En el río
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Pedro Lluch
El Dordoña
es un río denso y fragoso que se abre camino en mitad de Francia;
nace en el Macizo Central y discurre hacia el sudoeste hasta verterse
en el estuario que comparte con el Garona. Atraviesa comarcas muy
rurales, que parecen haberse quedado rezagadas en relación al progreso
del conjunto del país, parajes de belleza muy salvaje, y es un territorio
que, aunque apartado, está bien comunicado; este era el escenario
perfecto para aquello que me proponía: unas semanas de supervivencia,
o bien podríamos decir que un retiro itinerante, o una experiencia
de soledad y de comunión con la naturaleza, o bien podríamos llamarlo
simplemente un cambio radical de aires, o una fuga hacia delante,
o un irse al garete. Llámese como se quiera. El caso es que lo necesitaba
mucho.
El abogado de mi ex esposa instaba una renegociación
del convenio de separación y exigía que la pensión alimenticia del
niño se incrementara en un 50%. Mi patrón me había insinuado que las
productividades se estaban resintiendo con la recesión, y que la estructura
debía ser podada (¡eso mismo dijo!) antes del verano (en plata: que
tenía que echar al menos a tres de mis colaboradores). Mi mujer me
había abandonado después de seis años de amor (me refiero aquí a la
que amé después de la primera ex aludida antes) y eso me dolía. Me
sentía un fracasado en lo matrimonial, en la gestión del divorcio,
en lo laboral, en lo sentimental, me consideraba un mal padre y por
si fuera poco, acababa de recibir una llamada de mi procuradora anunciándome
que el juzgado ya había emitido la orden de ejecución de embargo de
mi piso y que por lo tanto me convertiría en breve en un hombre sin
techo, lo que en Francia denominan un SDF (Sin Domicilio Fijo).
Ese era el panorama. Y ni disponía de recursos
para solventar mis problemas financieros, ni de arrestos para pararle
los pies a mi ex, ni cojones para enfrentarme a mi jefe y defender
a mis compañeros y decirle a la cara que me daba asco tener que despedir
a fieles colaboradores que habían contribuido mucho y bien a la buena
marcha de la empresa durante la época de las vacas gordas (engrosando
de paso la riqueza familiar del jefe y de su hijo).
Y sin valentía para asumir mis responsabilidades
de padre, de divorciado, de jefe de adminstración, de amante despechado,
de insolvente crónico, presenté mi dimisión, encargué la liquidación
de todos mis bienes a mi abogado (para abonar en cuenta de mi señorísima
ex), pagué deudas menudas con el importe del finiquito y me gasté
los últimos cuartos en adquirir una buena mochila, pedí prestado un
saco de dormir, cogí un par de trenes que me llevaron al corazón de
la Doulce France, a un pueblito cuyo nombre no pretendo recordar,
desde donde inicié mi paseo que debía alargarse tanto como tardase
en alcanzar la desembocadura del río, en Burdeos. Y frente al océano
ya se vería qué iba yo a hacer conmigo.
Seguía, pues, el río: él me marcaba el camino.
Recorría el valle, comía en la campiña, hacía rodeos cuando en una
cima no muy apartada veía un castillo que tenía curiosidad por explorar,
y luego volvía a bajar hasta el valle, sesteaba de día si el calor
era excesivo, o me pasaba horas enteras sentado en un margen disfrutando
de la tarde morosa pintando de placidez las ondulantes colinas, con
sus vacas paciendo, repantingado a la sombra rizada de un roble, descalzo
para dar un respiro a mis pies, con una brizna de hierba en los labios,
ensoñadoramente creyéndome inserto en un paisaje pastoril como los
de Claude Lorrain, riéndome al considerar que en ese Peugeot que veía
circular por un camino podía estar la versión moderna de los dioses
olímpicos que él pintara. De noche buscaba pajares donde albergar
mi sueño o pedía una chambre en las fondas a pie de carretera,
o me sentaba unas horas en las plazuelas de las aldeas que cruzaba
si estaba muy cansado. Llenaba la cantimplora en la fuente, reponía
el viático, charlaba con los vecinos. Les contaba mis planes (Tout
juste continuer à pied, decía, con una fingida indiferencia).
