Fin de viaje para Desiderio Tackeray
Antonio Tudela Sancho


Señor... señor...

—...

—Señor, disculpe... no entra la segunda...

Desiderio Tackeray fue dejando su sopor. La segunda... ¿qué segunda? ¿De qué se le hablaba? Dos años viajando en aquel cachado colectivo interprovincial, justo desde que ganara la maldita cátedra de Derecho internacional comparado que le obligaba cada quincena a realizar ese infernal viaje entre los dos campus universitarios. Entre ambos campus de los quinotos, para qué subrayarlo, desde los edificios de la Nacional Autónoma, a las afueras de Tucumán, hasta el perdido villorrio de Taragüí, donde Pedro perdió las sandalias, cuatrocientos kilómetros al norte... En el orto del mundo. Cada quince días, ochocientos kilómetros en total, ida y vuelta, largo fin de semana por medio. Y en aquel colectivo escatológico, repleto de mínimos contrabandistas aficionados y de tercera, de jubilados roncadores en voluntarioso viaje de visita a los hijos, de gringos imberbes pero vueltos de todo y de nada. Siempre los mismos rostros, idénticos e indiferentes silencios, sonidos y efluvios entrañables ya al cabo de tanto tiempo de puro y viajero hermanamiento nocturno. Sólo la viejita silente y enlutada, perennemente sentada en primera línea, justo tras el copiloto, sólo la ancianita con la que nunca cruzó palabra, sólo aquella abuelita desvalida y acurrucada, replegada sobre sus añosos hatillos, aportaba quincenalmente esa benevolencia a flor de piel, ese testimonio de humanidad que tan necesario le era a Desiderio Tackeray, un ya no tan joven profesor adjunto y titular de una mal pagada cátedra en la sede de la Autónoma tucumana allá en la remota Taragüí, para resistir sus tránsitos quincenales, dos veces por mes, los doce meses del año, salvo huelgas de transporte, cortes piqueteros de ruta y feriados.

El procedimiento se había vuelto rutinario. Desiderio Tackeray llegaba a la terminal de ómnibus de Tucumán caída la tarde, adquiría en ventanilla su boleto, subía con su mínimo equipaje de mano al colectivo y se aprestaba a dormir al fondo del pasillo, lo más resguardado posible de dos docenas de miradas vacías —contando con la ausencia de tuertos e invidentes— y del frío que se filtraba abusador por el millón de hendiduras y rendijas rechinantes de la vetusta máquina.

En dos años, ni el conductor ni mucho menos su copiloto a bordo —quien ejercía, además, funciones de revisor, mecánico parcheador de averías e incompetente azafato para un servicio de atención al usuario por completo inexistente— habían contestado ni una sola vez a sus saludos con algo más que un sesgado gruñido. Tal vez por eso le sorprendía ahora gratamente sentir el contacto cálido, humano, de la mano del copiloto en su hombro, y su voz tranquila, susurrante, de una amabilidad hasta entonces inédita, desasirle con suma cortesía de los brazos de Morfeo, como izándolo con respetuosa mesura desde el sueño hasta la oscura y gélida realidad de aquel colectivo en marcha bamboleante hacia la nada excrementicia del último rincón del universo... Pero, ¿qué era lo que el cordial copiloto decía? ¿Qué significaban esas extrañas palabras con que reclamaba dulcemente su atención y desvelo?

—No entra la segunda, señor, lo siento...

¿Y qué es lo que siente usted, hombre de Dios, a estas alturas del partido y casi tocando los límites de una estratosfera alternativa?

¿Qué, que no entra la segunda...? —balbuceó Desiderio Tackeray, abandonando lentamente su tibio limbo.

—Así es, señor, no entra la segunda, en efecto... si tiene usted la bondad de acompañarme...

Acompañarle, ¿adónde? Del brazo del atento copiloto, dejó Tackeray su asiento y sueño para recorrer a tientas casi el interior del colectivo, habituando los ojos a la penumbra de tarde en tarde recorrida en sentido contrario a la marcha por el tenue relámpago eléctrico de los escasos vehículos en la polvorienta ruta, hasta llegar junto al conductor y el propio puesto asignado al copiloto. La viejita adorable ronroneaba enroscada en sus gruesas ropas de invierno. La puerta delantera del colectivo se hallaba completamente abierta, y por ella se colaba un viento seco y cortante como daga de gaucho, pese a la lentitud de la máquina, más que suficiente para poner en fuga los últimos restos de sueño. Ante la puerta, el copiloto, amable pero serio, señaló hacia el incierto exterior rodante, cual conspicua azafata televisiva en programa recreativo de franja horaria familiar, como invitando a Desiderio a contemplar una Pampa desolada que le hubiera tocado en premio. Pronto comenzaría a clarear. Mientras, algunas luces apiñadas ante el horizonte indicaban el madrugador emplazamiento de Taragüí, el destino próximo de Tackeray, mero lugar de paso para el colectivo. Pero, ¿por qué no abandonaba éste su trayecto tangencial?, ¿por qué no tomaba la carretera de acceso a la modesta población, directo a la renegrida terminal de siempre?

