La sonrisa de Selene

relato por Óscar Bartolomé Poy

«En la noche dichosa
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía».

Noche oscura del alma (San Juan de la Cruz)


Selene miraba desde lo alto de su atalaya envuelta en un manto de estrellas. La vigía impenitente esbozaba una alargada sonrisa que dejaba al descubierto su plácido regocijo por haber destronado, siquiera por un breve lapso de tiempo, al refulgente Febo. En su lechosa desnudez, la Reina de la Noche rielaba sobre las serenas aguas del lago Wannsee, creando una sombra undosa que zigzagueaba hasta perderse más allá de la línea del horizonte. Su pálido reflejo cobraba la forma de un camino trazado a tiza y desvaído por el paso del tiempo y los pliegues de la inestable materia. Una niebla densa y húmeda se alzaba de las aguas y tamizaba el bosque dotándolo de una impronta feérica. A orillas del lago, como un espectro errabundo o un animal nictálope, una figura de contornos difusos se perdía en el omnímodo abrazo de la bruma.

Los heraldos de la noche componían sus odas a la belleza del crepúsculo ululando al socaire de las frondosas copas de los álamos. Encaramadas sobre las ramas con un porte aristocrático, las lechuzas aguzaban la vista al tiempo que afilaban su instinto depredador. El frío cortante del Bóreas agitaba el follaje con violencia y producía un temblor incontrolable en el sujeto que se disipaba en la calígine.

Endimión tiritaba y se encogía. La humedad se calaba en sus huesos y entumecía sus miembros. Casi no podía moverse. Con las manos metidas en los bolsillos de la gabardina y la cerviz doblada, estaba como petrificado. En su rigidez podía pasar por un árbol más de entre los muchos que allí había. De cuando en cuando sacaba las manos y se las frotaba junto a la boca en un fútil intento de entrar en calor. El vaho que exhalaba en tales momentos empañaba los cristales de sus gafas y le privaba de la visión. Tras los lentes, sus ojos zarcos estaban nublados, aunque no tanto como su conciencia.

Lo que le había llevado hasta allí a esas horas de la noche era un pertinaz deseo de poner fin a su vida, mas ahora que se hallaba en el lugar señalado no se le ocurría la forma de hacerlo. En su ingenuidad había pensado que suicidarse era algo sencillo, que bastaba con proponérselo y ejecutarlo, del mismo modo que se estira el brazo con intención de coger una manzana para, acto seguido, hincarle el diente; pero esa manzana estaba tan fuera de su alcance como lo estuviera del desdichado Tántalo. Sólo ahora se daba cuenta de la dificultad de la empresa que había escogido. Repasaba en su mente el abanico de opciones que se le presentaban. No sabía nadar, lo cual le sería de gran ayuda en el supuesto de que se arrojara al lago, pero sentía un miedo cerval ante la idea de morir ahogado. Su implacable lógica se disparaba formándose mil y una imágenes sobre cómo sería perecer asfixiado. Se veía braceando en el agua en un inútil y tardío esfuerzo por salir a flote, porque suponía que en el último momento, cuando sintiese la perentoria necesidad de respirar, su organismo se impondría sobre su voluntad y lucharía con denuedo por mantenerse vivo. Esta descoordinación entre voluntad y naturaleza le aterraba. «¿Acaso puedo considerarme dueño de mis actos si mi propio cuerpo no me deja abandonarlo?», se preguntaba angustiado. «¿Realmente el hombre es libre de hacer lo que quiere?», meditaba a continuación. Entonces se le antojaba que quizás estas dudas fueran producto de su cobardía, y que otro en su lugar no vacilaría un instante en quitarse la vida si se lo propusiera. Ese pensamiento le hacía maldecirse hasta el extremo de justificar todas las desgracias que le habían ocurrido, y que a la postre le habían conducido a esta situación desesperada, como una consecuencia natural de su debilidad. Si algo despreciaba era ser un pusilánime. Se tenía por un hombre de palabra, y esta parálisis que sufría era humillante para alguien acostumbrado a cumplir sus promesas, incluso las formuladas a sí mismo.

Endimión era un hombre dotado de una sensibilidad exacerbada, sensibilidad que a menudo devenía irascibilidad e irritación. Se tomaba a pecho todo lo que le decían, pues huía de la frivolidad como de la peste. Por ese motivo, no era dado a las chanzas. Su seriedad, que no estaba exenta de ingenio para lo cómico, era, empero, un freno para cualquier conato de humor de sal gruesa. Trataba de ser templado en sus manifestaciones, siguiendo un ideal eutrapélico, pero su terquedad le llevaba con más frecuencia de la deseable a explosiones atrabiliarias. Para bien o para mal, era una persona que se preocupaba y que trataba de comprender a los demás.

Sin embargo, nunca fue capaz de comprender a Elena. Ella era la principal causa de que estuviera allí, aterido de frío y transido de pena. La había querido tanto que ahora, tras perderla, no podía sacársela de la cabeza. En una nueva muestra de hasta qué punto podía llegar su capacidad para escarbar en sus propias heridas, se preguntaba si en ese momento ella se acordaría de él, o si, como se figuraba, su recuerdo se habría evaporado como una voluta de humo. Cuando le expresó su intención de dejarlo, Elena no dio nombres, pero él no podía menos de suponer que alguien se había cruzado en su camino. «Si al menos hubiese sido sincera», se lamentaba. La frustración y la rabia contenida encontraban entonces una vía de escape y se mordía el labio inferior con tanta fuerza que a punto estaba de hacerse sangre.