Si llovía, me resguardaba de la temperie hasta que escampaba, y pasaba
las horas leyendo (sin prestar demasiada atención) una novela que
había encontrado en un vagón de tren y que llevaba en la mochila para
estos casos. Me aseaba en los lavabos públicos, y cuando me apetecía
me desnudaba y oreaba mi ropa y mi cuerpo en alguna solana cabe el
río, donde me zambullía si el sol estaba alto y calentaba suficientemente.
O simplemente me empeñaba en caminar, en caminar sin descanso, desde
el alba hasta la puesta del sol, con la vista clavada en el sendero,
las piernas entumecidas a las tres horas, a las seis horas… doce horas
llegué a hacer en los peores días en que mi mente se gripaba hasta
el chirrido, hasta el chillido de un llanto que hedía a celos, a desconcierto,
a miedos sin nombre, a deseos reprimidos, a violencias y desvaríos
(juergas espesas, malas caras sin objeto, palabras que mejor hubieran
quedado sin decir, silencios rencorosos otras veces…). Todo el batiburrillo
de un matrimonio y un divorcio mal dolido, más los años de fatua felicidad
que habían seguido, las inquietudes, los qué-dirán, los comentarios,
las soledades, las carcasas de vocaciones que habían quedado en las
cunetas como animales chafados por la velocidad del día a día, todo
el tedio hediondo de los días hipotecados… todo se me arremolinaba
encima y me pesaba a cada paso. Y caminaba sin descanso forzándolo,
castigándome el cuerpo, pretendiendo ser más veloz que mis cuitas,
que sin embargo, sin embargo no me dejaban, como inmisericordes Erinias,
siempre a mi sombra pegadas, cojoneras, susurrando una frase desafortunada
(dicho o escuchada), clavando el puñalito de los celos entre los dos
testículos, tironeándome el pelo con recuerdos (imágenes, olores,
calores, conjeturas, sospechas) que me partían el alma.
Rendido, a veces me desmoronaba. Lloraba en silencio,
a veces tirado en un prado, a veces simplemente caminando a un ritmo
más lento, y después, cuando me calmaba, buscaba cómo allegarme al
río para limpiar en él mi malestar y refrescar el sofoco de tanto
pasado mal digerido.
Fue durante una de estas pausas al borde del
río que pasó lo que me ocurrió, lo que me ha llevado a tomar la pluma
(arrastrado, empujado, impelido… no sé bien cómo: el caso es que reventaría
si no lo cuento, y por lo demás, he de admitir que escribir (recordar,
ordenar, rememorar, nombrar, completar…) lo que ocurrió me llena de
gozo.
Llevaba doce días caminando. Seguía acosado por
mis fantasmas internos. El día antes, en un bistrot, entristecido
y desalentado, me había rendido a la evidencia (ya no recuerdo a cuál),
y pedí una copita de absenta, que fue la primera de varias. Sé que
al final monté tanta escandalera que acabaron echándome del bar con
un par de empujones y, para que me callara, me pusieron en las manos
la botella del licor verde, que aún tenía un culín. En realidad recuerdo
poco. Sólo sé que por la mañana me desperté abrazado a la botella,
en un cobertizo a las afueras del pueblo. Y con resaca me eché al
camino tras guardar el licor en la mochila. Y caminé con esta cerril
determinación que durante doce días había hecho de mí un hombre huraño,
desaseado, acemilar, un primate sin afeitar, un vagabundo, un peregrino
sin fe ni santuario de destino. Y me decía: No te dejes vencer por
el desánimo, chico. Y canturreaba. Jusqu’à Bordeaux, nach Bordeaux,
hasta Burdeos, fins als Bordells!!
Y me acerqué al río. Quería echarme un rato.
El Dordoña es un gran río, quizás menor que el Garona, pero desde
luego imponente para cualquier mediterráneo como yo acostumbrado a
meras rieras que sólo en otoño se desmadran durante una tarde. Su
bosque denso de ribera, selvático, ofrecía escasos playones de grava,
y no siempre era fácil entrar en el agua, y a menudo peligroso por
las corrientes. Así que cuando descubrí un arroyo que desembocaba
en él, me dije que sería más cómodo buscar un sitio agradable junto
al afluente, mucho menos caudaloso y mucho más manso.