—¿Por qué...? —murmuró tímidamente Tackeray, sin entender una palabra de la función.

—Por favor, señor, no entra la segunda...

—¿Y...?

—No entra la segunda, señor: se atoró la palanca en la caja de cambios...

Ah, sí —Desiderio procuraba comprender—, bueno... ¿y?

—Señor, haga el favor —esta vez tomó la palabra el mismísimo conductor, que en un tono varios puntos por debajo de la amabilidad del copiloto consentía en descender de su olímpico silencio allá al manejo del volante—... No entra la segunda, ya le dijeron, de modo que nos resulta imposible detener la máquina, no podemos entrar en la ciudad, entiéndalo: luego no podríamos emprender la marcha de nuevo, y usted es el único pasajero que se queda en Taragüí...

—Haga el favor —el copiloto adoptaba ahora el tono imperativo de su colega— de apearse nomás, nos estamos alejando de su destino...

Desiderio Tackeray no se lo podía creer. Se trataba de saltar al vacío umbrío y polvoroso sin detener el autobús.

—De ninguna manera —contestó tajante.

—Por favor, señor, no podemos continuar tan sólo por usted a este ritmo lento... nos arriesgamos a que se ahogue el motor, y esta gente ha de llegar a su destino, sería lamentable que nos fregáramos acá todos... apelo a la solidaridad de usted.

—De ningún modo —repitió Tackeray—. Yo he abonado mi pasaje y tengo derechos, vivimos en un Estado de derecho... sus pretensiones son inconcebibles, caballeros...

—Señor, se lo ruego, tan sólo un saltito nomás...

—Dé un saltito, señor —era la voz hasta entonces inaudita de un viajero, de uno de aquellos rostros inexpresivos y conocidos desde tiempo atrás, aunque con un nuevo rictus de fastidio e impaciencia, primos hermanos de los del conductor y su copiloto.

—Sólo un saltito, señor —los viajeros abandonaban su duermevela, y la consigna «un saltito, sólo un saltito» iba ganando adeptos a medida que recorría cual reguero polvoroso el pasillo.

—Pero, es una locura —protestaba Desiderio dirigiéndose ora al conductor y al copiloto, ora al público en evidente y creciente actitud hostil—, ¿no lo entienden?, no tienen derecho... y suélteme usted, deje las manos quietas...

El copiloto, vuelto de amable ente despabilador en corsario animoso al paseo por la plancha, aplicaba ahora sin más su fuerza sobre Tackeray, que se aferraba como podía al marco de la puerta abierta.

—En serio —proseguía en sus protestas—, se les va a caer a ustedes el pelo, pienso denunciar el caso a su empresa...

—Por nosotros, señor —respondió el conductor sin dejar de atender a la carretera—, puede usted meterse la empresa enterita en el orto: tres meses llevamos sin cobrar el salario, estamos de hecho en situación de quiebra técnica... no nos haga perder más tiempo...

«¡Saltá ya, boludo abombado!», «¡Bajate, atorrante!» o «¡Dejate de joder y cagá al cojudo diablo!» eran ahora las frases que, entre generalizados aspavientos y no muy simpáticos gestos, habían desplazado entre el respetable a la anterior invitación al «saltito».

Como último recurso, a modo de petición desesperada de humanidad, de comprensión, de compasión, como llamada al calor humano y maternal, ancestralmente uterino, Desiderio Tackeray tendió suplicante sus manos en dirección a la viejita enlutada y silenciosa, de rostro arrugadito y humilde, que tranquila seguía acurrucada en primera fila, única partícipe serena y a la vez paciente espectadora —con sus grandes ojos acuosos, oscuros y sabios— de la loca rebelión a bordo... Ella era la única esperanza de Desiderio, quien confiado y sin otro asidero ya estaba a punto de abrazarse a ella o de postrarse a sus pies suplicante, cuando la anciana rompió su silencio en un gesto cansado:

—Arrojate, maricón, saltá ya de una puta vez...

Impelido por un oportuno y último empellón del copiloto, Desiderio Tackeray paseó unas décimas de segundo su perplejidad por los aires. Por fortuna, su aterrizaje lo amortiguó una señora oronda que por allá pasaba cargando la pesada cartera escolar del niño que de la mano llevaba temprano a la escuela.

Tackeray se disculpó como pudo, sin sentir la blanca bofetada y las dos o tres puñadas infantiles sobre sus riñones. Quedó sentado cual títere sin hilos, magullado y cubierto de polvo en la cuneta. Se palpó, todo intacto. No hacía tanto frío como en el colectivo, ahora ya a lo lejos, en aumento su velocidad y bamboleo. Las luces de Taragüí iban apagándose a medida que salía el sol. Tendría que caminar un buen trecho hasta el destartalado aulario donde sus clases de siempre, cada quince días, doce meses al año, salvo huelgas de transporte, cortes piqueteros de ruta y feriados.


* * * * *

ANTONIO TUDELA SANCHO,
es un autor residente en Asunción (Paraguay)
antitudela [at] gmail.com

ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por Pedro M. Martínez ©



Separata publicada en
Revista Almiar, n.º 34 (junio-julio de 2007).
Web reeditada en julio de 2020.


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