Los arrebatos de culpabilidad y de humillación se fundían sin solución de continuidad con accesos de autocompasión, de tal manera que momentos después de flagelarse se lamía las heridas enterneciéndose con su bisoñez cuando, en su candor, se sentía transportado y amartelado en presencia de Elena. Lo había consagrado todo a ella, renunciando a la amistad de sus pocos amigos, cuyo contacto había perdido irremediablemente. Ahora estaba solo, y su única compañía se reducía a las brumas que se hallaban tanto fuera como dentro de él. Nunca imaginó que el amor, su amor, pudiese terminar, puesto que se consideraba un punto por encima de los demás, y de ningún modo podía pensar que él, un espíritu elevado, pudiese experimentar el oprobio del desengaño, tan común entre las gentes adocenadas. ¡Cómo detestaba la mediocridad! El solo pensamiento de ser vulgar constituía para Endimión una razón irrefragable para acabar con su existencia de una vez por todas.

Su carácter soñador y su amor por los libros le llevaban a buscar comparaciones, en ocasiones inverosímiles, entre sus vivencias y las de los personajes ficticios que aguijoneaban su imaginación. Así, de pronto se veía en la piel de Alexéi Ivánovich, convertido en un guiñapo en manos de la altiva y voluble Polina, esa demoníaca beldad surgida de la pluma, y también de la vida, de Dostoyevski. Él también se hubiera arrojado por un precipicio si se lo hubiese ordenado Elena, tan ciega era su veneración. No menos similitudes encontraba en el caso, en este caso verídico, de Heinrich von Kleist, quien, movido por sus amores imposibles, se suicidó en compañía de Henriette Vogel, su amante ocasional. Su dilección por el romántico alemán era la razón de que hubiese elegido ese lugar, el lago Wannsee, para acabar con su vida. Quería que su último acto fuese un homenaje al inmortal escritor que tanto había influido en su forma de entender el mundo. Ahora que se comparaba a Von Kleist pensaba que tal vez su vacilación se debía, en parte, a que no tenía a nadie a su lado que le alentara a tomar tan difícil decisión; pero al punto rechazaba este pensamiento, pues tenía que aceptar las cosas tal cual le venían dadas.

Sin saber cómo, se encontró pensando en Apolodoro, aquel desafortunado experimento de las teorías spencerianas. Se compadecía del pobre niño que padeció los rigores de una férrea educación que tenía el propósito de convertirle en genio. Su padre, el ofuscado Avito Carrascal, le presionó desde la cuna para que fuera una mente preclara, y claro, al final el infeliz Apolodoro se rompió como una vajilla de porcelana. Él también había sido instruido en el principio de que hay que ser el mejor en todo, y ahora no podía huir de su perfeccionismo. Tantas veces le habían inculcado la idea de que hacía mal las cosas, que había llegado un momento en que nunca estaba satisfecho de lo que hacía, prefiriendo las más de las veces no acometer un proyecto por miedo a defraudar las expectativas ajenas. Su perfeccionismo era tal que podía llegar a desesperarse sacándole punta a un lápiz, si es que la barra de grafito no quedaba a la altura que él estimaba correcta. Sentía que era una nulidad, y sin ayuda se veía incapaz de escapar de los tentáculos de la frustración. «Unamuno supo distinguir como nadie la diferencia entre una idea y una persona», reflexionaba. Como el flébil personaje unamuniano, sentía que todavía tenía una misión que cumplir en la vida, que no podía abandonarla sin expansionarse. «Haz hijos, Apolodoro, haz hijos», martilleaban en su cabeza los pretendidos sabios consejos de don Fulgencio.

La niebla que le envolvía, que era como un guiño de la naturaleza a la inmarcesible novela —o nivola, como él gustaba de llamarlas— del literato bilbaíno, también le hacía pensar en Schopenhauer. «El terrible humorista de Danzig», en palabras de Unamuno, le enseñó que para vencer el dolor inmanente a la vida era necesario rasgar el velo de Maya, lo que significaba que había que quitarse la venda de los ojos y percibir el entorno con la contemplación de un místico. El suicidio no era la solución en ningún caso. Por lo tanto, si aún quería seguir viviendo debía encontrar una fuente de placer extático.

Entonces, como un gorjeo celestial, una canora voz acudió rauda a su cabeza y le hizo estremecerse. Era Loreena McKennitt. La había reconocido al instante. La canción se titulaba La noche oscura del alma, y en ella evocaba el intenso amor que San Juan de la Cruz experimentara por Dios. Sintió cómo unas lágrimas arrasaban sus ojos. Estaba llorando de placer.

Vencidas las sombras de su existencia, Endimión ya no temía la llegada del alba. Se irguió, miró hacia Selene y le dedicó una sonrisa cómplice. Había encontrado un nuevo amor.


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Óscar Bartolomé Poy nació en 1978 en Baracaldo, pero ha pasado toda su vida en Bilbao, cerca del lugar donde nació don Miguel de Unamuno. Es licenciado en Periodismo y en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Leioa, lo que muestra bien a las claras dos de sus pasiones: la literatura y el cine. Desde siempre ha cultivado una panoplia de géneros literarios, que van desde el cuento a la poesía, pasando por el aforismo. Es autor de los poemarios Te quiero, no lo olvides. Poemas para Psyche (editorial Belgeuse) y La luz de tu Faro (editorial Bubok). También hace crítica de cine y ha escrito y dirigido un cortometraje titulado Un billete para el mañana. Algunos de sus poemas pueden leerse en su blog La luz de tu Faro (http://laluzdetufaro.blogspot.com), dedicado a la memoria de la poeta asturiana Sara Álvarez.


Lee otro relato de este autor: La misma historia

Ilustración relato: Luna25, By Aynet (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.

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▫ Relato publicado en Revista Almiar, n.º 51, marzo-abril de 2010. Reeditado en octubre de 2023.

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