El duelo

Pedro Mora Fernández

Personalmente odio las armas. En realidad, odio cualquier tipo de violencia; por eso encontraba inexplicable la repentina necesidad que me entró de llevar en todo momento un arma encima.

Todo empezó con aquél sueño. En él, entraba en un dormitorio que no era el mío y encontraba a una mujer (mujer que me era desconocida pero que en mi sueño la reconocía como mi esposa, sin haber estado nunca casado ni tener pretensiones de alcanzar tal estado); encontraba a una mujer, como decía, en la cama con otro hombre. En ese momento, una profunda sensación de lealtad traicionada se transformaba en ira, y me despertaba violentamente. Desde esa primera noche comencé a sentir que debía llevar un arma pegada a mí.

De manera que, al día siguiente de mi extraño sueño, compré un revólver que me acompañaba a todas partes. Ya sé que hay armas automáticas y más sofisticadas, pero también he sido siempre un amante de las películas del oeste (y puede parecer una contradicción que un pacifista, como así me considero, sea aficionado a películas tan violentas; aunque ¿no es acaso la contradicción algo inherente a la propia naturaleza humana?). Sin embargo, fue de la mano de mi pasión por este género del cine que se me brindaría la oportunidad de curar mi mal. Porque fue precisamente alquilando en el videoclub esa obra maestra del western, que es Sin perdón, donde me encontré con un viejo amigo al que le conté mi problema con las armas. Este amigo me dio el teléfono de un cuñado suyo, psicólogo de profesión, y muy bueno, por cierto, pues resolvió mi problema en una única sesión.

Le llamé, y hablé con él personalmente. Y el lunes a primera hora ya me tenía sentado en el cómodo sillón de su consulta.

Le referí mi extraño caso; y, no obstante, durante todo el tiempo tuve la rara sensación de conocer al doctor. Así se lo expresé, y él me lo explicó: habíamos coincidido en la boda de mi amigo. Aclarado este punto, terminé de contarle mi sueño donde sufría de adulterio por una mujer desconocida, y él decidió someterme a hipnosis. La verdad es que nunca me habían hipnotizado (que yo sepa) y resultó ser como un sueño, aunque sin esa imprecisión en la nitidez de las imágenes y con unas sensaciones considerablemente más vivas; en definitiva, me pareció mucho más real.

El caso es que fijé mi mirada en el péndulo que se movía de derecha a izquierda; de izquierda a derecha; y de fondo, la suave voz del doctor que contaba hacia atrás, voz que sonaba cada vez más lejana, más lejana…

De pronto me encontré en una casa que no me era desconocida, ya que la reconocí como el domicilio de mi buen amigo Monsieur Maillard. Me dirigí con paso decidido a sus aposentos, en la segunda planta, sintiéndome la sangre hervir. Acababa yo de regresar de nuestro triunfo en la batalla de Lodi, a las órdenes del general Bonaparte, y, sin embargo, no acusaba gran cansancio, a pesar de llevar tantos días cabalgando. El polvo de los caminos había ensuciado mi uniforme y el barro se desprendía de las botas, dejando grandes terruños en el suelo brillante. De un puntapié abrí la puerta y allí me los encontré: mi querido amigo y mi adorada esposa, en una situación que confirmaba las abominables sospechas que sembraran en mi ánimo las cartas de familiares y conocidos.

—¡Maldita ramera! —grité sacándola de la cama con un fuerte tirón de pelos—. ¡Mereces que te atraviese ahora mismo como a una vulgar perra!

Las súplicas de la adúltera implorando perdón sólo lograban enfurecerme aún más.

—¡No se atreva a tocarla! —amenazó el otro canalla.

—¡Señor! Yo que le tenía a usted por un completo caballero —dije desenvainando mi sable—. ¡Yo, que le he estimado como a un hermano!... Señor, usted ha traicionado mi confianza.

Y de no haber sido por los oportunos ruegos de mi leal criado Antón, no habría dudado en acabar con la vida de aquellos dos, limpiando con su ingrata sangre mi honor mancillado. Salté sobre la cama, y haciendo un asombroso esfuerzo de autocontrol, coloqué la punta de mi sable (tantas veces teñido por la sangre de valerosos hombres) en el pecho del traidor; y le hablé en estos términos:

—Mañana, al despuntar el alba, se batirá conmigo en Le Bois maudit. Escoja armas y padrino. —Y para reforzar mi desafío le arrojé un guante a la cara. Después, con una terrible mirada de deprecio, dije dirigiéndome a mi mujer: —Recoge tus ropas y que Antón te acompañe en el carruaje directamente a casa. Ya hablaremos de tu perfidia esta noche.

Salí del aposento con rabia contenida y deseos de limpiar la mancha que había recaído sobre mi casa.

Al momento me encontré en un bosque. Entre los árboles se escurrían los primeros rayos del sol de la mañana; y la hierba, mojada por el rocío, humedecía mis botas. Frente a mí estaba el amante de mi mujer, y a su derecha, el Teniente Gausseau (mi buen compañero de armas) nos recitaba las normas del duelo. El corazón me latía despacio, y no sentía el menor indicio de ansiedad, puesto que no era la primera vez que la muerte se cruzaba en mi camino. Miré con desdén a los ojos de mi rival, y en ellos pude leer el miedo con la facilidad que otorga la experiencia ganada en un sinnúmero de batallas libradas. Sin apartar la mirada de sus ojos, cogí una pistola del estuche; di media vuelta y comencé a caminar siguiendo la cuenta. Cuando oí la orden de girar y disparar, me volví colocándome de perfil y levanté tranquilamente el arma. Apunté seguro de no fallar, y sonó su disparo; luego el mío. Me quedé atónito cuando vi saltar la rama detrás de aquel traidor.

—¡Imposible! —murmuré.

Aquello era inconcebible; yo, el mejor tirador del regimiento de La Fère, y probablemente de toda Francia, ¡había errado el disparo! Hasta el Teniente Gausseau me miró con ojos sorprendidos. ¿Y ahora qué…? Nunca me había visto en una situación parecida. Intenté caminar y, ¡cosa increíble!, las piernas no me respondían: se habían quedado clavadas en el terreno. Bajé la mirada para ver qué sucedía y descubrí extrañado un rodal oscuro en mi casaca. Sentí un atisbo de vergüenza: ningún hombre que se precie de ser un caballero acude con tamaña mancha a un duelo. Coloqué la mano en el pecho tratando de ocultar la sombra, pero comprobé pasmado que ésta había crecido. Miré a mi compañero, que se acercaba corriendo, y me desplomé.


Oí un chasquido, abrí los ojos y me hallé de nuevo en la consulta del doctor.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó.

—¡Cómo me encuentro! —estallé. Me levanté del sillón como empujado por un resorte, saqué el revólver y coloqué una bala en la frente del buen doctor—. Ya sabía yo que te conocía de algo…, jodido traidor.



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El duelo - III Certamen de Relato Breve Almiar (Finalista).

PEDRO MORA FERNÁNDEZ vive en Valencia (España).

CONTACTAR CON EL AUTOR: nersenlomai [at] terra.es
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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2005). Página reeditada en julio de 2020.

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