando un gigantesco polvorín de esperanza.

Como un fantasma desgajado, salió de su repentino estupor y empezó a caminar lentamente hacia las tinieblas.

Una sombra se perfiló ante él. Una sombra que se fue agrandando y agrandando y agrandando.

Una sombra.

No podía creer lo que estaba viendo. No podía creer lo que tenía delante. No era posible. Estaba soñando. La noche se había apoderado de su cuerpo y le estaba engañando.

A pocos pasos del lugar en el que se encontraba, surgiendo de un manojo de oscuridad completa, apareció la majestuosa figura de un enorme ciervo, de aspecto fantasmagórico y soberbio, con una espectacular cornamenta, en cuya grupa estaba sentada su hija Azucena.

El ciervo se aproximaba lento.

El tiempo, en unos instantes, quedó congelado y transformado únicamente en miradas. La mirada de Santiago al ciervo y a la pequeña, la mirada del ciervo a Santiago, la mirada de Azucena a su padre, la mirada de la noche a un hombre, a una niña y a un animal, todos ellos petrificados, convertidos en estalactitas y estalagmitas de sombras.

Santiago extendió los brazos, se acercó a su hija y la abrazó con ansias, desmontándola de la grupa del magnífico ejemplar, y así la mantuvo, muy apretada, a la vez que exclamaba:

—¡Azucena! ¡Hija mía! ¡Azucena!

—¡Papá! ¡Papá!

La niña tenía una herida en la frente.

—¡Papá! ¡Qué miedo he pasado!

El enorme ciervo permaneció quieto junto a ellos, acariciando con sus ojos oscuros las paredes de las tinieblas.

—¿Qué te ha pasado? ¿Estás herida?

—¡Papá! Me perdí en el bosque, y me caí, y creo que me desmayé.

—¿Pero estás bien? ¿Estás bien, cariño? —respondió Santiago comiéndosela a besos tiernos.

El inmenso ciervo, muy quieto, escuchaba y sonreía por dentro.

—Sí, papá, sí, me caí, y desperté luego, me puse a andar, y estuve andando y buscando el camino, pero no lo encontré, y lloré mucho, y de repente apareció él —señaló al ciervo—, y él me empujó con el morro hasta llegar a un arroyo, donde bebí, porque tenía mucha sed, y luego me escondí en una cueva, porque tenía miedo, y él estuvo conmigo, no se separó de mi lado, y me dormí, y después, cuando me desperté tenía mucha hambre, y encontré piñas y comí piñones, y no sabía qué hacer ni adónde ir, y después el ciervo se tumbó a mi lado y me empujó para que subiera encima de él, y luego me trajo hasta aquí. Él encontró el camino y nos hemos hecho amigos. Ha sido muy bueno.

Santiago besaba con ternura a su hija.

—Y ahora tengo mucha hambre, porque no he comido desde hace un montón.

—Ahora mismo vamos a casa y te curo, y comes algo.

La niña, ya más tranquila y calmada, estiró la mano y acarició con ella la cabeza del animal.

—Gracias, ciervo, gracias —dijo sonriente.

Y los tres se enredaron en una mirada tierna cargada de infinitos.

—No se llama ciervo —dijo Santiago contemplando con ternura a los dos seres que tenía delante—. Se llama Miel.

Azucena miró a su padre con sorpresa.

—¿Miel? ¡Vaya nombre! ¿Y tú por qué lo sabes?

—Es una larga historia que te contaré algún día.

—¿Algún día? ¿Por qué no me la cuentas ahora?

—Ahora voy a curarte y tienes que comer y dormir. Y vamos a despertar a mamá y a tus hermanos para decirles que ya has vuelto, porque estábamos muy tristes, ¿sabes?

Hombre y ciervo se llenaron el uno de los ojos del otro. Santiago abrazó a Miel con el brazo que le quedaba libre, y permanecieron así, muy quietos, muy juntos, piel contra piel, mientras le susurraba al oído:

—Gracias, Miel, gracias por existir, gracias por no haberme olvidado, gracias por traerme a mi hija, gracias por vivir. Gracias, gracias por todo.

Miel clavó sus ojos en el padre y la hija y lamió suavemente la mano de Santiago.

Parecían un grupo de estatuas petrificadas. Parecían silencios convertidos en carne. Parecían sueños transformados en sonrisas.

Una ráfaga de noche cubrió con su manto los cuerpos de aquellos tres seres y emitió su cántico de despedida. Miel levantó la cabeza, escuchó las notas de una sinfonía que se desperdigaba por el bosque, dio media vuelta y, seguido por las miradas de sus amigos, desapareció lentamente en la caverna de la oscuridad.



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BLANCA DEL CERRO (Madrid, 1951). Es Licenciada en traducción, interpretación y filología francesa por la Escuela San José de Cluny, de Madrid, dependiente de la Sorbona de París. Ha dedicado gran parte de su vida a la traducción, especialmente técnica, por lo que ha traducido multitud de artículos, folletos y especificaciones, además de 35 libros. Ha obtenido el Primer Premio de Relatos de la revista Genial y tanto el Primer y Tercer Premios de Relatos Cortos como el Primer Premio de Poesía de la Revista de Finanzauto. Ha publicado el libro Luna Blanca (Editorial Nuevos Escritores), y textos suyos han sido publicados en la Revista de Transportes, de Barcelona, en las revistas digitales Ariadna, Letralia, Narrativas y Almiar, y en el Taller de Escritura Pluma y Tintero (http://tallerdeescrituraplumaytintero.blogspot.com).
Su libro, aún inédito, Mi nombre es Aurora, fue uno de los diez finalistas del I Certamen de Novela Zayas (2008). Colabora en Radio Latina —para cuya página web escribe— y Radio Merlín (Madrid). Es miembro integrante del Grupo Literario El Parnaso.

Lee otros relatos de esta autora (en Margen Cero):
El futuro presidente · Las águilas

Ilustración relato: Photograph of Deer, See page for author [Public domain], via Wikimedia Commons.


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