En efecto, a la sombra de unos sauces y junto
a un salto de agua, descargué la mochila, me alejé un poco breña adentro
para descabalgar un zurullo lustroso a sotavento de mi herbazal, ¡ah,
qué a gusto! y me dispuse a pasar la tarde sesteando el rato que fuera
necesario. No hay mejor siesta que la que se rinde a la sombra salicílica
de una ribera umbrosa junto a un cauce de agua corriente, remedio
seguro contra los estragos de la resaca desde tiempos inmemoriales.
Antes de cerrar los ojos vacié de un trago los
dos dedos (quizás eran tres, visto lo que pasó) de absenta que tintineaban
en la mochila. No quería volver a oír su gorgoteo continuo al caminar,
brlurp blourp, que durante la mañana me había molestado bastante.
Me descalcé, me desnudé, me estiré, me dormí.
Abrí los ojos y la vi. Tuve la intuición de que
llevaba rato esperando ahí, en el agua, delante de mí, esperando que
abriese los ojos.
Morena, desnuda, me miraba sonriente. Con el
agua hasta las rodillas, con el agua salpicándola, ella me ha estado
mirando dormir, con los pechos desnudos, la mirada franca, las manos
extendidas (las puntas de los dedos metidas en el agua), el pelo recogido,
los pechos enhiestos…
No me asusto. Ella tampoco.
Me incorporo, me apoyo en la mochila, la miro.
Ella tampoco parece alterada por mi presencia. Sí, simplemente estaba
esperando que me despertase.
Vous n’avez pas froid? le digo al cabo
de un momento de mirarnos. No, me contesta, no tengo frío. Pero da
un paso hacia mí, cuidadosamente colocando un pie y luego el otro
sobre los cantos del riachuelo. Me apresuro a sacar de la mochila
mi manta y la extiendo delante de mí, y con un gesto caballeroso de
la mano (un tanto brumoso e indefinido) la invito a sentarse en ella
a mi lado. Al salir del remanso, en efecto, se agacha a mi lado y
se sienta sobre sus piernas plegadas. Por un segundo vislumbro el
vellón de su sexo y siento el aguijonazo de algo que, de buenas a
primeras, no reconozco.
Me sorprende que ninguno de los dos estemos intimidados.
Nos miramos. Y estamos un buen rato callados, sentados, escuchando
el borboteo del pequeño salto del agua, mirando el curso del arroyo
que dibuja sin cesar, delante de nosotros, espumas que diríase nos
empeñamos en descifrar, pues en ellas fijamos la atención, y en ellas,
tal vez, leemos la magia del encuentro.
Voulez-vous parler?
Sí, supongo que sí. Supongo que precisamente
es hablar lo que necesito. Llevo demasiados días callado. Y me lanzo
a ello. Y le hablo de tantos fantasmas que me atormentan. Y ella me
escucha. Menciono a las Erinias, menciono el desasosiego, los terrores,
el insomnio del corazón que me corroe, elaboro los detalles de mis
sospechas, ilustro con crudeza los detalles de mis adulterios (propios
y ajenos, activos y pasivos, boxers y tangas, gratis y tasados),
y cuando rompo en hipos mi discurso, ella me abraza y me deja reposar
en su regazo, y me acompaña en silencio y espera me calme para seguir
escuchando mis penas.
La sirena no habla mucho: asiente, pregunta discretamente
algún detalle que queda confuso (eran de confusión mis días, ¿sabes?
