Yolanda
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Yurimia Boscán
Yolanda no era de aquí,
aunque podía decirse que en estas tierras había vivido la mayor parte
de su vida. La delataba su acento y su soledad, su cara de transeúnte
perpetuo, su anhelo de regresar a un lugar cuyo camino de vuelta había
perdido y que sólo existía cuando ella conjuraba recuerdos y sueños.
Yolanda nunca cantó. En sus momentos
más felices, hacía un silencio profundo mientras dejaba sonrojar sus
mejillas, siempre de niña de montaña, a pesar de sus años. La alegría
estallaba en su pecho con los elogios que obtenía por sus pizzas,
rectángulos perfectos de mozzarella y jamón que engalanaban los cumpleaños
de quienes se habían convertido en su única familia: Aquellos a quienes
servía.
Yolanda tuvo varios amores y tuvo
hijos, pero lo que más parió fue soledad. Ningún hombre la amó en
su dimensión. Cualquiera podía verla entre el ir y venir de las casas
que visitaba para lograr su sustento, y, en ese devenir, alguno que
otro llegó a canturrear palabritas obscenas en sus oídos. Ella escuchaba
creyendo que era ése el rostro de amor tanto tiempo esperado, y volvía
sus ojos a una vida diferente, donde la única casa a limpiar y la
única ropa a planchar fuera la de ella y los suyos. Entonces, su vientre
se hinchaba de fe y ella sacaba de él tesoros que la devolvían a su
eterno caminar para ordenar las vidas ajenas, y sobrevivir la suya.
A la salida de la maternidad, en un brazo cargaba lo que creía su
pasaporte al amor, y en el otro, el pesado bulto de soledad que ningún
médico había podido desprender del ombligo cortado del niño o niña
en su turno por nacer.
Yolanda también quería respuestas
de Dios: las buscó entre testigos de Jehová y santeros, increpó a
cristianos y católicos, y hasta fue a consultar con María Lionza la
causa de su mala suerte. Mientras se desgastaba en autoflagelaciones
y dudas, iba dejando el diezmo de sus ingresos en las arcas de las
iglesias cazasolos. El punto final a su necesidad espiritual
lo puso el exorcismo del que fue objeto, pues casi se asfixió entre
los gritos de ¡sálvala!, ¡sálvala!, ¡sálvala!, de la muchedumbre adoradora
del Espíritu Santo.
No recuerda a qué edad dejó el
nido, o si fue abandonada en él cuando su madre partió primera tras
la búsqueda del bienestar y fue sembrando la patria hermana con hermanos
que Yolanda nunca conoció, pero de quienes se empeñaba en buscar fotos
para enseñarlas a todos aquellos por los que sentía afecto. Eran su
garantía de pertenecer a algo más sólido que un rancho lleno de muchachitos
encajonados y solitarios en aras de su manutención.
Las fábricas le cerraron el paso.
Para los patronos la razón inapelable para no emplearla fue siempre
su sexo y un currículo que la anunciaba madre potencial. La posibilidad
de faltar ante la eventualidad de un vástago enfermo o ante otro embarazo
inesperado, hacían cuesta arriba la obtención de un puesto fijo. Ella
escuchaba las razones y se iba cabizbaja, concediéndoles la razón,
total, no había podido estudiar sino hasta cuarto grado.
Yolanda era una especie de herencia
que se pasaba de familia en familia con una recomendación que la certificaba
de honesta y de aseada. Siguió planchando, lavando, cocinando, escurriendo
y limpiando mientras esperaba el amor a punta de sonrojos y nuevos
hijos que daba en bautismo a los señores de las casas donde trabajaba,
tal vez tratando de asegurarles un futuro mejor.
Ella y sus hijos eran una vitrina
ambulante de modas trasnochadas de lo más representativo de la clase
media venezolana: Las «chivas» de fulana, servían para la Navidad
y otras galas, mientras que las de mengana, sólo alcanzaban a cubrir
el uso diario. ¡Sí, señor! Si algo sabía Yolanda era distinguir quién
tenía clase. No obstante, en algunos casos, finalizar la relación
laboral implicaba también el fin del contrato bautismal, lo que le
causaba intensos bajones de ánimo.
Yolanda creía que el amor venía
con electrodomésticos. Justificaba con creces cualquier maltrato si
el concubino de turno aligeraba su carga con cafetera, licuadora,
lavadora y un equipo de sonido. La cama ancha con colchón, que era
también parte del trato, le hacía más fácil soportar los espasmos
lujuriosos, debajo de los cuales ella sólo era una sombra, entre vahídos
de alcohol. Cuando por fin aceptaba estar harta de recibir descargas
de fluidos unilaterales, se decidía por dejarlo todo. «Yo no dependo
de nadie», decía con orgullo, tratando de ocultar sus ojos en marejadas
cuando recordaba su lavadora semi automática y su licuadora de tres
velocidades.
Con cada ruptura, dejaba atrás
sus aparatos y se llevaba la cama, que terminaba siendo también la
de sus hijos hasta que otro amor la poblaba de manos, le compraba
una nueva y le dejaba en herencia un vientre que amanecía al cabo
de nueve meses con una nueva bolsita de soledad.
Un día decidió darle un vuelco
a su suerte. Volvió a su pueblo buscando un origen que ni ella recordaba.
La foto arrugada de un hermano en el bolsillo del pantalón —Yolanda
no usaba cartera—, un nombre cualquiera de alguien que podía ser su
padre, la dirección del primer novio y un montón de esperanzas empacadas.
No regresó.
Supimos que había muerto en un
asalto en la ruta hacia Pamplona. La foto arrugada del tío la conservó
Yolandita, quien a sus 14 años, luego de la muerte de su madre, regresó
a Venezuela a trabajar en la casa de sus padrinos.
Poco a poco la fueron encontrando
los viejos trabajos de su madre, y en cada casa fue dando razón de
sus hermanos, resguardados de orfandad con una tía lejana, mientras
ella venía a reunir unos reales en busca de un mejor destino para
todos.
Cuando fue a tener su primer hijo,
Yolandita sintió, confundido con el dolor del parto, el viejo dolor
por sus hermanos olvidados. Sabía que con el primer llanto del bebé,
su anhelo de regresar sería conjurado… hasta que el ciclo volviera
a cumplirse.
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Igar Yurimia Boscán León
(Caracas, 1963). Licenciada en Letras (1991. UCV). Maestría de Literatura
Latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar (Sin tesis). Profesora
de las cátedras de Lenguaje y Comunicación, Lengua Española, Taller
de Lectura y Redacción, y Teorías de la Comunicación a nivel universitario.
Jefa de la Subcomisión de Relaciones Interinstitucionales del Colegio
Universitario de Los Teques Cecilio Acosta, donde tiene a su cargo
las coordinaciones de Producción Audiovisual y Medios Impresos y Producción
Gráfica.
Guionista de producciones
audiovisuales. Dio vida al Suplemento Cultural Sábado y Domingo,
importante instrumento de información y difusión cultural de Los Teques,
a través del cual durante más de cuatro años impulsó el trabajo de
creación (en todos los géneros) de escritores locales, regionales,
nacionales e internacionales, y favoreció las discusiones puntuales
sobre temas de actualidad.
Ha dictado talleres, conferencias
y foros (Conac) sobre Narrativa Femenina Venezolana del S. XX; Poesía
cubana de los años 80, y ha participado en numerosos recitales poéticos.
Ha publicado dos libros de poesía, Poemas, (1983) y Neón,
(2001); además, ha publicado cuentos, ensayos y poesías en periódicos
regionales y nacionales, así como en revistas de literatura nacionales
e internacionales. Algunos ensayos y poesías han sido publicados en
la web por Revistas digitales como Letralia, Remolinos
y Ficción Breve, entre otras.
Fue coordinadora del Departamento
de Literatura de la Dirección de Cultura del Estado Miranda (1993-95).
Recibió la Orden María Teresa Castillo, mención Literatura, (2000)
por su aporte al sector. Correctora de prueba, (libros, revistas,
periódicos, semanarios, etc.).
Ha participado en numerosos
recitales poéticos y conciertos a lo largo y ancho de todo el país,
incluyendo el realizado en Holguín, Cuba, en el año 2000 donde se
celebró el X Día Internacional de los sueños.
@
igaryurimiaboscan[at]yahoo.es
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Ilustración relato:
Pintura por Almudena Pintado © -
Ver muestra de esta autora (en Margen Cero).
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