Y vuelve a asentir, Ne vous inquiétez pas, je suis le fil, plus
ou moins) y la sirena deviene Ariadna y me adentro con ella en
el laberinto, le enseño las diferentes estancias, aquella casa, aquella
hilera de manzanos donde hacíamos el amor en las sobremesas, aquellos
días de playa, los bares de nuestro noviazgo, aquella pecera en la
sala de urgencias pediátricas de una infección de vías urinarias a
los tres meses de nacer el niño, aquella sala de música donde sonaba
Aarvo Part cuando murió mi madre, aquellas bañeras donde se metía
ella para acicalarse antes de irse a ver al otro, aquellos cafés en
los que se encontraba (la otra) con el otro otro, aquellos polvos
en las cunetas oscuras, laberintos de deseos confusos, aquellos coitos
desnortados, ebrios de vodka hasta el moño, cuando ya había estallado
todo, Ariadna, Ariadna, ¿sabes tú lo que era eso? saber que en mi
cama estaba la mujer que creía amar con su sexo preñado de placeres
que otro le ha dado, ¿lo sabes?, y frente a las fauces voraces, frente
a los falos tiesos del Minotauro me plantaba, tomando su mano, la
tuya, Ariadna, la tuya que me da fuerzas, y avanzo, y alzo mi polla
también, y tú la sostienes también, henchida espada, no menos vigorosa
y grande que la del monstruo de recia cerviz, voraz Minotauro, dama
de agua, niña de agua, abrázame, me acerco al monstruo sintiendo a
mis espaldas tu presencia, me infundes fuerza, niña de agua, y me
acompañas, te mueves conmigo, me acaricias, me haces crecer el deseo
y la carne y la vida. Nos besamos, recorro tu cuerpo, mis dedos con
los tuyos juegan, Ariadna, ninfa, náyade, mujer que no sé de dónde
has salido, que estás ahí, flotando como floto yo, nebulosa criatura,
y tus amigas, blancas también, confusión de miembros, tirando de mí,
llevándome lejos, arrastrándome, a risas, la lujuria de miradas torvas,
con blanda embriaguez que remolonea y se complace explorando la libertad,
la curiosidad, el placer… Acabamos los cuatro en el agua, y luego
entrasteis bajo la cortina de agua del salto del agua y, ninfas, desaparecisteis.
Quedé en la riba, tendido sobre los musgos y las hierbas, perdida
la mirada en los aleteos plateados de las ramas de los sauces encima
de mí, y seguí durmiendo, ahíto de vuestros placeres, satisfecho,
vaporoso aún, extraviado en la esmeralda bruma del absenta y del cansancio.
Pasé la noche junto al arroyo, tratando de deslindar
lo ocurrido de lo recordado. No lo logré. Sentía mi cuerpo aliviado,
gozoso. En mi piel perduraba el placer de las caricias, la suavidad
de su intimidad, la alegría de esas bocas golosas que me devoraron
el sexo tras salir corriendo del centro del Laberinto, y sin embargo
un velo, una inseguridad en el recuerdo, en la percepción, me impedía
estar seguro de nada. Me adormilé, me sumí en insomnios pegajosos,
oía el ruido del agua declarando una y otra vez el mensaje que me
habías transmitido, niña de agua, y que no lograba entender, o recordar.
Antes del alba retomé la senda y el camino. Y
seguí recorriendo el valle, y crucé viñedos, y volví a dormir al raso,
y volví a sentirme vivo y liviano, y más tarde, cuando llegué al estuario
de la Gironda, días después, oliendo el relente de la mar océana y
oyendo a las gaviotas rasgando la neblina con su croar sobre los tinglados
del puerto, recorriendo las cours de la capital bordelesa,
pisando la arena (dos días después) de una playa abierta al horizonte,
entonces vi el deseo, la belleza de tu cuerpo en otros cuerpos repetido,
esas curvas, esos senos, hombros, la calidez de tu aroma de alheña,
la bendición de tu vientre acogedor, de tu risa, el rugido de tu orgasmo
y la felicidad de tantas ninfas que velan por mí.
Vi, desde la playa, lo que me pareció ser un
delfín saltando sobre las olas. Luego la mar, la mer, toujours
recommencée. Estuve muchas horas mirándola.
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PEDRO LLUCH
(Barcelona, 1969). Publica regularmente en su blog personal MiedosLibres
(http://miedoslibres.blogspot.com/) y colabora semanalmente con
una edición local del diario La mañana, de Lleida (en catalán).
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Contactar con el autor: plumalba [at] gmail.com
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Ilustración relato:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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